—La cultura material de la ciencia se transformó sustancialmente en el siglo XIX, un proceso en el que la nueva industria de producción de instrumentos tuvo un papel clave.—
La cultura material de la ciencia, en particular los instrumentos científicos, experimentó una importante transformación durante el siglo XIX. En el terreno de la química, la llegada masiva de objetos de vidrio permitió diseños más acordes a necesidades particulares. Con el aprendizaje de una serie de técnicas de trabajo de vidrio, las personas formadas en química o farmacia, a menudo con la ayuda de artesanos especializados, pudieron diseñar aparatos para ser empleados con múltiples usos, por ejemplo, dentro del análisis químico. El análisis mediante ensayo químico se desarrolló para atender a las peticiones de tribunales, municipios o gobiernos en materias relacionadas con el crimen de envenenamiento, la adulteración de alimentos, el acceso a agua potable y, en términos más general, el control de calidad de un gran número de productos. Un ejemplo de los nuevos instrumentos de vidrio que revolucionaron los procedimientos de análisis químico fue el ensayo para el arsénico introducido en 1836 por James Marsh (1794-1846), un colaborador de Michel Faraday en la Royal Institution de Londres. Permitía detectar cantidades minúsculas de arsénico, el principal veneno empleado con fines criminales durante el XIX. El ensayo de Marsh fue adaptado para numerosos usos fuera de este ámbito. Se diseñaron una gran cantidad de modelos, cada uno destinado a resolver diversos problemas. Su extrema sensibilidad permitió investigar casos de envenenamiento que hubieran pasado desapercibidos con los métodos anteriores. También introdujo la necesidad de una nueva cultura de la pureza para evitar falsos positivos, más posibles a medida que la técnica se hacía más sensible y permitía detectar cantidades más pequeñas de veneno. Todo ello condujo a numerosas paradojas, falacias y controversias que moldearon la imagen del saber experto en los tribunales del siglo XIX.
Otro instrumento de vidrio, que también fue decisivo para revolucionar el análisis químico fue el Kaliapparat, introducido por Justus Liebig (1803-1873) en sus estudios pioneros acerca de la química orgánica en la década de 1830. Permitió disponer una forma estandarizada de medir las cantidades de elementos orgánicos más importantes: carbono, oxígeno e hidrógeno. A partir de estos datos cuantitativos, más o menos reproducibles y contrastables, y con cierto grado de imaginación creativa, se pudieron establecer las nuevas fórmulas químicas para muchos compuestos orgánicos, sin que por ello se evitara incertidumbres y controversias. Como el aparato de Marsh, era un método aparentemente sencillo que no implicaba una gran inversión económica en materiales y productos, aunque sí requería un fuerte entrenamiento en las técnicas del laboratorio. A través del contacto personal, o mediante la guía elaborada por Liebig, el Kaliapparat circuló con sorprendente rapidez a través de laboratorios de todo el mundo. Demostró ser suficientemente flexible para adaptarse a situaciones variopintas sin perder su identidad como instrumento de química. A pesar de todo, su circulación también estuvo rodeada de controversias y se produjeron numerosos problemas de replicación. Un equipo investigador norteamericano, dirigido por los historiadores Mel Usselman y Alan Rocke, replicó a principios del siglo XXI los experimentos de Liebig con el Kaliapparat encontraron importantes dificultades para reproducir sus resultados, tanto por los productos químicos como por los materiales empleados y las técnicas corporales implicadas. También es cierto que los resultados de la replicación fueron satisfactorios en muchos casos, lo que parece probar la potencial capacidad de circulación de este instrumento, tal y como se desprende de las fuentes del siglo XIX. Cuando en el siglo XX fue reemplazado en el laboratorio académico e industrial por otros instrumentos de análisis, el Kaliapparat continuó su recorrido en las aulas de química, en forma de prácticas de laboratorio, ejercicios de papel y pruebas de examen, todo ello mientras que su imagen estereotipada se transformaba en símbolo de algunas poderosas sociedades académicas.
Los problemas de reproducibilidad han sido todavía mayores cuando se ha tratado de replicar otros experimentos de esos años como la balanza de torsión de Coulomb, destinada a calcular la fuerza de atracción entre cargas eléctricas, o la máquina de Joule, diseñada para demostrar la identidad de calor y trabajo mecánico de James Joule. En estos dos últimos casos, y en muchos otros, las investigaciones históricas han llegado a la conclusión de que, además de la dificultad de encontrar materiales y productos de la época, para poder manejar adecuadamente estos aparatos (o, al menos, usarlos como lo hicieron los protagonistas históricos) se requiere disponer de saberes tácitos e implícitos, así de destrezas manuales y habilidades corporales. A pesar de estos problemas, algunos instrumentos de física, como la máquina de Joule, sirvieron de base para algunas de las investigaciones más importantes del siglo XIX, por ejemplo, las relacionadas con la conversión de los diferentes tipos de energía, o para establecer los principios de conservación que serían la base de la nueva termodinámica.
