—El uso exacerbado de productos desechables fue fomentado en el siglo XX mediante campañas publicitarias e incentivos.—
El tamaño importa. En la primera oleada de entusiasmo por las cañerías de los inodoros, ¿quién podría haber previsto las consecuencias del uso de desagües para todo tipo de desechos? ¿Acaso se pudo imaginar la llegada de los pañales desechables? A principios del siglo XXI, el sistema de alcantarillado de Londres, originario del siglo XIX, experimentaba regularmente obturaciones y serios bloqueos, que los funcionarios llamaron con donaire “fatberg”. Thames Water describió recientemente uno de los más grandes jamás encontrados: “la masa extremadamente sólida de toallitas húmedas, pañales, grasa y aceite pesa lo mismo que once autobuses de dos pisos. Está bloqueando un tramo de alcantarillado victoriano que equivale a más de dos campos de fútbol de Wembley y pesa ciento treinta toneladas”. Solamente “fatbergs” verdaderamente colosales llegan a las páginas de la prensa en estos días. Son mucho más abundantes los tapones más pequeños que atoran las tuberías a un ritmo promedio de 4,8 veces por hora. La empresa Thames Water debe gastar alrededor de un millón de libras al mes para desatascarlos.
El problema no es que los victorianos diseñaran alcantarillas en mal estado. Se trata más bien de la seducción de lo desechable, así como las campañas publicitarias y los incentivos corporativos, que han fomentado y mantenido su atractivo desde principios del siglo XX. Nada de esto era inevitable. En los albores de los desechos masivos, muchas personas consideraban que era una práctica desagradable. Las dos guerras mundiales también ralentizaron la marcha de la cultura del desecho, ya que los tiempos de guerra requieren una administración cuidadosa de los materiales. Ahora bien, el reciclaje no es intrínsecamente justo: la historiadora Anne Berg ha demostrado, con espantosos detalles, que los nazis fueron maestros del reciclaje, convirtiendo en virtud la recolección no solo de materiales inertes sino también de restos humanos. El racionamiento continuó en toda Europa occidental (y al otro lado del Telón de Acero) hasta bien entrada la década de 1950, mientras las sociedades luchaban por reconstruirse en medio de una escasez crónica. A principios de la década de 1970, los movimientos ecologistas abogaron por la frugalidad continua, reformulando el marco moral del reciclaje en términos planetarios.
Sin embargo, lo desechable se impuso. La geógrafa Max Liboiron sostiene que la industria estadounidense, deliberadamente y con gran dedicación, promovió los productos desechables a través de una variedad de estrategias de fabricación, empaquetado y distribución, que van desde la obsolescencia programada hasta la moda rápida. Al contrario de lo que dicen muchos discursos populares, los humanos no son inherentemente derrochadores; más bien, señala Liboiron, esa condición “surgió en un momento y lugar particulares, mediante diseño”. En 1963, un ejecutivo de la industria del embalaje pudo elogiar triunfalmente a sus colegas de los plásticos:
“Se están llenando los botes de basura, los vertederos y los incineradores con literalmente miles de millones de botellas de plástico, jarras de plástico, tubos de plástico, ampollas y paquetes de piel, bolsas y películas de plástico y paquetes de láminas, y ahora, incluso latas de plástico. Ha llegado el día feliz en que ya nadie considera al envase de plástico como demasiado bueno para conservarlo.”
La película The Graduate (1967) inmortalizó el triunfo de los polímeros para el público en general. En la secuencia más conocida de la película, un señor McGuire de mediana edad lleva a un lado al joven graduado universitario Ben en un cóctel para ofrecerle algunos consejos sobre su carrera:
McGuire: Solo quiero decirte una palabra. Solo una palabra.
Ben: Sí, señor.
McGuire: ¿Estás escuchando?
Ben: Sí, lo estoy.
McGuire: [Dramáticamente.] ¡Plásticos!
Ben: [Pausa.] ¿A qué te refieres exactamente?
McGuire: Hay un gran futuro en los plásticos. Piénsalo. ¿Lo pensarás?
Ben: Sí, lo haré.
McGuire: Shhhh, ya es suficient. Eso es un trato.
El intercambio se convirtió en un tropo generacional, con los “plásticos” como símbolo del consumismo del que los hippies anhelaban huir. Pero escapar resultó imposible. A fines de la década de 1980, incluso la disidencia se había mercantilizado; basta con considerar la proliferación de parafernalia del Che Guevara en las tiendas que venden curiosidades de la ‘contracultura’.
