—Si se construyese un mapa global de los lugares de la Ilustración, la imagen resultante estaría repleta de claroscuros.—
Al final del siglo XVIII, muchas actividades relacionadas con la ciencia habían encontrado espacios para su desarrollo, tales como salones, tertulias, cafés, teatros, plazas, etc. Además de estos lugares públicos, otros territorios más académicos también experimentaron una gran expansión. Se produjo la creación de un gran número de nuevas academias en muy diversos puntos del mundo, desde San Petersburgo (creada en 1724) y Berlín (fundada en 1700, y remodelada posteriormente a mediados del siglo) hasta Barcelona (en 1764), pasando por Burdeos (1712), Uppsala (1728) o Dublín (1785). También se crearon nuevas sociedades como la Sociedad Noruega de Ciencias (1760) en Trondheim; la Academia de Ciencias y Bellas letras de Nápoles (1778) o la Academia Real de Ciencias de Lisboa (1779). Muchas de estas academias organizaron cursos y publicaron revistas con artículos dedicados a temas que hoy consideraríamos «científicos», todo ello entremezclado con asuntos muy diversos sobre economía, política, literatura y artes, sin apenas solución de continuidad.
También las universidades experimentaron reformas significativas. Fue un período de crisis para algunas de las más antiguas, como las de Oxford o Heidelberg. Un visitante del laboratorio de Oxford, situado en los sótanos de Museo Ashmolean durante el siglo XVII, se sorprendió del estado de los instrumentos, sucios, desordenados y casi todos rotos, así como el poco interés por solucionar la situación por parte del profesor Richard Frewin, al igual que ocurrió con sus sucesores, que conjugaron discretas carreras en medicina y ciencias experimentales. Para otras como Leiden o Montpellier fueron periodos de prosperidad y crecimiento. En Leiden se apostó por la enseñanza de la física experimental asociada con nuevos instrumentos, demostraciones y manuales. Como en otras universidades, las enseñanzas de química, bajo la dirección de Herman Boerhaave, se impartían en clara conexión con la medicina, aunque sus contenidos iban mucho más allá de las cuestiones médicas. Surgieron cátedras de química, física experimental y botánica en muchas otras universidades europeas, más o menos conectadas con otros espacios antes mencionados, y bajo la protección de poderes públicos, sociedades filantrópicas y particulares.
Con la remodelación de los cursos también se produjo una reorganización de contenidos y disciplinas. Se crearon nuevos espacios de enseñanza, incluyendo laboratorios y anfiteatros para la demostración pública, aumentó la población universitaria y también creció el número de personas curiosas que asistían a los cursos como mero entretenimiento, sin necesidad de cursar un ciclo de estudios completo. En Portugal las principales reformas se produjeron durante los años del marqués de Pombal, en la década de 1770, quien realizó una importante remodelación de la Universidad de Coimbra y creó un nuevo edificio para albergar las colecciones de historia natural y un gabinete de física experimental, además de un laboratorio. Ese edificio es hoy el Museo de la Ciencia de Coimbra. Todos estos cambios permitieron que las materias relacionadas con la ciencia desempeñaran un papel creciente en la formación de las personas educadas europeas, sin llegar a desplazar la cultura clásica que continuó siendo el núcleo fundamental de la formación universitaria. El proceso de incorporación de materias científicas se produjo con especial intensidad en las nuevas instituciones educativas de los primeros años de la Revolución Francesa, las écoles centrales que serían el germen de los posteriores liceos y la educación secundaria. De este modo, los cursos en academias, liceos y universidades, destinados a públicos diversos, se solaparon con las demostraciones públicas de profesores ambulantes como François Bienvenu, y los experimentos realizados en café, teatros y salones por aficionados y personas particulares. Entre todos estos espacios se estableció una fuerte circulación de personas, instrumentos, productos y prácticas experimentales, las cuales se fueron remodelando en este tránsito, al mismo tiempo que adquirían mayor visibilidad y legitimidad como fuente de saber, utilidad y diversión para la naciente sociedad burguesa.
