—El espacio doméstico como territorio para pensar las contribuciones de las mujeres y las cuestiones de género.—
Los hogares son espacios de conocimiento. En ellos se han preparado y se preparan alimentos y medicinas, también se han contado, aprendido, practicado y registrado recetas, se han diseccionado y preservado animales y plantas y se han creado y perfeccionado utensilios, aperos e instrumentos científicos. Sin embargo, los espacios domésticos han sido conceptualizados y entendidos en la cultura patriarcal solamente como lugares para los cuidados y los afectos, tareas consideradas inferiores, asignadas a las mujeres y subordinadas a las masculinas.
A lo largo de los siglos, la producción de algunos bienes, saberes y cuidados salió de los hogares y favoreció la consolidación de ese afuera, reservado a los hombres, como espacio único de conocimiento. A las universidades se sumaron en los siglos XVI y XVII jardines botánicos, teatros anatómicos, gabinetes de historia natural y sociedades científicas. El siglo XVIII añadió los laboratorios institucionales y, en el siguiente, se consolidaron espacios académicos generadores de autoridad y conocimiento como reservorios únicos de actividades y experiencias científicas que la historiografía ha mostrado como masculinas, es decir, desempeñadas o dirigidas por hombres en las jerarquías de la epistemología de su tiempo. Al mismo tiempo, la barrera levantada entre el interior y el exterior del espacio doméstico reforzó el orden jerárquico de las actividades y los saberes que allí se hospedaban. Las actividades domésticas rara vez se consideran “científicas” y casi nunca se engloban en la misma categoría que las producidas fuera, especialmente si las realizan las mujeres.
Los estudios feministas han revelado los hogares también como lugares de aprendizaje, de sanación y de experimentación, así como de lucha política. Han mostrado además el carácter artificioso de la frontera entre el trabajo doméstico y los cuidados del trabajo artesano, intelectual y de experiencia científica. Cuando se tiene en cuenta el espacio familiar como generador de saberes, se hace visible la diversidad de lugares donde se produce y se pone en valor la producción colectiva fuera de las instituciones científicas, una producción generalmente ignorada por la modernidad y oculta tras sus templos de saber y autoridad. El valor de esta producción está atestiguada en libros de recetas, intercambios epistolares entre mujeres y relatos de quienes presenciaron en sus casas actividades científicas y artesanas. Las fronteras que diferencian a quienes se nombra como “profesionales”, casi siempre hombres, de quienes se consideran “ayudantes”, casi siempre mujeres, formadas o no, niñas y niños, también se diluyen y muestran la heterogeneidad de conocimientos y destrezas de esa colectividad, así como la autoridad masculina que ha pretendido someterla. La autoría y la autoridad de las mujeres no ha trascendido en la historiografía, en parte por considerarse masculinas ambas cualidades. El debate feminista que se ha ocupado de las ciencias y el género ha discutido sobre el significado que las propias mujeres atribuyen a su autoridad y poder dentro y fuera de los hogares.
Como ha sucedido con las ciencias, los saberes, los experimentos y los instrumentos, los grupos familiares han cambiado con el acceso a las instituciones educativas, a la cultura y al patrimonio. De la cocina al laboratorio, a lo largo de los tiempos, el hogar extendió sus sedes y repartió tareas que incluyen las ciencias, las tecnologías y la salud, reparto especialmente visible en el caso de las parejas científicas. En ese trayecto las mujeres han sido sucesivamente naturalizadas y desnaturalizadas, sus derechos regulados y desregulados, sus trabajos, mantenidos unos y cambiados otros, siempre permaneciendo en los márgenes del reconocimiento historiográfico. En un ejercicio de recuperación, la afirmación de la diferencia entre los trabajos desempeñados por las mujeres y los hombres dentro y fuera de los hogares ha ido en paralelo a la reivindicación de la igualdad para ejercerlos.
En ese trayecto, la experiencia experimental se convirtió en la extensión del orden patriarcal. Astrónomas, botánicas, entomólogas y criadoras de animales y plantas han realizado trabajos no reconocidos, en sus propiedades o en espacios ajenos, con las mujeres de su familia y de sus círculos sociales, con sus maridos y su prole o en solitario, ocultas tras familiares o supervisores varones que sí recibieron reconocimiento. Las jerarquías de poder se reflejan en la estructura visible de los grupos de investigación formados casi siempre por un director (el primer autor de los resultados de las investigaciones), discípulos (mayoritariamente hombres) y auxiliares (muchas mujeres que, a menudo, trabajaron sin salario bajo un doble ocultamiento, en los registros salariales y en la actividad desempeñada). El grupo familiar se replica en los espacios académicos y esta estructura se refuerza en los hogares. La presencia de las mujeres en instituciones y en hogares generó lo que Marsha Richmond y Don Opitz han denominado “domesticación”, entendida esta expresión en su doble acepción de organización familiar y doma de los experimentos.