Si se mira con atención, resulta inevitable pensar que gran parte de lo marcado como “residuos sólidos municipales” debería aparecer como “residuos industriales”. La categoría importa, porque la mayoría de consumidores no puede permitirse el lujo de evitar los plásticos de un solo uso. Quedaron atrapados en esta trampa. Como individuos, podemos clasificar diligentemente los residuos, compostar los desechos de alimentos y reutilizarlos al máximo. Y, a pesar de todo ello, no se hace mella alguna en la expansión exponencial de los residuos (a menudo tóxicos). ¿Significa esto que no deberíamos molestarnos por ello? Absolutamente no: entre otras cosas, estos hábitos pueden crear conciencia, fortalecer el compromiso de los ciudadanos con un futuro planetario justo y reunir apoyos para reformas más sólidas y sistémicas. Quizás, solo quizás, animen a algunas personas a consumir menos. Pero no son una solución. En su libro Recycling Reconsidered (2013), la experta en políticas de residuos Samantha MacBride critica lo que llama “todo-ladrillo-hace-pared-ismo” (“pure every-little-bit-helps-ism”). El movimiento del reciclaje, por muy bien intencionado que sea, ha puesto el foco de atención demasiado directamente en el consumidor individual. Eso ha facilitado que el reciclaje sea cooptado por empresas manufactureras, deseosas de mantener el statu quo para vender nuevos productos ad infinitum.
Demasiada atención a las personas también distrae la atención de lo que se debe hacer con los residuos industriales, muchos de los cuales son extremadamente tóxicos y se producen a escala mucho mayor que la basura municipal. Los libertarios de derecha (“right-wing libertarians”) se basan en este hecho para argumentar que la recolección de residuos debe privatizarse por completo y/o que el reciclaje no tiene sentido. En cambio, insiste MacBride, los datos demuestran que la gestión de residuos sólidos, en todas sus formas y de todas las fuentes, debe ser conducida por instituciones públicas bien reguladas. En su estudio de la Hungría comunista, la socióloga Zsuzsa Gille ofrece un ejemplo saludable. En la posguerra, el país intentó utilizar los residuos industriales como recurso. Tal objetivo encontró un terreno propicio en el contexto de la guerra ideológica de la Guerra Fría porque permitía contrastar sus virtudes, de forma clara y reveladora, con los excesos de las prácticas capitalistas. En décadas posteriores, sin embargo, se privatizó la gestión de residuos en Hungría. Se convirtió en un “modelo de desechos industriales, en el que los residuos se consideraban principalmente un material inútil e incluso dañino”. Este enfoque se centró en tecnologías situadas al final del proceso: gestión de residuos en lugar de prevención de residuos. Hoy en día, los regímenes de residuos químicos son dominantes en todo el mundo.
Ahora nos enfrentamos a una marea de plástico; pronto, un tsunami. Los “parches” de basura oceánica forman masas espesas de microplásticos. Los albatros y las ballenas llegan a la orilla con el estómago lleno de basura humana. Durante años, EE. UU. exportó sus “materiales reciclables” a China, hasta que el gobierno chino estableció un estándar de pureza de plástico tan alto que la basura de EE. UU. no podía cumplir con los requisitos. La industria del reciclaje de EE. UU. giró rápidamente hacia otras naciones asiáticas. Como ha argumentado MacBride, este paso muestra que la industria del reciclaje no hace casi nada por la conservación de recursos y produce unos magros resultados en términos de reducción de energía o contaminación.
Incluso un niño podría comprobar fácilmente que las exportaciones de productos reciclados son motores de desigualdad en nuestros días. Literalmente. Aquí reproduzco un pasaje de una carta escrita por Aeshnina Azzahra, una niña indonesia de 12 años, dirigida al presidente de Estados Unidos en julio de 2019:
“Mi país es el segundo mayor tratante de residuos del mundo. Y parte de esos desechos son tus desechos. ¿Por qué siempre exportas tus residuos a mi país? ¿Por qué no te ocupas de tus propios desechos? ¿Por qué tenemos que sufrir el impacto de tus residuos? En Indonesia, en este momento, el río está muy sucio y huele mal. No podemos [ir] a nadar, a pescar y a divertirnos en el río… Muchas fábricas se desprenden de sus residuos sin cuidado, en el río, en los campos y… debajo de las casas de los aldeanos. Se trata en su mayoría de fábricas que reciclan tus desechos…
# RECOJA SU BASURA DE INDONESIA.
Por favor responda a mi carta.
Con Respeto,
Aeshnina Azzahra”
La única nota ingenua de esta carta es la petición de respuesta por parte de su destinataria, casi analfabeta. Por lo demás , como señala el escritor indio Vijay Prasad, la niña Azzahra tiene un conocimiento bastante bueno de las geografías del imperialismo. Y ella sabe, de primera mano, algo que la mayoría de estadounidenses no piensa: el reciclaje puede ser un negocio sucio y con fines de lucro.