La creciente legitimización social de la ciencia abrió las puertas a nuevas formas de colaboración con los poderes políticos y económicos. Aunque esta colaboración puede remontarse a épocas muy remotas, tal y como hemos podido comprobar en nuestra travesía por la ciencia ilustrada en Saberes en acción, las nuevas concepciones políticas de los gobiernos ilustrados crearon nuevas posibilidades. En Prusia, los políticos cameralistas se rodearon de autores relacionados con la química o la medicina para emplear sus saberes en el diseño de sus actuaciones y obtener, al mismo tiempo, una fuente de legitimidad. Se propició así una retórica relacionada con la utilidad pública de la ciencia que es uno de los rasgos característicos de esos años en algunos países. Por ejemplo, uno de estos autores de economía política, Johann Heinrich Gottlob von Justi, profesor de Göttingen en 1755, escribió un manual en el que criticaba las ciencias que no perseguían la utilidad pública, afirmando que «los metafísicos, filólogos y astrónomos son los pordioseros, estafadores y borrachos del mundo académico».
En Francia, los gobiernos borbónicos ilustrados emplearon con profusión a expertos con formación en ciencias o medicina en la gestión de minas, manufacturas y obras civiles. La Revolución Francesa fue un período decisivo en este sentido. Es cierto que se cerraron academias y universidades durante los primeros años, en parte bajo las tendencias igualitarias y antielitistas de los primeros gobiernos revolucionarios que veían en estas instituciones rémoras del Antiguo Régimen que pretendían liquidar. En realidad, tras los primeros años revolucionarios, se construyeron centros renovados, mucho más dinámicos, con profesorado más joven y abierto a las novedades, que rápidamente se transformaron en lugares de atracción de estudiantes de todo el mundo. Para recalcar los excesos antiacadémicos de los revolucionarios franceses se suele mencionar la frase de uno de los jueces que condenó al químico Antoine Lavoisier a la guillotina:«La República no tiene necesidad de sabios». Al margen de la veracidad de este hecho, lo cierto es que muchos químicos, algunos de ellos colegas de Lavoisier, acabaron siendo ministros o responsables de importantes áreas durante los años finales del siglo XVIII. De este modo, los años de la Revolución Francesa introdujeron nuevas formas de colaboración entre ciencia y poder, con la llegada de autores científicos a cargos de responsabilidad en los gobiernos: famosos químicos y médicos acabaron desempeñando importantes cargos durante la Revolución y el Imperio. Se puede ilustrar esta tendencia con dos biografías: Jean-Antoine Chaptal y Lazare Carnot. El primero fue nombrado inspector de pólvoras durante la revolución y, posteriormente, ministro del interior de Napoléon, desde donde inspiraría importantes leyes relacionadas con la educación, la ciencia y la industria. El segundo fue padre del célebre Sadi Carnot, una figura clave en el desarrollo de la termodinámica. Lazare Carnot, menos conocido por sus aportaciones científicas que su hijo, ocupó diversos cargos durante la Revolución y el Imperio, llegando a ser nombrado ministro de la Guerra por Napoleón.
También se crearon nuevas comisiones consultivas, como los comités de higiene pública, que gestionaban cuestiones sanitarias en las ciudades. El resultado de esas tendencias fue diverso y estuvo plagado de claroscuros. El historiador Thomas Leroux ha demostrado que la presencia de muchas más personas con formación científica no significó una mejora en la protección de los riesgos industriales a la salud y al medioambiente en general. Las nuevas comisiones fueron, por lo general, favorables a los intereses de la industria, en parte porque muchos académicos tenían también intereses en ese ámbito. Una forma de conseguir estos objetivos fue la introducción de mayores exigencias probatorias que planteaban requisitos muy alejados de las posibilidades de las víctimas, las cuales podían ver fácilmente rechazadas sus quejas por su falta de fundamento científico. Este ejemplo muestra que los avances de la ciencia en diversos ámbitos educativos, económicos y políticos durante el siglo XVIII no siempre estuvieron asociados con el progreso social y la utilidad pública, tal y como repetían reiteradamente algunos publicistas de la Ilustración que crearon una retórica poderosa con gran poder de persistencia.
