—Huesos, científicos y prelados: El Oreopithecus y la evolución humana.—

 

Póster de la película Inherit the Wind (1960), de Stanley Kramer. Wikipedia.

En 1961 se prohibía en todo el territorio español la proyección de la película Inherit the wind. Fue una decisión unánime de la Junta de Clasificación y Censura de la Dirección General de Cinematografía y Teatro. La película, con cuatro nominaciones a los Oscars y premio del público en Berlín, explicaba el caso real del juicio a un profesor de Tennessee (EE. UU.) por enseñar en 1925 la teoría de la evolución en sus clases. Los censores españoles afirmaban que la película difundía un “peligroso contraste entre la teoría darwinista y la religión” y que el tema tratado, las “teorías de la evolución de la especie humana”, no era apto para el gran público.

Efectivamente, en la España de Franco, el tema de la evolución de las especies era considerado peligroso, especialmente si llegaba al “hombre de la calle”. Pero limitar el análisis de este hecho al choque entre ciencia y religión proporcionaría una visión histórica no solo pobre e incompleta, sino también sesgada. Durante el siglo XIX, en España, las teorías de la evolución (y, más concretamente, el darwinismo) habían sido adoptadas como estandarte de sectores progresistas, liberales y, a menudo, anticlericales de la sociedad. Por el contrario, el antidarwinismo (y, en general, el antievolucionismo), unía a los sectores más conservadores, antiliberales y católicos. Esta polarización, compartida por varios países occidentales, forjaba una dicotomía que oponía teorías científicas de manera inseparable a modelos sociales, ideologías políticas y opciones ante la religión. La dictadura de Franco lucharía para aniquilar todo aquello que quedaba aglutinado en el lado liberal, donde habían sido ubicadas también las teorías de la evolución, sobre todo el darwinismo. Esto hizo que la esfera pública franquista, muy controlada, sufriera un silencio evolucionista general que duraría toda la primera década de la posguerra.

Después de la Guerra Civil, Franco fundó un nuevo organismo para centralizar, guiar y controlar la ciencia española. Se denominó Consejo Superior de Investigaciones Científicas y tenía la misión, según se estipulaba en sus bases, de generar una ciencia para servir a Dios y a la nación. Pretendía promover una idea de ciencia que seguía la metáfora del árbol luliano de las ciencias, emblema de la institución: todas las disciplinas, de la paleontología a la filosofía, eran representadas por ramas que emergían del tronco de la teología. Bajo el ideario establecido, la ciencia bien hecha no podía contradecir por principio la verdad revelada. La “buena” ciencia tenía que ser católica por fuerza. En este sentido, fueron diversas las voces que alertaron de que las teorías de la evolución contradecían las sagradas escrituras y presentaban problemas al dogma católico. Los científicos darwinistas más prominentes de las universidades españolas se habían exiliado durante la Guerra Civil o fueron depurados al empezar la dictadura. Pero en la España de Franco todavía existían científicos dedicados al estudio de la evolución ¿Cómo aunaron ciencia y nacional-catolicismo?

«A Venerable Orang-outang«, caricatura de Charles Darwin como un simio publicada en la revista satírica The Hornet, el 22 de marzo de 1871. Wikipedia.

A principios del siglo XX, el darwinismo estaba de capa caída en la comunidad científica internacional. Los mecanismos por los cuales podía actuar la selección natural propuesta por Darwin no podían ser explicados con las teorías vigentes de la herencia. Durante esta etapa, conocida como el “eclipse del darwinismo”, tomaron fuerza teorías alternativas de la evolución, tales como el lamarckismo, los finalismos o los vitalismos. Sin embargo, en la década de los treinta, las ideas de Darwin renacieron gracias en parte a la recuperación de las leyes de Mendel y su aplicación a la explicación de la selección natural. También colaboraron en este renacimiento darwinista una serie de modelizaciones matemáticas que aportaron una explicación científica coherente, con modelos predictivos que ofrecían resultados coincidentes con las pruebas naturales. Estos cambios hicieron resurgir, con especial fuerza a finales de la década de 1940, la teoría de Darwin, ahora rebautizada como “neodarwinismo”.

