—La ciencia, que podría expresarse en casi cualquier lengua, ha tenido predilección por unas frente a otras por razones diversas, rara vez de tipo lingüístico.—
El nacimiento de la institución universitaria en los últimos siglos medievales convertiría al latín en la lengua más importante en los círculos académicos, una posición en la que trataría de mantenerse hasta bien entrado el siglo XVII e, incluso en algunos ámbitos, el XVIII. Sin embargo, desde los últimos siglos medievales, algunas lenguas vernáculas europeas habían empezado a vivir un proceso de “intelectualización” que las convertiría en instrumentos aptos para la expresión de conocimiento especializado. En la Península Ibérica, por ejemplo, tanto el castellano como el catalán adquirieron ese estatus gracias al fomento de su uso por parte de los reyes, de manera particular Alfonso X el Sabio, así como a las numerosas traducciones que se realizaron, no solo desde el árabe hacia ellas, sino entre ellas y otras lenguas vernáculas peninsulares, además del hebreo. En la primera parte del siglo XIV aún se tradujeron textos científicos, sobre todo de carácter aplicado, desde el árabe hacia el castellano o el catalán, a pesar de ser entonces cuando comenzó la “europeización” de la Península con la progresiva asimilación de obras europeas, generalmente compuestas en latín.
Si bien al latín le apoyaban fervientemente la Iglesia y la Universidad, las distintas lenguas europeas no se lo pusieron fácil. En ese largo intervalo que transcurre entre los siglos XIII y XVIII le fueron plantando cara, cada vez de forma más decidida. De hecho, libraron una dura guerra contra él, alimentada por diversos intereses que apoyaban a unas o a otro. De esta manera, si en el siglo XIV el latín se perfilaba como lengua privilegiada de los intercambios científicos y como lengua de partida por excelencia de la traducción de textos especializados, la irrupción de la imprenta en la centuria siguiente supuso un cambio sustancial en esta situación: su aparición significó, sin duda, un gran apoyo para el latín, dado que los impresores encontraban en las ferias internacionales el lugar idóneo donde vender las obras que, aunque impresas en diferentes zonas geográficas, estaban escritas en esa lengua. Pero, junto a ello, buscaron asimismo nuevos mercados, públicos más amplios, lo que les llevó a impulsar numerosas ediciones de textos en vulgar.
En este sentido, el análisis de los textos científicos publicados entre el surgimiento de la imprenta y 1600 muestra dos datos muy significativos: que, durante todo ese período, el latín fue sin discusión el idioma más relevante para la comunicación entre los universitarios; y, que a medida que se avanza en el mismo, las obras especializadas escritas en lenguas vernáculas son cada vez más frecuentes. Esto determina que, si en la primera mitad del siglo XVI esas lenguas iban conquistando la posibilidad de que se las considerara como lenguas vehiculares de la ciencia, en la última parte del siglo estaban plenamente afianzadas como tales, aunque el latín todavía las acompañara, si no ya como lengua única de la ciencia, sí como su lengua universal. Eso explicaría las numerosas versiones latinas de obras originales en vulgar: todavía se veía la necesidad de traducirlas al latín para asegurar su difusión. El siglo siguiente continuó asistiendo a la batalla entre el latín y las lenguas nacionales, retrocediendo aquel y ganando terreno estas, lo que acabó desembocando en que esas lenguas vulgares comenzaran a luchar entre ellas, intentando ocupar el puesto de preeminencia que se resistía a dejar el latín. A este respecto, no hay que olvidar que aún en 1687 el británico Isaac Newton publica sus célebres Principia en latín; o que, en 1735, es igualmente esa lengua la que escoge el sueco Carlos Linneo para que vea la luz su Systema Naturae. Lo que, incidentalmente, pone de manifiesto que el uso del latín no siempre estaba unido a la tradición y lo ya establecido, y el del vulgar a la modernidad y lo novedoso, como a veces se ha señalado.
A partir de ese momento, la supremacía de la actividad científica de unos países, ligada a factores políticos, económicos y sociales, favoreció que empezaran a marcarse diferencias entre las lenguas vulgares. De esta forma, en el siglo ilustrado el alemán y el francés aspiraron a convertirse en la “lengua universal” de la ciencia. En relación con este punto, no requiere demasiada explicación el hecho de que la fortaleza económica, política o cultural de unas determinadas naciones va de la mano de la imposición de los idiomas que se hablan en ellos. Esto explica que, aunque durante la centuria ilustrada hubo un notable cultivo de la ciencia en otros lugares, fueron los territorios de Alemania y Francia, con Gran Bretaña pisándoles los talones y hasta adelantándolas en algunos ámbitos, los que gozaron de mayor notoriedad, por lo que sus lenguas pugnaron por dominar a las demás, en lo que a expresión de la ciencia se refiere.
