—Nervios, género y modernidad a finales del siglo XIX.—
En 1869, el neurólogo neoyorkino George Miller Beard (1839-1883) describió ante la American Medical Association una nueva enfermedad: la neurastenia. Acuñó esta expresión a partir de raíces griegas que sugieren una dolencia producida por “falta de fuerza nerviosa”. Esta condición era considerada como resultado del exceso de trabajo intelectual y afectaba principalmente a personas dedicadas a profesiones liberales, como abogados, banqueros y médicos. Estaba caracterizada por la debilidad y el agotamiento físico y mental, que se manifestaban en síntomas como el insomnio, los dolores de cabeza, los trastornos digestivos y sexuales, las ideas obsesivas, las fobias y la incapacidad de fijar la atención y de tomar decisiones.
Beard reconocía que la enfermedad siempre había existido, pero señalaba que su incidencia había aumentado de manera significativa en los años antes de su charla de 1869. Este aumento no era ninguna casualidad. Beard explicó en sus obras –A medical treatise on nervous exhaustion (neurastenia) (1880) y American Nervousness: its causes and consequences (1881)– que la neurastenia era el resultado de la civilización moderna surgida de cuatro transformaciones principales: (a) las nuevas tecnologías de la comunicación, que permitían el intercambio rápido de noticias y de mensajes; (b) las máquinas de vapor, que conectaban distintas partes del país a través de los sistemas ferroviarios; (c) el desarrollo de las ciencias; y (d) la educación de las mujeres, que les permitía salir del ámbito privado y doméstico y ocupar el espacio público, simbolizando los avances sociales. Para Beard, estas características de la civilización moderna se encontraban especialmente en Estados Unidos, donde los casos de neurastenia superaban con creces los de otras naciones.
La asociación entre neurastenia y civilización moderna dotó a la enfermedad de un gran significado cultural. Llegó a recibir el apodo de “la enfermedad del siglo” y se convirtió en un auténtico marcador de la vida moderna estadounidense. En aquel momento, el país estaba viviendo un crecimiento económico e industrial sin precedentes, en una época denominada “la Edad Dorada” (the Gilded Age). Las grandes ciudades como Nueva York, con sus rascacielos, sus tranvías, sus grandes almacenes y su electrificación, eran el símbolo de este crecimiento. En las grandes urbes emergieron nuevas profesiones como los especuladores de bolsa, aumentaron los salarios y proliferó la migración desde las zonas rurales. Todo parecía posible.
La neurastenia –una enfermedad que afectaba principalmente a la clase burguesa y urbana– apareció en este contexto de progreso, conseguido gracias al trabajo intelectual. Enfermar no era deseable, pero sí un marcador más de los avances –aparentemente imparables– de la nueva civilización estadounidense. El diagnóstico servía, por lo tanto, como una señal de virtud y una forma de naturalizar la jerarquía social que colocaba al hombre burgués y urbanita en la cima como el máximo responsable del progreso de la sociedad.
Para explicar los mecanismos de la enfermedad, Beard utilizó metáforas de la modernidad: comparaba el cuerpo humano con una cuenta corriente o con una pila eléctrica. A lo largo del día, la energía –representada por el dinero o por la electricidad– se iba gastando en diversas tareas. La neurastenia aparecía cuando había un déficit de energía, es decir, cuando la cuenta corriente se quedaba en números rojos o cuando la batería se quedaba sin carga eléctrica. La comparación no solo servía para ilustrar los efectos de la patología, sino también para concebir tanto la enfermedad como el cuerpo humano en los términos económicos y tecnológicos característicos de la modernidad.
Este planteamiento general también se reflejó en los tratamientos sugeridos contra la neurastenia. Se aconsejaban dietas, reposo y viajes fuera de la ciudad, para poder desconectar de la sobreestimulación que efectuaban sobre el sistema nervioso. Los balnearios se convirtieron en un típico destino para los neurasténicos que buscaban un descanso de sus vidas ajetreadas, así como los viajes por Europa. Para los que no tenían tantos recursos económicos, proliferaron los tónicos para vigorizar el sistema nervioso y los libros dedicados a dar consejos, como la obra Wear and Tear, or Hints for the Overworked (1871) del neurólogo Silas Weir Mitchell. La electroterapia –especialidad a la que se dedicaba Beard– también era una forma popular de recargar el sistema nervioso. El mercado ofrecía toda una serie de aparatos supuestamente cargados de electricidad, desde cinturones hasta peines, que prometían fortalecer el sistema nervioso y recuperar la salud. De esta manera, la gestión de la enfermedad también sirvió para determinar los ideales de salud y de masculinidad: el buen sujeto moderno debía ser capaz de gestionar su energía, mostrando fuerza de voluntad para poder tomar acción frente a la amenaza de la modernidad, y así poder garantizar el progreso.