El neodarwinismo se presentó como la teoría unitaria capaz de explicar a través de la evolución todas las ramas de la biología, desde la paleontología a la zoología o la botánica. Por ello fue denominado también “nueva síntesis”. Contó con grandes voces promotoras, científicos que a la vez eran grandes divulgadores, que propagaron esta visión sintética. Se orquestó una campaña de difusión sin precedentes, muy especialmente desde los EE. UU. Estos promotores difundieron un neodarwinismo explícitamente opuesto a explicaciones inmanentes o trascendentes no comprobables experimentalmente. Bajo esta premisa rechazaban la ortogénesis y el finalismo, teorías que defendían una direccionalidad y un fin en la evolución, a menudo mediante el recurso a una fuerza motriz inmaterial interna (vitalismos) o trascendente (teísmos). Los textos fundacionales del neodarwinismo también rechazaban el neolamarckismo, que defendía la existencia de cambios heredables aparecidos como respuesta adaptativa de los organismos al medio ambiente.

Pero algunas de estas tradiciones gozaban de muchos adeptos dentro de la comunidad científica internacional. El neolamarckismo tenía (y seguiría teniendo durante mucho tiempo) amplia aceptación entre los científicos franceses. Y el finalismo y la ortogénesis tenían muchos defensores en la comunidad científica de países como Francia, Alemania, Bélgica, Suiza… Y también en España, donde, durante la dictadura, muchos científicos enfatizaban en sus trabajos la armonía de estas teorías de la evolución con las sagradas escrituras. A menudo, como había pasado en el siglo XIX, los científicos de este grupo eran también afines a sectores conservadores.

A la izquierda, el biólogo británico Julian Huxley, en 1922 (Wikipedia). A la derecha, el paleontólogo catalán Miquel Crusafont, ca. 1969 (Wikipedia).

Por el contrario, entre los promotores más remarcables del neodarwinismo había quien vinculaba abiertamente este nuevo paradigma con convicciones ateas, como era el caso de uno de los llamados padres del neodarwinismo, el genetista John B. S. Haldane (1982-1964), ateo confeso y militante del partido comunista inglés. Otros presentaban el neodarwinismo como una herramienta para superar y reemplazar las religiones reveladas. Uno de los principales promotores de esta idea fue el biólogo Julian Huxley (1887-1945), amigo de Haldane y afín a ideas socialistas. Fue también promotor y primer director general de la UNESCO, una institución que le ofreció medios poderosos para difundir esta cosmovisión biologicista al mundo.

La Europa conservadora y cristiana del momento se sintió amenazada por la difusión de este nuevo paradigma científico que venía acompañado de este conglomerado de ateísmo, comunismo, ideas de izquierdas y amenazas de ruptura con el orden social establecido, así como de peligros para la continuidad de las religiones reveladas. En la España de Franco, aquel cóctel aglutinaba todo aquello contra lo que el golpe de estado de 1936 se había levantado. Así, durante buena parte del franquismo, el neodarwinismo fue criticado en el discurso oficial científico, a menudo también en términos políticos y de orden social, mientras que el finalismo teísta era promovido como teoría de la evolución aceptable y deseable.

Varios autores han señalado que el neodarwinismo no era ni tan nuevo, ni tan homogéneo, ni tan sintético como sus promotores lo vendían. De hecho, había diversidad de opiniones y de visiones científicas entre quienes se guarecieron bajo el paraguas del neodarwinismo, del mismo modo que también había diversidad de planteamientos entre sus opositores. Pero la etiqueta funcionaba para aglutinar y cohesionar el grupo y para construir y señalar las fronteras de la ortodoxia científica, es decir, ofrecía criterios para discernir entre aquello que podía ser considerado como conocimiento científico y aquello que no. El proceso de negociación de estas fronteras fue largo y no ausente de controversias. Quienes eran críticos con aquel nuevo paradigma, que se estaba imponiendo como hegemónico, o bien trabajaban sin explicitar sus desacuerdos por no nadar a contracorriente, o bien expresaban su indignación por la exclusión gradual de sus voces de los canales de circulación científicos hegemónicos (ortodoxos) sobre la evolución.

