—El nuevo contexto del siglo XIX produjo nuevas barreras para el acceso de las mujeres a la ciencia. A pesar de ello, sus contribuciones continuaron siendo muy relevantes en muchas áreas.—
Uno de los textos en los que William Whewell defendió la nueva palabra scientist, ya comentado en otro apartado, estaba dedicado a comentar un libro de Mary Somerville (1780-1872): On the connexion of the Physical Sciences. Somerville era hija un militar irlandés y se había formado en los cursos públicos ofrecidos por las sociedades académicas de Edimburgo. Tradujo las obras de Simon Laplace, una de las más importantes contribuciones de la física de principios del siglo XIX. También formó parte de la Royal Astronomical Society, donde se encontró con Caroline Herschel (1750-1848), otra de las grandes autoras de obras de ciencia británicas. Al revisar la obra de Sommerville, Whewell revisaba diferentes opiniones «respecto al modo en que las mujeres se habían ocupado de la ciencia». Whewell pensaba que las mentes tenían sexo y que las formas de conocer de hombres y mujeres eran diferentes. Siguiendo una visión habitual de esos años, pensaba que en el caso de las mujeres «la acción era el resultado del sentimiento; el pensamiento, de la visión». Y todo ello le conducía a la conclusión de que esas «emociones prácticas» de las mujeres no les permitían adquirir «la instrucción necesaria para la especulación».
Whewell señalaba así una serie de supuestas diferencias entre mentes masculinas y femeninas que, en cierto modo, justificaban la poca presencia de mujeres como Sommerville en el terreno de la ciencia. En realidad, mucho antes de que Whewell escribiera este texto, otros autores habían tratado de explicar la exclusión de las mujeres del terreno de la ciencia, con razonamientos más o menos diversos. En realidad, el texto de Whewell no es el más misógino de los que podrían citarse. Immanuel Kant dejó también escrito que la predisposición de las mujeres no era razonar sino sentir. Y añadía: «El bello sexo puede dejar que los vórtices de Descartes sigan girando para siempre sin preocuparse por ellos […] La atracción de los encantos femeninos no pierde nada de su fuerza, aunque no tengan ni idea de lo que para ellas ha escrito Algarotti sobre la teoría newtoniana de la atracción de la gravedad».
La referencia a Francesco Algarotti (1712-1764) en este fragmento de Kant no es casual. Era autor de uno de los más famosos textos de divulgación de la obra de Newton: Il newtonianismo per le dame (Nápoles, 1737), una obra estructurada en seis diálogos entre un caballero y una marquesa acerca de los experimentos de Newton respecto la naturaleza de la luz. Como muchas otras de esos siglos, estaba dirigido a las mujeres, uno de los públicos destinatarios más importantes de la literatura de divulgación. Las mujeres de los siglos XVIII y XIX fueron no solo receptoras sino también autoras de textos similares, algunos de enorme éxito, que fueron leídos con fruición por personas de ambos sexos. Quizá la autora más conocida de principios del siglo XIX en el terreno de las ciencias experimentales fue Jane Marcet (1769-1858). Escribió una de las obras más populares de la química de todos los tiempos, Conversations on chemistry. Sirvió, entre otras cosas, para que autores como Michael Faraday se interesaran por la ciencia.
Por supuesto, las críticas misóginas de autores como Kant o Whewell no dejaron de tener respuesta por parte de mujeres. Algunos años antes de que estos autores escribieran los textos citados, Emile de Chatêlet (1706-1749), una de las principales comentadoras de Newton en Francia, había afirmado que sentía «todo el peso del prejuicio» que excluía «tan universalmente a las mujeres de las ciencias». Con el fin de vencer estos prejuicios, los estudios sobre ciencia y género han recuperado una gran cantidad de biografías de mujeres relacionadas con la ciencia desde la Antigüedad hasta nuestros días. También se ha investigado el origen de los «prejuicios» que apuntaba Emile de Chatêlet. Este tipo de estudios se han desarrollado enormemente en los últimos cuarenta años y han producido una gran diversidad de aproximaciones y análisis, que han tenido gran repercusión en muchas áreas de la historia de la ciencia académica. En la bibliografía final se ofrecen algunas de las obras más significativas que permiten reconstruir la diversidad de planteamientos. En este breve apartado, y como introducción a otros más detallados, se han organizado estas cuestiones en tres grandes bloques: invisibilidad, barreras y naturalización.
