—Investigar para ganar la guerra: el conflicto armado como estímulo para el desarrollo de la ciencia y la tecnología.—
Desde los orígenes de la humanidad, la guerra ha sido uno de los principales estímulos para el desarrollo de la ciencia y la tecnología. Tenemos evidencias de innovaciones tecnológicas cuyo desarrollo responde a intereses militares desde la Antigüedad, como en el caso de la rueda, concebida en Mesopotamia alrededor del año 4.000 a.n.e. y vinculada al desarrollo de carros de combate. Ciertamente, los primeros vehículos con ruedas fueron utilizados en el campo de batalla, tal y como pone de manifiesto el Estandarte de Ur, una obra de arte sumeria conservada en el British Museum de Londres que constituye la representación más antigua que existe de la rueda. No podemos, por tanto, obviar la importante movilización de recursos económicos y humanos que los intereses militares han supuesto para la actividad científica y tecnológica, facilitando la aparición de espacios para la investigación que van más allá de los tradicionales laboratorios. Tal es el caso de los campos de batalla y de las instalaciones militares, en donde el cultivo de la ciencia y el desarrollo tecnológico resultó (y todavía resulta) de lo más frecuente. De hecho, gran parte del conocimiento científico y tecnológico desarrollado con fines militares ha trascendido los campos de batalla para acabar incorporándose a nuestra idea de bienestar, abarcando aspectos no sólo políticos, sino también económicos, sociales y culturales.
En ese sentido, las dos grandes guerras del siglo XX nos permiten profundizar en la importancia que han tenido los conflictos bélicos para el desarrollo de la actividad científico-tecnológica. Algo que se puso de manifiesto en la Primera Guerra Mundial, descrita por multitud de autores como la guerra de los químicos, tanto por el uso de agentes químicos como el cloro, el fosgeno o el gas mostaza en los campos de batalla, como por la importancia que tuvo la producción de explosivos. Una guerra que, para otros, debería verse más bien como la guerra de la información o la guerra de los ingenieros, dado el importante papel que desempeñaron las nuevas tecnologías en el devenir de la contienda. El desarrollo de nuevo armamento, la introducción de los tanques, el uso de aviones, dirigibles y submarinos o el papel jugado por las comunicaciones telefónicas, telegráficas y de radio durante la contienda, son solo algunos ejemplos. La introducción de todas estas novedades tecnológicas revolucionó el modo en que se planteó y desarrolló la guerra por tierra, mar y aire. Una nueva manera de hacer la guerra en la que la actividad científica y la innovación tecnológica resultaron cruciales. En ese sentido, el éxito en el enfrentamiento armado recayó en el dominio de toda una serie de habilidades entre las que debemos incluir no solo la capacidad de tomar decisiones económicas y militares, sino también de mejorar las tecnologías. Sin duda, al hacer coincidir los programas de investigación con las necesidades militares y al demostrarse en el campo de batalla la utilidad de los avances científicos y tecnológicos, la ciencia y la tecnología, así como sus instituciones, adquirieron un reconocimiento sustancial y una importante autoridad cultural.