En cuanto a la evolución humana, la teoría más aceptada entonces era que la línea que llevaba al hombre había aparecido entre uno y dos millones de años atrás, en el período cuaternario. Esta teoría establecía un parentesco muy próximo entre el hombre y los simios antropomorfos, puesto que la separación de sus líneas evolutivas se consideraba muy reciente. La mayoría de neodarwinistas eran partidarios de esta postura. Pero había paleontólogos que discrepaban de esta visión y creían que la línea homínida era más antigua y que se podía llevar hasta el terciario. Una antigüedad mayor de la humanidad permitía desvincularla del resto de los animales durante más tiempo –sobre todo alejarla de los simios antropomorfos– y entender su evolución como un caso singular, especial. Esta opción fue adoptada por varios paleontólogos católicos como una explicación que casaba mejor con la de las sagradas escrituras. Entre ellos había diferentes científicos de la España de Franco.

Esqueleto conectado y prácticamente entero de Oreopithecus Bambolii encontrado por Hürzeler en 1958 en las minas de Baccinello (Italia). Italian Paleontological Society.

A finales de los años cincuenta, un hallazgo paleontológico que parecía ser la prueba de esta última interpretación, propició que la lucha entre el neodarwinismo y sus críticos apareciera en la esfera pública con fuerza inusitada. Estalló así una controversia en que se mezclarían tradiciones científicas, creencias religiosas, intereses profesionales y agendas nacionalistas sin solución de continuidad. Todo empezó cuando, en 1954, un científico suizo fue invitado para exponer una nueva teoría ante una comisión de expertos en paleontología de la Wenner-Gren Foundation for Antropological Research de Nueva York. Llevaba una mandíbula en el bolsillo y una maleta llena de huesos. Eran de Oreopitecus bambolii y estaban datados alrededor de unos doce millones de años. Y, lo que era todavía más importante, por las características humanas que el paleontólogo apreciaba en ellas, defendía que eran de un ancestro del hombre. Por lo tanto, la teoría de Johannes Hürzeler (1908-1995), que tal era el nombre del científico suizo, no cuadraba con la ortodoxia científica del momento. A su parecer, aquellos huesos demostraban que la línea que llevaba a los seres humanos se había separado del resto de primates unos diez millones de años antes de lo que se pensaba. La teoría estuvo en las portadas de los diarios más leídos del mundo, empezando por The New York Times. Con gran rapidez, sin un solo artículo científico publicado todavía sobre el tema, estas noticias espolearon la reacción de científicos de muchos puntos del planeta, cada uno actuando según su agenda y su tradición científica.

Algunos diarios aprovecharon para decir que la teoría de Hürzeler era un golpe a la teoría de Darwin: Darwin s’est trompé (“Darwin se equivocó”), apuntaba en portada el diario francés de gran tirada Le Figaro. En Francia y España, paleontólogos locales aparecieron en la prensa defendiendo la nueva teoría y reclamando una relajación de la hegemonía neodarwinista. Varios paleontólogos finalistas y católicos apoyaron rápidamente la teoría de Hürzeler, pero no fueron los únicos. Esta nueva teoría hizo que aquel sector de científicos críticos con el neodarwinismo saliera a la esfera pública a defender unas visiones sobre la evolución humana que no eran las hegemónicas y que, por lo tanto, tenían menos oportunidades de ser escuchadas y tenidas en cuenta. Por el contrario, la prensa británica, también mediante las voces de científicos locales, se apresuró a decir que la teoría de Darwin no estaba, de ninguna forma, amenazada por los trabajos de Hürzeler.

Los científicos expertos consultados por los medios no habían tenido acceso a las pruebas paleontológicas presentadas por Hürzeler. Por lo tanto, sus opiniones estaban basadas más en sus tradiciones científicas, a menudo vinculadas a intereses nacionalistas o creencias religiosas, que surgidas de canales ortodoxos de discusión científica, tales como publicaciones y congresos. El Oreopithecus desató la controversia entre neodarwinistas y anti-neodarwinistas, en unos términos que configuraron una dicotomía que parecía enfrentar la escuela evolucionista anglosajona contra la del resto del continente europeo.

La teoría de Hürzeler (y la fotografía del paleontólogo) en la portada de The New York Times de 10 de marzo de 1956, bajo el titular “Investigación fósil cuestiona la teoría de la evolución de Darwin”. Italian Paleontological Society.