Otros instrumentos se emplearon en un contexto más didáctico con el fin de «probar» leyes de la física, tales como las relacionadas con la caída de cuerpos que pueden visualizarse con la famosa máquina de George Atwood (1745-1807). Fue introducida a finales del siglo XVIII como un instrumento de demostración pública, para defender la filosofía newtoniana frente a planteamientos inspirados en la obra de Gottfried Leibniz y su noción de «vis viva». Estas interpretaciones contrapuestas dieron lugar a experimentos como los de Willem Jacob’s Gravesande (1688-1742) que empleó arcilla y cera para estudiar los impactos de cuerpos en caída libre, de modo que sus resultados parecían reforzar los planteamientos de Leibniz. La máquina de Atwood, por el contrario, recogía los planteamientos newtonianos y permitía reproducir el experimento en demostraciones públicas para transformarlo en una fuente de diversión y de conversación erudita al servicio de la filosofía newtoniana. En manos de los fabricantes de instrumentos de la primera mitad del siglo XIX, la máquina de Atwood se transformó en un instrumento didáctico para la enseñanza reglada en los nuevos centros de enseñanza secundaria. Una vez olvidada la controversia en la que nació, la máquina de Atwood quedó convertida en un «teorema de latón», una expresión atribuida al filósofo francés Gaston Bachelard, quien debió manejar muchos otros en su paso por la enseñanza secundaria durante la primera mitad del siglo XX. Al igual que ocurrió con el Kaliapparat, el eudiómetro de Volta o la máquina de Atwood, muchos de estos objetos tridimensionales desaparecieron de las aulas en la segunda mitad del siglo XX para convertirse en problemas pautados, con resolución matemática y sin experimentación, que han sido la base de la evaluación de la enseñanza de las ciencias hasta la actualidad, tal y como apuntó ya Thomas S. Kuhn en sus obras.
Otro cambio importante en el siglo XIX fue el nacimiento de una auténtica industria de producción de instrumentos, tanto de demostración como de precisión. Con sus raíces en el siglo XVIII, durante la segunda mitad del XIX apareció una gran industria europea de producción de instrumentos que perduraría durante buena parte del siglo XX. Algunos de estos fabricantes comenzaron en la primera mitad del siglo en Francia a partir de talleres artesanales como los de Pixii, Dumotiez, Lerebours y Secretan, más o menos conectados con el mundo académico. Algunos de ellos se transformaron posteriormente en industrias que proveían de material científico a toda Europa, tanto a escuelas como centros de investigación. Muchas de estas industrias adquirieron un gran renombre en lo que a menudo se denomina la «edad de oro» de los instrumentos científicos: Henri Soleil, León Laurent, Emile Deyrolle (especializado en colecciones de anatomía e historia natural) en Francia; Max Kohl, Ernest Leybold, Fritz Köhler, o Florenz Sartorius (especializado en balanzas de precisión) o la firma irlandesa Grubb que se hizo famosa por sus instrumentos astronómicos de precisión.
Algunos de los anteriores fabricantes de instrumentos, por ejemplo Pixii, Lerebours o Kohl, inundaron los centros de enseñanza con aparatos que producían fenómenos sorprendentes y espectaculares, semejantes a los que llevaban demostradores del siglo XVIII, tales como George Atwood o François Bienvenu, mencionados anteriormente y en otro apartado. Recodemos que los demostradores hacían las delicias de sus públicos con nuevos instrumentos de la química neumática y los aparatos eléctricos mediante fricción que precedieron a la llegada de la pila de Volta. Las demostraciones públicas y espectaculares no desaparecieron en el siglo XIX, sino que convivieron con muchos otros tipos de experimentos, en el entorno de museos, ateneos y sesiones públicas. En estos espacios se desarrolló una cultura material propia, más o menos conectada con la existente en laboratorios de investigación, aulas de ciencias o grandes industrias, tal y como se verá con el siguiente ejemplo.
