—Libros, cartas y las primeras revistas científicas fueron los soportes materiales de la circulación del saber entre las élites europeas y coloniales partícipes de la República de las Letras.—
Aunque no de una manera inmediata y, por supuesto, sin reemplazar ni dejar obsoleta la cultura del manuscrito, la aparición del libro impreso en caracteres móviles a mediados del siglo XV supuso una notable transformación del sistema de circulación y comunicación de los saberes propios de la cultura escrita. A medio y largo plazo, la imprenta modificó la relación entre texto e imagen, la fiabilidad otorgada a la reproducción mecánica de ambos y, en última instancia, permitió que los saberes de los que esos instrumentos eran soporte estuvieran al alcance de públicos cada vez más amplios y bajo una forma idéntica.
No se trataba sólo de intercambiar información escrita, fuera impresa o manuscrita, claro. Se trataba de mucho más. En primer lugar, porque en los libros y en las cartas, además de la palabra escrita, viajaban imágenes. En segundo lugar, porque junto a las cartas y los libros viajaban por una red que llegaba más allá de Europa, de uno y otro lado del Atlántico, del Índico o del Pacífico: materiales botánicos, zoológicos o geológicos de toda clase; resultados de observaciones astronómicas, geográficas o meteorológicas; figuras, modelos y preparaciones anatómicas; instrumentos y aparatos indispensables para todas esas observaciones y para la experimentación en química o física; y un largo etcétera de materiales que eran el mejor soporte para los nuevos conocimientos, aunque estos no se expresaran en un texto escrito o tardaran en circular en letras de molde.
Así pues, sería un error considerar por separado manuscritos e impresos, como si se ubicaran en culturas diferentes o en regímenes de saber distintos. Basta considerar cómo los textos impresos y los manuscritos se relacionaban continuamente entre sí y entraban en relación con el resto de objetos, espacios y prácticas que configuraron la cultura científica de esa época. El nexo más evidente y original de esa relación es el intercambio epistolar. La carta era el elemento sine qua non para que todos esos materiales –libros incluidos– circulasen y comunicasen el saber que transportaban. Escribir cartas implicaba necesariamente enviarlas, leerlas y contestarlas. Como escribir libros comportaba publicarlos e intercambiarlos con otros autores. En realidad, las dos cosas se entremezclaban a menudo: se escribían cartas que, una vez tras otra, trataban de libros (para comentarlos, solicitarlos, criticarlos, regalarlos) y se publicaban libros que trataban de cómo escribir cartas o que, en muchos casos, eran un compendio de cartas. La publicación de epistolarios, que arranca de los humanistas del Renacimiento, adquiere una especial significación y su indudable éxito editorial en temas como las consultas médicas, las discusiones matemáticas o astronómicas o los debates filosóficos. Un erudito en su gabinete esgrimiendo la pluma para contestar a un colega no puede evitar pensar en que quizá ya no está escribiendo sólo para su corresponsal, sino para una audiencia potencial mucho mayor, pues la carta puede acabar siendo publicada en letra impresa. La «carta filosófica», como se la llegó a llamar, fue vehículo privilegiado de comunicación entre los eruditos, los estudiosos o los coleccionistas interesados en los secretos de la naturaleza.
La que entonces se autodefinía como “República de las Letras” imponía unos modos diferentes para crear un ambiente cultural que ya no dependiera tanto de las tres esferas en las que hasta entonces se había movido la cultura científica: la cortesana, la universitaria y la clerical. Diversos autores, en diferentes lugares de Europa, se hicieron eco con extraordinaria rapidez de la aparición de nuevas obras a través de cartas y envíos de libros; por encima de lealtades confesionales, dinásticas o territoriales todos ellos consensuaban un espacio común en el que el saber y la discusión sobre él debían reinar sin trabas. Las circunstancias, motivos y significados de la publicación de los libros científicos, la misma geografía de su edición y circulación, la consideración y repercusión en los lectores se transformaron en la segunda mitad del siglo XVII. Naturalmente, había una considerable carga de representación ideal en esa imagen de un espacio virtual (que no digital) europeo dedicado exclusivamente al cultivo del saber y movido por el altruismo de la cooperación. Pero toda representación acaba por tener efectos sobre la realidad que trata de representar.