En la España de Franco, la teoría de Hürzeler supuso un cambio radical en la visualización de la evolución en la esfera pública. El hallazgo de un esqueleto prácticamente entero y conectado de Oreopithecus en 1958, que parecía ofrecer una corroboración de la teoría de Hürzeler, copó portadas en diarios tan leídos como La Vanguardia (entonces llamada La Vanguardia Española). Se le dedicaron reportajes monográficos en revistas con imágenes en color y a doble página. Gracias al Oreopithecus, y a paleontólogos españoles como Miquel Crusafont i Pairó (1910-1983), que defendían y querían divulgar una versión de la evolución finalista y teísta, la prensa franquista con más tirada habló por primera vez a la gente de la calle acerca de restos paleontológicos, evolución humana y ancestros del hombre con imágenes a toda página.

El Oreopithecus consiguió, también por primera vez según el relato de los diarios italianos, que un cardenal asistiera a una conferencia de la Universidad de Roma. Fue una conferencia de Hürzeler sobre el hallazgo mencionado, a la cual el Papa Juan XXIII envió al decano del Sagrado Colegio Cardenalicio, el cardenal Tisserant. Al día siguiente, el Papa recibía a Hürzeler en audiencia. Este último, un ferviente católico, acabaría siendo consejero sobre temas de evolución en el Concilio Vaticano Segundo. La prensa internacional, y por supuesto la española, se hizo eco también del interés del Vaticano por la nueva teoría. Su condición de católico sirvió para dar crédito a Hürzeler en ciertos contextos, mientras que se empleó para desacreditarlo en otros, todo ello dependiendo de la teoría que se quería defender, a menudo mediante un conglomerado variopinto de argumentos que iban más allá de los que se entienden como puramente religiosos o puramente científicos.

Actualmente, la controversia científica sobre la clasificación del Oreopitecus bambolii, a pesar de ser uno de los fósiles mejor descritos a nivel de esqueleto, sigue vigente. Se sigue discutiendo sobre las sorprendentes características “humanas” que varios científicos le otorgan, como cierto grado de bipedismo o el pulgar con capacidad de pinza de precisión. En los estudios científicos más recientes sobre el Oreopithecus siguen implicados el Museo de Historia Natural de Basilea, de donde fue director Hürzeler, y el Instituto Catalán de Paleontología, que ahora lleva el nombre de Miquel Crusafont. Este instituto, fundado por el paleontólogo catalán durante el franquismo y por él dirigido durante casi dos décadas, es actualmente un centro de referencia mundial sobre el período terciario. La riqueza de la cuenca del Vallès-Penedès en este tipo de fósiles ha sido clave para este hito. También hay que considerar, sin embargo, cómo puede haber contribuido a ello la voluntad de encontrar los orígenes de la humanidad en tiempos más remotos, en el terciario, entre aquellos especímenes que prometían otorgar al ser humano aquella singularidad que Crusafont (y también su amigo Hürzeler) le pregonaban en concordancia con su fe católica. Una diversidad de factores, no sólo “científicos”, se tienen que tener en cuenta para entender históricamente las agendas científicas que guiaron la investigación del Instituto Catalán de Paleontología durante muchos años.

Las teorías de la evolución han sido un típico y tópico ejemplo de la tesis del conflicto, es decir, del supuesto antagonismo inherente entre ciencia y religión. Pero cuando profundizamos en el estudio histórico de cada caso, como por ejemplo el del Oreopithecus, se comprueba que una miríada de intereses y agendas influyen en la recepción, circulación y aceptación de las teorías científicas. A menudo, el relato simple, basado en el choque entre ciencia y religión, ha servido más para ocultar esta riqueza de aspectos que para reconstruir la historia en toda su complejidad.

 

 

Clara Florensa
CIUHCT-UL

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

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Fuentes

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“Human Evolution’s Cookie Monster, Oreopithecus”. Smithsonian Institution. Disponible en este enlace.

Recursos audiovisuales online

La balada del Oreopithecus, de Candy Parsley Davis, que combina música, inglés y ciencia con un toque de humor. Disponible en este enlace.