A finales del siglo XIX, uno de los fenómenos más sorprendentes era producido en los tubos de descarga de William Crookes (1832-1919). En estos tubos se colocaban cantidades pequeñas de gases diversos y se hacía pasar una corriente eléctrica de alto voltaje. Se observaban brillos y colores sorprendentes que fueron relacionados con un potencial cuarto estado de la materia que se denominó durante algún tiempo «materia radiante». Algunas personas de dentro y fuera del mundo académico llegaron incluso a asociarlos con fenómenos relacionados con el espiritismo, un asunto que atraía la atención del público a finales del siglo XIX. El propio Crookes se embarcó en tratar de investigar los fenómenos del espiritismo a partir de los fenómenos observados en sus instrumentos. No fue la única persona del mundo académico que lo hizo. A finales del siglo XIX, y siguiendo una tendencia de décadas anteriores, se produjeron frecuentes entre la ciencia académica y lo que ahora se llamaría «ciencias ocultas». Todo ello produjo una gran cantidad de situaciones más o menos sorprendentes y controvertidas que, en no pocas ocasiones, pusieron de manifiesto la inestabilidad de las fronteras de la ciencia legítima. Los tubos de Crookes circularon por estos territorios resbaladizos que conectaban diversas culturas de la experimentación, marcadas por diversos objetivos, técnicas, practicantes y públicos destinatarios. De este modo, mientras servía para animar los debates sobre el cuarto estado de la materia y sus conexiones con el más allá, un aparato como el tubo de Crookes pudo también servir de partida para las investigaciones experimentales que conducirían a los trabajos de Joseph J. Thomson (1856-1940) sobre las cargas eléctricas, las cuales acabarían siendo consideradas cruciales para el descubrimiento de la primera partícula subtatómica: el electrón. Por supuesto, estas investigaciones también estuvieron rodeadas de incertidumbres, dentro de un amplio margen de flexibilidad interpretativa, por lo que el proceso fue bastante más complejo de lo que habitualmente recogen las narraciones lineales y las miradas retrospectivas, tan frecuentes en los manuales de ciencias cuando se trata de la historia de la teoría atómica.
Muchos otros rayos misteriosos de finales del siglo XIX y XX también atrajeron la atención de los investigadores. Algunos de ellos, como los rayos N, descubiertos a principios del siglo XX por un investigador de Nancy (Francia), Prosper-René Blondlot,1849-1930, despertaron un enorme interés dentro y fuera del mundo académico, pero fueron posteriormente descartados como errores experimentales o sesgos en la interpretación. Otros, como los sorprendentes rayos X, descubiertos por Wilhem Röntgen, permitían visualizar el interior de objetos opacos. Pronto fueron empleados en el diagnóstico médico y renovaron la cultura visual de la medicina, así como los métodos diagnósticos de lesiones óseas que, por su parte, sirvieron también para poner en cuestión determinadas prácticas quirúrgicas, tanto en academias como en tribunales. Mientras que los rayos N fueron pronto olvidados, los rayos X seguirían su camino por diversas disciplinas académicas, desde la medicina hasta la física nuclear y la química, y se desarrollaron nuevas aplicaciones en el terreno de la industria y la agricultura. Por ejemplo, la posibilidad de irradiar semillas para provocar mutaciones abrió nuevas fronteras en la producción de nuevas variedades, con impredecibles consecuencias a corto y largo plazo. Además, los otrora misteriosos rayos de Röntgen pasaron a formar parte de la cultura popular a través de relatos y películas como El hombre con visión de rayos X de Roger Corman.
En el terreno de la ciencia los rayos X fueron el punto de partida de nuevas investigaciones sobre la estructura atómica que llevarían a los estudios sobre la radioactividad de las sales de uranio (por parte de autores Henri Becquerel) y al descubrimiento del radio por Pierre y Marie Curie. La radioactividad presentaba muchas incertidumbres y retos porque, entre otras cuestiones, cuestionaba el principio de conservación de la energía sobre el que se fundamentó la física del siglo XIX. También abrió la puerta a la producción de una serie de fenómenos nuevos que sirvieron para transformar la física de principios del siglo XX. Maria Skłodowska Curie (1867-1934) desarrollaría estas investigaciones tras la muerte de su marido hasta convertirse en la única mujer con dos premios nobel de física y química. En el primer tercio del siglo XX, sus trabajos permitieron el desarrollo de toda una industria de aplicaciones de la radioactividad en la medicina y en la agricultura.
El uso del radio y de la radioactividad se extendió en muchas áreas de la medicina y también en agricultura. Su fama hizo que se anunciara su presencia incluso en pomadas de belleza o en aguas minerales con sales radioactivas. Hoy resultan muy sorprendentes los anuncios de productos cosméticos o terapéuticos que utilizan los poderes del radio como reclamo. Hay que tener en cuenta que se publicaron antes de que comenzarán a conocerse los peligrosos efectos de la radioactividad sobre la salud humana. El hallazgo de estos riesgos fue un proceso complicado que estuvo marcado por muchas dificultades para probar y la negación de estos efectos perniciosos por parte de los responsables de las industrias que empleaban sales radioactivas. La confirmación de los riesgos para la salud, junto con el uso bélico de la energía nuclear que se abrió en 1945, cambió completamente la percepción pública de estas investigaciones.
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
Cómo citar este artículo:
Bertomeu Sánchez, José Ramón. El nacimiento de la industria de precisión. Sabers en acció, 2021-01-11. https://sabersenaccio.iec.cat/es/el-nacimiento-de-la-industria-de-precision/.
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