La cultura científica, entonces como ahora, era el resultado de un conjunto muy diverso de prácticas. La ciencia no es una entelequia en el vacío: es cultura material. Este hecho fue más evidente que nunca en el período analizado y el libro científico lo reflejó de una manera extraordinariamente eficaz. Basta evocar algunos ejemplos como Les Fortifications (1628) de Antoine Deville (1596-1657), el Traité de la chymie (1676) de Christophe Glasser (1615-1672 ca.), la Adenographia (1696) de Anton Nuck (1650-1692) o la obra médico quirúrgica (1701) de Steven Blankaart (1650-1702), entre otros, para percibir con claridad la materialidad de esa cultura, de todo el acompañamiento de imágenes, instrumentos y objetos que la ciencia llevaba consigo. La nueva filosofía experimental, las consideraciones epistemológicas y metodológicas, de raíz baconiana o cartesiana, que le eran propias, la defensa de la libertad de filosofar, del impulso humano a «la inquisición de la verdad» como objetivo del nuevo filósofo nacido en la República de las Letras: todo eso se consolidó y triunfó porque por debajo hubo una sólida transformación de las prácticas culturales en torno al texto escrito y, sobre todo, en torno al libro impreso. Puede ser, desde luego, que la llamada «revolución de la imprenta» sobre la que hace cuarenta años discutían Elizabeth Eisenstein y sus contradictores, no fuera tal revolución en el preciso momento del surgimiento de ese adelanto técnico, a finales del siglo XV; pero no hay duda de que, visto desde la perspectiva de dos siglos más tarde, la imprenta acabó produciendo un nuevo orden cultural, dentro del cual los manuscritos siguieron teniendo un peso considerable, desde recetarios hasta cuadernos de laboratorio, pasando por diarios de viaje o dibujos realizados en el campo o junto al microscopio.
El surgimiento de las revistas científicas fue otra novedad importante dentro de las transformaciones en el mundo del saber provocadas por el libro impreso. No es una afirmación contradictoria, pese a lo que pueda parecer a primera vista. Primero porque, desde el punto de vista material, esas primeras revistas científicas eran formalmente libros. Después porque, en esencia, las revistas científicas de entonces trataban de libros. Ya lo decían los fundadores de la primera de todas ellas, el Journal des Sçavants, cuando presentaban al público el primer número, aparecido en 1665: «El objetivo de esta revista es el de dar a conocer lo que pasa en la República de las Letras y se compondrá en primer lugar de un catálogo preciso de los principales libros que se imprimen en Europa». El Journal des Sçavants desde París, las Philosophical Transactions desde Londres (iniciadas también en 1665), el Giornale dei Letterati desde Roma (inaugurado en 1668), las Acta Eruditorum desde Leipzig (que comienzan a publicarse en 1682) nacieron, sobre todo, como revistas de libros, es decir, como vehículos de información sobre lo publicado en cualquier punto de esa geografía teóricamente sin fronteras que era la República de las Letras.
El mapa de esa geografía abarcaba así una malla de ciudades localizadas a lo largo y ancho del continente, de sus islas adyacentes, llegando incluso a enclaves en otros continentes dominados colonialmente por las respectivas metrópolis europeas. Pero, en el trazado interior de esas ciudades, el libro científico se inmiscuía en muy diversos ámbitos, tanto públicos, como semipúblicos o privados. En la geografía urbana, nuevos lugares se erigían en espacios de la circulación del libro, la carta o la revista científica: los salones aristocráticos, las salas de las academias y sociedades, los gabinetes de curiosidades, los jardines y los teatros, a los que no más tarde se sumarían las chocolaterías, los salones de té y los cafés. Fueron lugares que, como se podrá comprobar en otros apartados de Saberes en acción, constituyeron auténticos espacios de ciencia.
José Pardo Tomás
IMF-CSIC
Cómo citar este artículo:
Pardo Tomás, José. Saberes en circulación: cartas, libros y revistas. Sabers en acció, 2020-12-07. https://sabersenaccio.iec.cat/es/saberes-en-circulacion-cartas-libros-y-revistas/.
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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