Los hogares se constituyen de esta forma en reservorios del patrimonio familiar y, a la vez, en fuentes para el estudio de las mujeres y del género en la historia de saberes y prácticas científicas y médicas. Esos espacios contienen objetos cotidianos y domésticos y productos resultantes de las actividades de quienes los habitaron: instrumentos científicos, cartas, fotografías profesionales y distinciones, cuando se trataba de científicos. Los materiales que elaboraron ellas -cuadernos de laboratorio y de campo, colecciones entomológicas, herbarios e instrumentos científicos- rara vez se archivan en repositorios institucionales. Conservados en sus hogares y en los de su descendencia, dentro de geografías y temporalidades familiares, estos materiales son herramientas que permiten localizar a las mujeres y sus actividades y hacer visibles sus prácticas, dentro y fuera de ellos. Esas fuentes y sus localizaciones sugieren lo afectivo como agente de conocimiento y evocan los espacios de producción del saber como espacios híbridos.
A lo largo de los siglos, muchas mujeres desarrollaron sus carreras científicas junto a colegas de profesión con los que algunas se casaron. Esta estrategia, que hacía compatibles sus intereses personales, profesionales y familiares, les permitió además hacer frente a las barreras que trataban de mantenerlas fuera de espacios académicos y profesionales. Al mismo tiempo, contribuyó a la invisibilidad de las mujeres y de sus contribuciones. Consideradas como profesionales menos adecuadas que los hombres y desempeñando trabajos no reconocidos, su pertenencia a categorías subordinadas las ocultaba dos veces.
El matrimonio facilitó a mujeres como María Monclús Barberá (1920-2012) el acceso a redes profesionales, establecer contacto con colegas, participar en congresos y reuniones científicas y disfrutar de estancias de investigación en los países donde vivían y en otros a los que viajaron con sus maridos y su prole, aunque también ayudó a ocultar su trabajo, intereses e identidades, considerados productos profesionales de ellos. Esta genetista catalana, experta en la clasificación y el estudio de moscas Drosophila, estudió ciencias naturales en la Universidad de Barcelona a principios de la década de 1940 y allí conoció a su marido, Antonio Prevosti. Juntos comenzaron a estudiar esqueletos humanos para contribuir al campo de la antropología física y, recién casados, en el verano de 1949, se iniciaron en un espacio disciplinar nuevo en España: la genética de poblaciones de moscas Drosophila.
Cambiar de estado civil no diluyó la colaboración que Monclús y su marido habían iniciado años atrás, tampoco el nacimiento de su hija y de sus dos hijos, sino que la reforzó. Así lo muestran sus investigaciones, publicadas algunas sin el nombre de María Monclús, y los rastros que han dejado en los archivos: en el que preservan su hija y uno de sus hijos en sus casas familiares; en el Fondo Antonio Prevosti depositado en la Universidad de Barcelona; en el suyo propio, el subfondo María Monclús incluido dentro del de Prevosti; y en otros archivos de colegas.
Las moscas, y la disciplina científica a la que se dedicaron María Monclús y su marido, cooptaron su familia y su hogar como les sucedió a otras mujeres científicas con las que compartió saberes y prácticas. Las listas de referencias de las publicaciones de María Monclús permiten identificar a algunas de ellas: Natasha Sivertzeva-Dobzhansky (1901-1964), Elizabeth Wagner Reed (1912-1996), Frances Jack Gordon y Luretta Davis Spiess. La investigación de sus trayectorias investigadoras muestra que estas mujeres, que trabajaron junto a sus maridos y, muchas veces, también con sus hijas e hijos, lideraron la producción de conocimiento y, al mismo tiempo, fueron colaboradoras y ayudantes en lugares que, con su presencia, resultaron híbridos: a la vez domésticos y profesionales, familiares e institucionales. Sus investigaciones sitúan a estas mujeres y a la genética en los laboratorios y en el campo, en excursiones para capturar moscas en familia y también en sus propias cocinas y en las de las estaciones experimentales donde se albergaron. Allí, según recuerdan sus hijas, preparaban el cebo para capturar moscas y almacenaban temporalmente los frascos donde habían quedado retenidas y preparaban también las cenas que junto a sus maridos, hijas e hijos compartieron con colegas. Las similitudes de sus vidas las sitúan en una larga genealogía de mujeres creadoras, inventoras, amas de casa y pensadoras unidas por los conocimientos compartidos y por la inspiración mutua.
La toma en consideración de los espacios y tiempos compartidos en familia, de los hogares y, en general, de espacios de producción de conocimiento ajenos a las instituciones académicas, muestra las esferas visible e invisible de la producción de saberes y prácticas, que no están en el mismo plano de análisis y relevancia social, pues la segunda es la base de la estructura de producción. Como muestra este capítulo, los hogares son una resistencia a las barreras de género y hacen patente la imposibilidad teórica de separar los procesos de sostenibilidad de la vida de los procesos de producción de conocimiento.
Marta Velasco Martín
Universidad de Castilla-La Mancha
María Jesús Santesmases
CCHS-CSIC
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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