La Segunda Guerra Mundial también resulta especialmente útil para ejemplificar lo que estamos mostrando, puesto que fue crucial para el desarrollo de diferentes ámbitos como los de la ingeniería espacial, los materiales sintéticos, la microscopía electrónica, el radar, etc. En particular, este conflicto fue especialmente determinante para el desarrollo del ordenador y de la física atómica y nuclear. De hecho, la concepción de las primeras computadoras electrónicas programables fue posible, en gran medida, gracias a los trabajos realizados en Bletchley Park, una instalación militar británica en donde criptógrafos como Alan Turing (1912-1954) se esforzaron por desarrollar métodos para descifrar los mensajes enviados por los alemanes mediante máquinas como la conocida Enigma, considerada una máquina inexpugnable por los criptógrafos nazis. Sin duda, Turing desempeñó un destacado papel en esta tarea de descodificación de mensajes, llegando a diseñar para ello una máquina denominada Bombe, operativa en 1940. El trabajo en paralelo que se realizaba en Bletchley Park llevó a otros autores, como el matemático Max Newman (1897-1984), a impulsar en 1943 la construcción de otra máquina denominada Colossus con la que descifrar los mensajes de las máquinas de Lorenz, empleadas también por los nazis para enviar mensajes cifrados de alto rango, que se basaron en la teoría estadística de Turing para descodificar mensajes. Una máquina que, aunque demandaba la ayuda de un operador humano, podía también decidir por ella misma de acuerdo con unas instrucciones predeterminadas. Al finalizar la guerra, con el retorno de científicos e ingenieros a las universidades y gracias a la experiencia adquirida en estas instalaciones militares por autores como el matemático Max Newman o el ingeniero eléctrico experto en radares Frederic Williams (1911–1977), pudieron desarrollarse los primeros computadores electrónicos operacionales con programas almacenados, como ejemplifica el diseño y la construcción en 1948 de la Manchester Automatic Digital Machine (MADAM).
Por su parte, el Proyecto Manhattan permite constatar la gran importancia que adquirieron las instalaciones militares en el cultivo de la ciencia y la tecnología durante el siglo XX. Desarrollado en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial (con la ayuda de Canadá y Reino Unido) con el fin de producir una bomba atómica como respuesta a la posible producción de armas nucleares alemanas, el origen del proyecto se remonta a 1942, a partir del control de las reacciones de fisión nuclear de uranio enriquecido (235U). Bajo el liderazgo científico del físico Robert Oppenheimer (1904-1967) y el mando militar del general Leslie Groves (1896-1970), el éxito del proyecto quedó patente con el ensayo nuclear conocido como la Prueba Trinity, realizado el 16 julio 1945, un par de meses después de la rendición alemana, firmada el 8 mayo 1945. El test, realizado en una zona remota de Alamogordo (Nuevo México), fue presenciado por varios centenares de personas, incluido un nutrido grupo de científicos encargado de recopilar y analizar los numerosos datos con los que valorar los efectos de la detonación de una bomba de plutonio similar a la que finalmente se arrojó el 9 de agosto de 1945 sobre la ciudad japonesa de Nagasaki (Fat Man), tres días después del lanzamiento de la bomba de uranio sobre Hiroshima (Little Boy).
Son muchos los autores que consideran que esta iniciativa marcó el inicio de una nueva manera de entender la investigación científica, abriendo la puerta a nuevos proyectos interdisciplinares de gran complejidad y grandes dimensiones en los que se torna necesaria la participación de numerosas personas de diferente formación y procedencia. No en vano, el Proyecto Manhattan fue un proyecto secreto que supuso la movilización de una parte importante de la comunidad de físicos norteamericanos en un proyecto de ingeniería de magnitud excepcional. De hecho, para su desarrollo se contó con el esfuerzo de más de medio millón de personas en total, si bien pocas fueron las que, aun trabajando en él, conocieron el objetivo final. Para su realización se crearon diversas instalaciones de carácter militar, declaradas áreas de exclusión total a las que no se podía acceder sin autorización del ejército, como fue el caso del Laboratorio Nacional Oak Ridge, emplazado en una localización secreta en la que se creó una ciudad con todos los servicios necesarios para poder acoger a los científicos y a sus familias, sobre cuyas vidas se aplicó un férreo control por parte de los mandos militares. Algo similar a lo sucedido en el Laboratorio Nacional de Los Álamos, concebido para coordinar los esfuerzos del proyecto y diseñar en última instancia las armas nucleares norteamericanas. Un complejo militar que acabó convirtiéndose en uno de los mayores centros de investigación del mundo.
Pedro Ruiz-Castell
IILP-UV
Cómo citar este artículo:
Ruiz-Castell, Pedro. Las instalaciones militares. Sabers en acció, 2021-02-19. https://sabersenaccio.iec.cat/es/las-instalaciones-militares/.
Para saber más
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