El legado de la Ilustración es, por lo tanto, diverso, ambiguo y contradictorio. Para un conocido historiador norteamericano, Robert Darton, el fin de la Ilustración y la llegada del movimiento romántico, con su mayor interés por lo irracional, podría representarse por la popularidad del mesmerismo, un grupo de autores que circularon por toda Europa realizando demostraciones con fenómenos que denominaban «magnetismo animal». Estaban inspirados por la obra del médico suizo Franz Mesmer, quien afirmaba poder curar mediante unos métodos que actualmente parecerían más bien sesiones de hipnotismo entremezcladas con fenómenos magnéticos y eléctricos, si es que realmente pudiera buscarse un equivalente actual. Difundidas entre las clases adineradas, las sesiones de mesmerismo tuvieron gran popularidad entre la población en general, y causaron también una fuerte controversia en el contexto académico. Según Darton, por su carácter popular y antiacadémico, el mesmerismo abriría una reacción romántica frente al racionalismo de la Ilustración.
Esta conocida interpretación es actualmente muy discutida, en parte mediante un replanteamiento del papel de la ciencia en la esfera pública. Existieron una gran cantidad de actividades semejantes al mesmerismo que estuvieron bien integradas en las academias y universidades. Un ejemplo son los demostradores ambulantes que recorrían las ciudades con linternas mágicas, chispas eléctricas o explosiones de colores producidas por los nuevos fluidos gaseosos, tal y como se ha visto en el caso de Bienvenu. Las conexiones con el período romántico también son intensas a través de diversas tendencias. Los trabajos de Giuseppe Galvani inspirarán los trabajos del profesor de la Universidad de Bolonia, Giovanni Aldini, que empleará la electricidad en experimentos de resurrección de cadáveres que también fueron muy conocidos y controvertidos a principios del siglo XIX. Este tipo de demostraciones en teatros anatómicos, junto con los experimentos de física experimental y química realizados en espacios públicos y privados, sirvieron de inspiración para muchas obras del romanticismo, entre ellas el famoso relato de Mary Shelley, Frankenstein, realizado en 1817. No es fácil trazar una separación entre todas estas prácticas que continuarán durante bastante tiempo a lo largo del siglo siguiente. Esta mezcla de ingredientes diversos, y hasta cierto punto contradictorios, quizá es una buena imagen de la Ilustración, tal y como se concibe en la actualidad.
Finalmente, otra de las cuestiones que han sido replanteadas es la geografía de la Ilustración. Se ha hecho necesario hablar de Ilustración en plural porque tuvieron rasgos muy diferentes desde Edinburgo hasta Berlín o Madrid. Los estudios locales han mostrado una gran variedad de realidades a lo largo de diversos países europeos, que no coinciden con los relatos habitualmente centrados en Francia, Inglaterra o Centroeuropa. Esta diversidad es todavía más amplia si se consideran territorios más alejados como América, India o China, donde los acontecimientos históricos se desarrollaron de un modo muy diferente a los que aquí se apuntan, por lo que su inclusión permite comprobar los fuertes sesgos eurocéntricos presentes en los relatos habituales acerca de la ciencia y la Ilustración. Vistas a nivel global, las interacciones de todos estos procesos fueron también complejas y dieron lugar a intercambios desiguales e hibridaciones diversas, a través de las vías abiertas por viajes y mediadores de diverso tipo, incluyendo las compañías comerciales. Todo ello dio lugar a producciones originales en el terreno de la botánica, la medicina o la cartografía, de diversa relevancia según los diferentes escenarios.