Los primeros trabajos de ciencia y género constataron la poca presencia de las mujeres en los relatos históricos que aparecían en los manuales de ciencia. Era una situación coherente con el hecho de que las imágenes de laboratorios solamente contenían personal masculino en bata blanca. Una primera labor fue la recuperación de biografías de mujeres de ciencia que habían quedado marginadas de la memoria histórica de las diversas disciplinas académicas. Para compensar las lagunas de las obras generales se publicaron diccionarios biográficos de mujeres científicas, de los que recogen algunos ejemplos en la bibliografía final. También se han recuperaron espacios o prácticas que, por haber sido principalmente de acceso femenino, no se habían tenido cuenta en las investigaciones históricas. Un ejemplo, sobre el que ya se ha hablado en otros apartados, son los salones ilustrados del siglo XVIII. En épocas más recientes también se ha puesto de relieve la labor de las mujeres en servicios de cálculo astronómico. Tal y como se puede comprobar en la reciente película de Theodore Melfi, Hidden Figures (2017), la discriminación por género podía superponerse a otras formas de marginación debida a la pertenencia a clases empobrecidas o grupos racializados. Por otra parte, la percepción negativa de algunas de estas actividades realizadas por mujeres, tales como la enseñanza o la divulgación de la ciencia, también ha contribuido a su invisibilización.
Otra línea de estudios sobre ciencia y género ha sido el análisis de las barreras limitadoras del acceso de las mujeres a las carreras científicas. Hoy sabemos que muchos de estos impedimentos son variados y complejos, muchos de ellos invisibles o naturalizados mediante argumentos de todo tipo, incluyendo algunos procedentes de la ciencia o de la medicina. Una buena parte de estos impedimentos se formuló a lo largo del siglo XIX con las normas establecidas en diversas instituciones educativas y académicas que impedían el acceso a las mujeres, por ejemplo, a la educación universitaria. Estas barreras permanecieron hasta bien entrado el siglo XX. A las mujeres no les fue permitido el acceso de forma libre a la educación superior en Alemania hasta 1908 o en Japón hasta 1913. En España, era necesario solicitar diversos tipos de permisos para que pudieran estudiar en la universidad, hasta que fueron eliminados por un decreto de 1910. La movilización masculina durante la Primera Guerra Mundial dejó mayores espacios para las mujeres en los laboratorios, tal y como ha mostrado Patricia Fara. Sin embargo, una institución centenaria como la Royal Society (establecida en el siglo XVII) no admitió mujeres hasta 1945. Para contrarrestar esta situación, se crearon a finales del siglo XIX y principios del siglo XX varios espacios específicos dedicados a la formación de mujeres en ciencia. Un ejemplo son los cursos de química inaugurados a finales del siglo XIX en San Petersburgo, donde aprendió una de las más importantes químicas rusas: Vera Popova (1867-1896). Otro ejemplo es el laboratorio Forster que se instaló en la residencia de Estudiantes de Madrid a principios del siglo XX.
Otro tipo de barreras son de carácter más invisible. Un ejemplo es el denominado «efecto Matilda» que la historiadora Margaret Rossiter ha empleado para designar la diferente valoración que reciben los trabajos de hombres y mujeres. Los trabajos realizados por mujeres son infravalorados en muchos casos, lo que se refleja en la distribución de honores en ciencia, abrumadoramente controlados por los hombres y otorgados bajo premisas que minusvaloran, en muchos casos, el trabajo de las mujeres. Basta recordar que casi la totalidad de premios Nobel de ciencias y medicina han sido concedidos a hombres, salvo una pequeña lista de mujeres encabezadas por Marie Curie que obtuvo el galardón en física (1903) y en química (1911). Tres décadas después, su hija Irène Joliot-Curie también obtuvo el premio en química en 1935.
