—Un instrumento controvertido en el establecimiento de estándares de calidad para los alimentos.—
Las adulteraciones de alimentos se hicieron muy habituales en las sociedades industriales de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Higienistas, periodistas, líderes obreros, productores y comerciantes, entre otros, se hicieron eco de este incremento del fraude y presionaron de formas diversas para que se implementaran nuevos controles sobre la calidad y seguridad de los alimentos. En las últimas décadas del siglo XIX empezaron a aprobarse nuevas regulaciones que establecían los parámetros que tenían que respetarse para que un alimento fuera considerado apto para el consumo y se pusieron en marcha nuevos servicios de represión de fraudes. El establecimiento de estos servicios supuso la creación de nuevos laboratorios químicos municipales en muchas de las grandes ciudades de Europa y de otros lugares.
Podemos encontrar uno de los detonantes de la creación de estos laboratorios químicos municipales en el congreso internacional de higiene y demografía que se celebró en Bruselas en 1876. En aquella ocasión, adquirió especial protagonismo el laboratorio químico que estaba funcionando en aquella ciudad, y en la siguiente edición de este congreso, que tendría lugar en París en 1878, se tomó la decisión de exportar este modelo de laboratorio a muchas otras ciudades. A partir de aquel momento, y sobre todo en la década de 1880, se crearon muchos de estos laboratorios en las principales ciudades de los estados francés, español, italiano, portugués, etc. Con ellos se implementó un control químico de la calidad de los alimentos que tendría que servir para hacer frente al notable incremento de adulteraciones. La consolidación de este control químico se dio a la vez que se hacía efectivo un proceso de estandarización de alimentos y métodos de análisis. Se establecía así una concepción de la calidad y seguridad alimentaria por la cual tendrían que velar nuevos servicios de control que incluían expertos, instrumentos y métodos de análisis que, si no eran siempre nuevos, sí que adquirieron entonces un protagonismo como no habían tenido antes.
Los métodos instrumentales empleados en aquel contexto para determinar si los alimentos eran aptos para ser comercializados o si habían sido adulterados no siempre fueron plenamente aceptados por las partes implicadas en los controles. Algunos de los instrumentos más empleados, como los areómetros o densímetros, generaron intensos debates.
Los areómetros habían sido empleados durante siglos. Sabemos, por ejemplo, que ya Robert Boyle realizó importantes experiencias con estos densímetros en el siglo XVII, mientras que a finales del siglo XVIII se crearon muchos modelos diferentes de estos instrumentos y esto generó las consiguientes disputas sobre la superioridad de uno u otro modelo. Estas disputas se dieron a muchos niveles, tanto en su aplicación al control del fraude comercial como en las altas instancias de la ciencia del momento, como fue el caso de la Academia de Ciencias de París. Y a menudo implicaron, entre otros, a los principales científicos en activo, como el mismo Antoine Lavoisier.
Con los areómetros se podía (y se puede) realizar la medida de la densidad de un líquido en aplicación del principio de Arquímedes. Su producción y su calibración comportaban ciertas dificultades, pero, una vez validado, el areómetro era, en general, de muy fácil uso. Ha sido por esta razón un instrumento especialmente atractivo para la inspección de alimentos y, de hecho, su rol en la regulación de los mercados del vino y de las aguas minerales ya fue muy importante para que se diera el intenso desarrollo de la areometría de finales del siglo XVIII. Cuando en el siglo XIX se establecieron los nuevos servicios de represión de fraudes, la circulación de estos areómetros todavía fue más notable y se integraron exitosamente en las tareas de inspección.
A pesar de que sus usos fueran muy diversos, a finales del siglo XIX los areómetros fueron especialmente importantes en la inspección de vinos y de leche (dos de los alimentos más inspeccionados y analizados por los laboratorios municipales). Tanto en un caso como en el otro, se consideró que la medida que podía ofrecer el areómetro podría combatir una de las adulteraciones más habituales, la adición de agua. Esta agua alteraría la medida normal de densidad y así con el areómetro se evidenciaría la práctica fraudulenta. Aun así, este planteamiento recibió fuertes críticas por parte de muchos de los autores de los manuales de análisis de alimentos de aquel periodo.
Algunos de los autores criticaron el uso del areómetro en el control de calidad por asumir unos valores estándares de densidad que eran incompatibles con las variaciones propias de un producto natural. La leche, por ejemplo, tendría más o menos grasa dependiendo de factores múltiples como el tipo de vaca que la producía, la alimentación que recibían estas, la época del año, etc. Las oscilaciones en las medidas de la densidad podían ser producto de estos cambios naturales y no de prácticas fraudulentas. Por otro lado, fijar un espectro amplio de densidades aceptables podía promover la adición de agua por parte de los productores de las leches más ricas en materia grasa. Los autores de aquellos manuales también se hacían eco de la creciente sofisticación de las prácticas de adulteración. Si inicialmente se añadía agua a la leche para obtener un margen de beneficio mayor, después trataría de ocultarse esta primera adulteración con una segunda, como por ejemplo la adición de materias azucaradas o feculentas. Así la variación de la densidad quedaba compensada y hacía inservible el areómetro como método de detección del fraude.