Para los autores americanos, el siglo XVIII fue el período de grandes expediciones botánicas y de otras grandes empresas de exploración con finalidades principalmente imperiales, pero también se realizaron investigaciones que seguían agendas locales, en ocasiones relacionadas con la germinación de los procesos de independencia que culminaron en el último tercio del siglo XVIII, con la revolución norteamericana, y a principios del siglo XIX, con la independencia de las antiguas colonias del imperio español. En estos procesos de independencia, autores relacionados con la ciencia como Benjamin Franklin (en USA) o Francisco José Caldas (en el virreinato de Nueva Granada, luego parte del territorio denominado Colombia) jugaron un papel decisivo. Algunos de ellos, como en el caso de Caldas, pagaron con su vida su implicación en estos procesos.
En China, por el contrario, existían tradiciones intelectuales plenamente arraigadas que interaccionaron con los nuevos saberes llegados desde Europa, en ocasiones de la mano de órdenes religiosas como los jesuitas durante el siglo XVII, que conducirá a fuertes tensiones durante el siglo XVIII. Al mismo tiempo, tanto desde Asia como de América, continuarán llegando materiales, objetos, técnicas y saberes de muy diverso tipo, producto del saqueo imperial y del comercio. Por ejemplo, las expediciones botánicas dirigidas a Sudamérica, recogerán un gran número de productos farmacéuticos, como la quina, obtenida de la corteza de un árbol sudaméricano del que posteriormente se realizaría la extracción de la quinina a principios del siglo XIX. Este producto se transformó en uno de los más importantes medicamentos de los siglos posteriores.
Otro objeto de interés comercial en el siglo XVIII fue la porcelana, un producto de lujo importado de China hasta ese siglo. Diversos autores trabajaron para aclimatar la producción de porcelana en Europa, en ocasiones a través de misiones de espionaje y ensayos de diversos procedimientos más o menos exitosos. Finalmente, se instalaron fábricas en muchos puntos de Europa y al frente de ellos se colocaron a personajes con formación en ciencias como Pierre-Joseph Macquer o Jean-Antoine Chaptal que emplearon sus saberes en la reorganización de las prácticas y la mejora de la producción, aunque sin poder confirmar todas las expectativas frente a la utilidad de la ciencia en las manufacturas industriales.
A través de estas empresas situadas entre la ciencia, la tecnología y el comercio fueron avanzando procesos de colonización occidental que se reforzaron en los siglos siguientes. La llegada de médicos occidentales y otros autores relacionados con la ciencia supuso un ingrediente más en este proceso de colonización, aunque con reacciones y consecuencias complejas. En ocasiones, los informes académicos de las expediciones, como ocurrió con la famosa expedición de Egipto de Napoleón, servirán para iniciar un expolio de especímenes, antigüedades y documentos que se empleó también para la construcción de una cierta imagen de oriente – irracional, derrotado y servil- en los comienzos de las tendencias que Edward Saïd ha denominado «orientalismo». Según Saïd, la expedición «desató procesos entre Oriente y Occidente que todavía dominan nuestras visiones políticas y culturales».
En cierto modo, los relatos tradicionales de la Ilustración, en los que se retrata este período como los años del «triunfo de la razón», han jugado un papel semejante a la expedición de Egipto, al reforzar imágenes eurocéntricas que se presentan como parte ineludible del progreso social y cultural. Instaladas en el sentido común de las poblaciones europeas, estas percepciones, al igual que las diversas formas de «orientalismo», han servido para justificar dominios coloniales, invasiones e incluso genocidios, a menudo bajo la excusa de la implantación de determinadas formas de modernidad. Todos estos claroscuros deben tenerse en cuenta al analizar los rasgos de la ciencia, la tecnología y la medicina durante el siglo que se denomina ilustrado. Quizá se pueden representar estas nuevas imágenes acerca de la Ilustración, entendida como un proceso plural, diverso y global, mediante la ambigüedad creativa de la frase del famoso grabado de Goya: «El sueño de la razón produce monstruos».
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
Cómo citar este artículo:
Bertomeu Sánchez, José Ramón. Los sueños de la razón. Sabers en acció, 2020-12-30. https://sabersenaccio.iec.cat/es/los-suenos-de-la-razon/.
Para saber más
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Páginas de internet y otros recursos
Porcelana europea de los siglos XVIII y XIX. Disponible en este enlace.