Hubo que esperar otras tres décadas más para que otra mujer, Dorothy Crowfoot Hodgkin, obtuviera un reconocimiento similar. La situación fue similar en el terreno de la física (la segunda mujer fue Maria Goeppert-Mayer en 1963) y en medicina (Gerty Cory, la primera mujer en 1947). La mayor parte de los premios Nobel de ciencias y medicina otorgados a mujeres se han concedido en las dos primeras décadas del siglo XXI, lo que quizá marque un cambio de tendencia que se conjuga con años como 2019, en el que ninguna mujer lo obtuvo frente a nueve hombres premiados en las áreas señaladas. Estos datos alarmantes, junto con estadísticas más sólidas representadas en forma de «gráficas de tijeras» o de «techos de cristal», confirman que las barreras persisten con tenacidad en la actualidad, a pesar de las políticas desarrolladas en su contra durante las últimas décadas.
Para justificar estas situaciones de discriminación se ha recurrido muchas veces a la medicina o la ciencia. Ya se ha señalado las opiniones de autores como Whewell o Kant en este sentido. También son conocidos los intentos de justificar las barreras para entrar en determinadas carreras mediante discursos basados en la fisiología o la anatomía de las mujeres. Por ejemplo, poco antes del decreto que abrió la puerta a las mujeres para acceder a las universidades, un catedrático de patología, Roberto Nóvoa (1885-1933), escribió un libro bajo el significativo título de La indigencia espiritual del sexo femenino (Valencia, 1908). Nóvoa recogía datos procedentes de diversas obras con los que pretendía ofrecer «pruebas anatómicas, fisiológicas y psicológicas de la pobreza mental de la mujer», de las que además ofrecía una detallada explicación biológica fundamentada supuestamente en el evolucionismo darwinista. La obra no ha resistido el paso del tiempo, pero no conviene olvidar que fue presentada como una síntesis actualizada de los saberes médicos y científicos de su época, no como un texto polémico contra la llegada masiva de las mujeres a la universidad. Es un ejemplo de otros muchos discursos similares realizados desde la medicina o la ciencia, tanto en el pasado como en la actualidad.
Una autora anónima del siglo XVIII afirmaba: «Los hombres no solamente han excluido a las mujeres de la participación en las ciencias y empleos durante mucho tiempo, sino que, además, hacen ver que esta exclusión se funda en la incapacidad natural de aquellas». Este tercer aspecto, la naturalización de la discriminación de género, ha sido otro de las grandes líneas de investigación de los estudios históricos acerca de ciencia y género. Se han analizado los sesgos de género que se ocultan en determinadas interpretaciones y los intentos de emplear la ciencia para justificar las desigualdades de género, tales como los argumentos fisiólogicos de Nóvoa. También se ha señalado el predominio de los caracteres masculinos en las clasificaciones, la traslación de roles patriarcales al mundo natural, la focalización de la investigación médica en pacientes masculinos o la creación de enfermedades particulares de las mujeres con el objetivo de mantener bajo control comportamientos fuera de la norma. La bibliografía adjunta ofrece ejemplos de estos trabajos, tan numerosos y variados que resulta difícil resumirlos.
Estos tres grupos de ingredientes (invisibilidades, barreras y naturalizaciones) explican parte de las condiciones en las que las mujeres se relacionaron con la ciencia durante el siglo XIX. Y, sin embargo, fueron muchas las mujeres que realizaron contribuciones importantes, aunque sean pocas las que han quedado reflejadas en la memoria de la ciencia. Una de las excepciones más notables es Marie Curie, sobre la que se volverá a tratar en otro apartado, al hablar de los rayos X y la radioactividad. Muchas otras mujeres menos conocidas formaron parte del grupo de amateurs que trabajaban en áreas como la botánica y la astronomía. Su aportación fue decisiva para permitir la labor del reducido grupo de profesionales que ganaron la fama, a pesar de no tenían capacidad para emprender todos los trabajos de recolección de datos o clasificación de los mismos. Las mujeres que trabajaron en torno al sistema periódico, descritas brevemente en el apartado correspondiente, son ejemplos adicionales de contribuciones invisibilizadas hasta fechas recientes.
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
Cómo citar este artículo:
Bertomeu Sánchez, José Ramón. Mujeres de ciencia en el siglo XIX. Sabers en acció, 2021-01-08. https://sabersenaccio.iec.cat/es/mujeres-de-ciencia-en-el-siglo-xix/.
Para saber más
Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.
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