La neurastenia servía, por lo tanto, para definir no solo los parámetros de salud, sino también nuevas formas de ser moderno, con una marcada diferencia de género. Su diagnóstico y tratamiento entre mujeres blancas burguesas en EE. UU. es un claro ejemplo de ello. Se ha visto antes en el punto (d) que uno de los rasgos de la civilización moderna según Beard consistió en el auge de la mujer moderna estadounidense, educada e independiente. Este ideal cobró su máxima expresión en la figura de la “chica Gibson” (the Gibson Girl), representada como una joven soltera, artista, deportista y vestida a la última moda. La chica Gibson surgió como crítica a la figura de la mujer burguesa victoriana, restringida al espacio doméstico y cohibida en la expresión de su personalidad y sus deseos.
Las mujeres victorianas de clase media-alta eran las que típicamente más padecían de neurastenia, hasta el punto que Mitchell –el autor de Wear and Tear– creó todo un sistema de tratamiento dirigido a ellas para fortalecer el sistema nervioso y circulatorio. La denominada “cura del reposo” (the rest cure) consistía en la limitación de todo tipo de actividad física y mental de la paciente, la cual tenía que pasar postrada y aislada de su entorno entre seis y ocho semanas. Todas sus funciones quedaban a cargo de un médico o una enfermera que se dedicaba a ella día y noche, alimentándola con una dieta especial, bañándola y aplicándole tratamientos como la electroterapia y los masajes, todo ello para fortalecer las funciones del cuerpo desde el exterior, sin que ella tuviera que realizar ningún tipo de esfuerzo. A lo largo de varias semanas, la paciente iba recuperando el dominio de su cuerpo y aumentando poco a poco la actividad.
El tratamiento de Mitchell tuvo una importante repercusión en el ámbito médico, fue exportado a Inglaterra y aplicado a mujeres burguesas. Para muchas de ellas, la terapia sirvió para distanciarse de sus responsabilidades domésticas por un tiempo y salir del rol opresivo que les imponía la sociedad como madre y ama de casa. Sin embargo, para otras, el tratamiento produjo un empeoramiento de los síntomas de la neurastenia y estuvieron a punto de ser internadas en un manicomio. Tal fue la experiencia de la escritora sufragista Charlotte Perkins Gilman, que narró su vivencia en un cuento corto titulado “El papel pintado amarillo” (“The Yellow Wallpaper”) y publicado en 1891 en la revista literaria The New England Magazine. Tras dar a luz a su hija, la autora enfermó con neurastenia y recurrió a Mitchell para tratar su condición. Los resultados fueron desastrosos: la reclusión y la limitación absoluta de la escritura y la actividad mental la llevaron al borde de la locura y solamente se pudo recuperar al romper con las restricciones impuestas por el médico y denunciar el tratamiento a través de su cuento.
Las distintas respuestas a la cura del reposo, así como las actitudes hacia la actividad intelectual de las mujeres, son indicativos de la ambigüedad que siempre caracterizó al diagnóstico. Esto también se reflejaba en la recepción internacional hacia la enfermedad. No todo el mundo estaba de acuerdo con la idea de que la neurastenia era un marcador positivo de una modernidad avanzada y, menos aún, de que el culmen de esta era la civilización estadounidense. La enfermedad servía para criticar el estilo de vida burgués, caracterizado por el exceso y el lujo, en un periodo en el que las revueltas sociales de obreros, la inmigración y la pobreza eran el pan de cada día.
En este sentido, el final del siglo XIX estuvo marcado por un discurso transnacional preocupado por la degeneración y por la pugna entre países por presentarse como los más civilizados. Cada nación establecía sus propios marcadores de en qué consistía la civilización, utilizándolos como forma de ensalzar las cualidades propias consideradas virtuosas, al mismo tiempo que se condenaban las ajenas. Médicos de países como España y Francia argumentaron que la neurastenia era una señal de la ambición desmedida que caracterizaba la sociedad estadounidense. Tratamientos como la cura del reposo servían como un ejemplo más de las prácticas salvajes realizadas en EE. UU. y rechazadas en los países realmente civilizados. En estos contextos, la supuesta baja incidencia de la neurastenia servía, por lo tanto, como una forma de demostrar que estos países no padecían de una mala modernidad, sino que aún se podía gozar de una vida plena, a pesar de no disponer de los avances económicos e industriales de EE. UU.
Sin embargo, a pesar de estas críticas, la neurastenia se popularizó en muchos países con el cambio del siglo XIX al XX. El diagnóstico y sus tratamientos operaron como un elemento clave en los discursos y prácticas en torno a la vida moderna y actuaron como puente entre los valores tradicionales y los cambios que se avecinaban en contextos tan variados como España, Rusia y Japón. Asociada con el progreso y los roles sociales de hombres y mujeres burgueses, sirvió para establecer los parámetros entre salud y enfermedad, así como los roles sociales y la identidad nacional mucho más allá de EE. UU. La denominada enfermedad del siglo fue, ante todo, una respuesta a la amenaza y a la promesa de la modernidad, y una forma de generar nuevas identidades frente a un mundo caracterizado tanto por la incertidumbre como por la posibilidad.
Violeta Ruiz Cuenca
IMF-CSIC
Cómo citar este artículo:
Ruiz Cuenca, Violeta. Neurastenia: la enfermedad del siglo. Sabers en acció, 2024-05-08. https://sabersenaccio.iec.cat/es/neurastenia-la-enfermedad-del-siglo/.
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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Estudios
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Fuentes
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Páginas de internet y otros recursos
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