La facilidad con la cual se transportaban y utilizaban los areómetros permitió que, pese a las críticas, continuaran en uso. Las carencias de los instrumentos alternativos, como por ejemplo el lactoscopio de Donné o el cremómetro, tampoco contribuyeron a su sustitución. Así, una vez constatadas las importantes deficiencias de las medidas obtenidas por los areómetros, estas se invisibilizaron y continuaron inspeccionándose vinos, leches y otros alimentos con estos instrumentos y sus medidas fundamentaron sanciones y sustituyeron otros controles organolépticos.
Con el establecimiento de los nuevos servicios de represión de fraudes a finales del siglo XIX, se sustituyeron unos controles organolépticos que, a pesar de no aplicarse de manera tan sistemática, habían tenido su papel durante décadas, o incluso siglos. Estos controles sensoriales, y sobre todo aquellos que los habían aplicado con mayor pericia, quedarían entonces devaluados y apartados, respectivamente, en favor de los nuevos métodos químicos e instrumentales aplicados por los nuevos expertos en control de calidad de los alimentos. Sin embargo, esta transición se dio de manera más controvertida de lo que a priori podríamos pensar.
Los laboratorios municipales y sus reducidos servicios de inspección (que, por reducidos, a menudo constituyeron el auténtico cuello de botella en los controles de alimentos), se dotaron de un personal que o bien tenía formación química y médica (farmacéuticos y médicos fundamentalmente) o no tenía ninguna formación específica. No se hizo ningún esfuerzo para integrar en la inspección a aquellos que por su proximidad a la producción de uno u otro alimento tenían la capacidad para determinar la calidad de una muestra en base a su sabor, olor o aspecto general, entre otros. De hecho, se legisló en contra de la integración de estos expertos por ser parte interesada en el ejercicio de sus actividades de inspección. Así ocurrió, por ejemplo, en 1915 cuando se aprobó en el estado español una Real Orden que prohibía la participación de los productores de vino en la inspección de este producto para así evitar la parcialidad claramente interesada con la que algunos habían desarrollado esta actividad.
Ciertamente, la integración de estos expertos podía dar lugar a prácticas más guiadas a dificultar el progreso de los competidores comerciales que a determinar correctamente la calidad de los alimentos. Pero estos riesgos tampoco eran inexistentes cuando las inspecciones las realizaban operarios independientes pero condicionados por otras motivaciones profesionales (como, por ejemplo, la de simplificar al máximo los análisis asociando la calidad a parámetros que fueran rápidos y fáciles de medir para ellos). Los nuevos servicios de represión quedaron en ocasiones al descubierto por su incapacidad para integrar estos conocimientos organolépticos. Así ocurrió en numerosas ocasiones a pesar de que los autores coetáneos a menudo no hicieron esta lectura de aquellos episodios y la problematización del control químico no llevó a la revalorización del análisis organoléptico. Éste fue el caso, por ejemplo, de la controversia generada en Barcelona a principios del siglo XX sobre la efectividad del laboratorio municipal.
En 1919, algunos concejales del Ayuntamiento de Barcelona, atendiendo a unas supuestas denuncias, intentaron averiguar si el servicio de análisis químico de alimentos del laboratorio municipal cumplía sus funciones correctamente. Para poner a prueba el laboratorio, los concejales enviaron unas muestras adulteradas de vino y de aceite. Al llevarse a cabo los análisis, el aceite fue catalogado de adulterado mientras que el vino fue considerado apto para el consumo. Este error que se dio en la identificación del vino adulterado finalmente comportó la sanción del perito que había desarrollado el análisis de la muestra. Aun así, un análisis detallado del episodio evidencia un problema mucho más de fondo que la inoperancia de un perito. La adulteración del aceite pudo detectarse por ser una de las habituales en este producto, pero el vino fue adulterado añadiendo orina. Entre los pocos parámetros incluidos en la determinación química de la calidad de los vinos en los laboratorios, no había ninguno aplicable a los componentes que se podían encontrar en la orina y por tanto aquel vino adulterado pudo superar los controles. Un análisis sensorial del vino por uno de aquellos expertos tradicionales, como eran los productores de vino, sin duda hubiera sido más eficaz en la detección de la adulteración.
La superioridad del control químico sobre el control organoléptico no fue siempre evidente y en todo caso resulta sorprendente que no se optara por integrar lo mejor de una y otra aproximación en el control de calidad de los alimentos. La imposición del control químico no se puede explicar únicamente por la creciente aparición de adulteraciones más sofisticadas y complicadas de detectar a través de los métodos organolépticos tradicionales. Episodios como los relatados nos muestran algunas de las carencias de aquellos métodos de control fundamentados en el análisis químico y la estandarización de los criterios de evaluación de la calidad de los alimentos. Así, para entender la imposición de esta aproximación no podemos perder de vista muchos otros elementos, como por ejemplo: la exitosa institucionalización y profesionalización de la química a lo largo del siglo XIX; su capacidad para generar una imagen de superioridad a través de una asimetría creciente entre la capacidad de comprensión que expertos químicos y organolépticos tendrían, respectivamente, de los conceptos, instrumentos y espacios de los otros; o la emergencia y consolidación de un nuevo higienismo experimental. Las razones para que se diera aquella transición fueron múltiples, pero vistas en perspectiva no permiten concebir aquella transición como la única posible y lógica en un camino de progreso continuo. La creciente recuperación de evaluaciones sensoriales de algunos alimentos que ha ido dándose en las últimas décadas puede ser buena prueba de esta evolución compleja y a menudo multidireccional de las ciencias de la alimentación.
Ximo Guillem Llobat
IILP-UV
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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