Sin embargo, desde mediados de la centuria decimonónica, Francia empezó a perder posiciones mientras que el alemán se mantendría como lengua fundamental en varias de las ramas de la ciencia hasta, al menos, el primer tercio del siglo XX. En esos años científicos españoles de la talla de Santiago Ramón y Cajal o de su discípulo Pío del Río Hortega, por ejemplo, reflexionaron, sin llegar a las mismas conclusiones, sobre la conveniencia o no de difundir los artículos científicos en la lengua materna de sus autores, atendiendo a su compromiso patriótico, o bien avenirse a publicar en otra que permitiera una difusión mayor. En esa misma época el inglés empezaba su imparable carrera hasta alcanzar la meta de la universalidad como lengua de la ciencia, donde se mantiene en el presente. Una situación que nada tiene que ver con que el inglés sea un idioma “mejor” para expresar contenido especializado, y sí, en cambio, con la progresiva cesión del protagonismo disfrutado hasta entonces por Europa a favor de los Estados Unidos, no ajena a la llamada “fuga de cerebros” europeos a causa de la Segunda Guerra Mundial. Ni ajena tampoco a la remodelación de la organización de la ciencia europea occidental impulsada tras dicha guerra por la ayuda económica de los Estados Unidos. Una ayuda que no fue del todo desinteresada, ya que perseguía que las instituciones europeas –no sin la connivencia de sus administradores y de muchos de los científicos– se adecuaran a los intereses políticos e ideológicos de los Estados Unidos. Todo lo anterior ha llevado a que, desde los años cincuenta del pasado siglo, estos hayan ejercido una extraordinaria y creciente presión sobre los demás países que, a su vez, lo han tolerado y han conducido hasta esa hegemonía americana de la que habla John Krige en su conocido libro.
La hegemonía impuesta por el establishment de la ciencia norteamericana no carece de consecuencias, que se extienden mucho más allá de las puramente lingüísticas, siendo nada despreciables las huellas que deja el predominio del inglés sobre las otras lenguas. Así, por poner solo un par de ejemplos, los autores, editores y entramados editoriales norteamericanos controlan las revistas mejor consideradas y las bases de datos más consultadas. En definitiva, los medios de difusión de la investigación. Y, por otro lado, los científicos de habla inglesa acaparan comités, cargos directivos en asociaciones, grupos de trabajo y organismos internacionales, con lo que son quienes marcan las líneas prioritarias de la investigación a las que tiene que adecuarse todo el mundo. Solo un dato para ilustrar lo señalado: ya en un estudio francés de 1990, recogido por Navarro, se apuntaba que los comités editoriales de 433 revistas científicas con un alto índice de impacto estaban compuestos en un 75% por autores anglosajones (y de esos autores, ocho de cada diez estadounidenses).
Pero estos y otros muchos hechos se deben también a la escasa resistencia –y, hasta veneración– manifestada por el resto, que ha acarreado tal grado de “minorización lingüística”, en lo que a la expresión científica se refiere, que la calidad científica de un trabajo se relaciona directamente con que esté publicado en inglés porque ese es el modo de entrar en determinados índices de citas que, en España al menos, son los únicos indicadores valorados en muchas áreas para conceder los proyectos y sexenios de investigación. Eso conduce, además, a la exclusión sistemática de las aportaciones a la ciencia no publicadas en inglés, lo que origina asignaciones tendenciosas de las prioridades en los descubrimientos y no pocos problemas tanto para la construcción “global” del conocimiento como para los usuarios últimos de ese conocimiento en múltiples campos. En coherencia con lo señalado, el inglés es lengua de publicación en revistas científicas y de enseñanza universitaria en lugares donde no se habla habitualmente. Y hasta idioma privilegiado en congresos y reuniones de todo tipo se celebren donde se celebren.
¿Es el nuevo latín? ¡Es mucho más que el nuevo latín! Cuando el latín se impuso como lengua académica, Roma había pasado a la historia hacía mucho tiempo y el latín ya no era el idioma de ningún territorio. Detrás del inglés sí hay un imperio vivo, con todos sus intereses, costumbres e ideología, y unos cuantos países de los que es lengua oficial. Por si eso no bastara, si el gran invento del siglo XV que fue la imprenta apoyó de modo decidido al latín –aunque no despreciara a los textos en vulgar–, el gran invento del siglo XX, que es Internet, más allá de acoger lo poco o mucho escrito en otras lenguas, supone un apoyo sin precedentes para la expansión de lo transmitido en la lengua inglesa de los Estados Unidos, contribuyendo así a afianzar su dominio sobre todas las regiones de la Tierra.
De todas maneras, según lo señalaba Heráclito, panta rei (“todo fluye”). E, igual que “no podemos bañarnos dos veces en el mismo río”, el Imperio Romano –como el de Felipe II, en cuyos dominios no se ponía el sol–, sucumbió a ese cambio permanente tan heraclitano. Y, por lo que parece, el ocaso de los Estados Unidos como primera potencia mundial no está tan lejano, si culminan el despertar del Gran Gigante Asiático y otros cambios geopolíticos en ciernes: ¿conseguirá arrebatarle el chino al inglés el papel que ha representado durante casi un siglo? ¿Se convertirá el Espanglish en lo más hablado en Norteamérica? On verra.
Bertha M. Gutiérrez Rodilla
Universidad de Salamanca
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Lecturas recomendadas
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