Cuanto más hacemos, más desperdiciamos. Pero este “nosotros” no es universal. Se basa en la exclusión y en la explotación, dinámicas que las instituciones del capitalismo depredador y los economistas que legitiman sus acciones pasan por alto como “externalidades”. Desde 1950, la industria ha producido más de 8,3 mil millones de toneladas de plástico. De estas, 6.400 millones de toneladas han terminado como residuos, la gran mayoría originados en países ricos. Sólo el 9% de este total se ha “reciclado”; otro 12% se ha incinerado. El resto ha ido a los vertederos o se ha dejado a su suerte. El más barato de estos plásticos no se puede reciclar en absoluto. Una vez abandonados, los materiales se descomponen en microplásticos, lixiviando contaminantes orgánicos persistentes por el camino. El espíritu del crecimiento sin fin se nutre a diario de la idea de desechabilidad y de los informes aparecidos en medios de comunicación que etiquetan las economías como en expansión (buenas) o estancadas (malas). Los recicladores de El Cairo, Delhi, Durban, Río y más allá lo saben mucho mejor. Su sustento depende de los desechos. Es fácil descartar a los más pobres de los pobres como si vivieran en el pasado. Es más difícil reconocer que, en realidad, podrían estar viviendo en el futuro.
Aquellos que denuncian lo absurdo del crecimiento han sido objeto de burlas durante años. Relean, por ejemplo, las reacciones a Los límites del crecimiento (1972), el brillante informe que utilizó simulaciones por computadora para mostrar que la acumulación descontrolada conducía a un colapso planetario. Los desmanes siguieron sin solución de continuidad, ya que eminentes economistas se burlaron de esos escenarios tan crudos e inverosímiles. Los críticos insistieron en que el progreso tecnológico resolvería los problemas de la contaminación y del agotamiento de recursos… como si las tecnologías pudieran surgir de la nada… como si los residuos tóxicos pudieran desvanecerse en el aire… como si el aire mismo no se volviera más espeso con partículas día a día.
Es cierto que The Limits to Growth se basó en simulaciones simplificadas, pero sus principios centrales siguen siendo inatacables: el planeta no es infinito y no se puede hacer surgir algo de la nada. Una investigación reciente y más sólida ha justificado muchos de los hallazgos de este informe pionero, lo que comporta un vuelco importante a otra seductora fantasía que anima los debates públicos sobre el futuro de la humanidad: el desarrollo sostenible.
La epopeya de la sostenibilidad requiere sacrificio e ingenio, al igual que todos los romances populares. Los ricos deben renunciar a los productos desechables y comprometerse a reutilizar con la ayuda de sistemas “inteligentes”. El sol y el viento proporcionarán una fuente ilimitada de energía, alimentando el ‘internet de las cosas’ (y de las pantallas). Las nuevas tecnologías aliviarán la pobreza al permitir que las mujeres cocinen sin quemar leña y que los niños hagan sus deberes después del anochecer. Si se hace bien, dice la historia, tales medidas pueden generar un “buen Antropoceno”, en el que el crecimiento continúe y la humanidad prospere. Los que se oponen, aquellas personas que insisten en que el único camino hacia la estabilidad planetaria se realiza a través del decrecimiento, se enfrentan a la misma burla lanzada contra sus predecesores que hablaron de Los límites del crecimiento.
Sin embargo, las tecnologías aclamadas por los llamados ecomodernistas arrojan desechos en cada paso, desde la fabricación hasta la distribución y el uso. Por lo tanto, no se debe limitar la mirada a los paneles solares de los tejados en Arizona. Obsérvense también los peces muertos en el río Mujiaqiao de China, donde uno de los fabricantes fotovoltaicos más grandes del mundo ha derramado ácido fluorhídrico. No llore de alegría por la victoria alcanzada con los mejores estándares de emisión en Europa sin reconocer que los automóviles sin estos requisitos se exportan a África, donde tienen una magnífica segunda oportunidad para arruinar los pulmones de las personas. No reduzca los criterios para las evaluaciones de tecnología a las emisiones de carbono, cuando ni una sola comunidad en Japón ha acordado albergar los millones de metros cúbicos de tierra vegetal radiactiva extraídos de la prefectura de Fukushima después de que tres reactores nucleares (con bajo contenido de emisiones de carbono) explotaran allí.
El “desarrollo sostenible” es un oxímoron. Sus promesas de abundancia arrullan a los consumidores de los países ricos haciéndoles imaginar bienes sin desperdicio: un metabolismo mundial que funcione con la máxima eficiencia. Es un dulce sueño. Es consolador y profundamente atractivo: los funcionarios de la ciudad de San Francisco, donde vivo, parecen creer realmente que pueden formular políticas para lograr “cero residuos”. Como centro global de innovación, la ciudad parece estar bien preparada para implementar el sueño de una economía verdaderamente circular. Sin embargo, en su forma actual, el sueño puede florecer solo porque la realidad permanece invisible para la mayoría de residentes. En la vida real, la mayoría de los desechos de San Francisco, ya sean aguas residuales o productos de reciclaje, ya sea de la construcción, de las emisiones de diésel o del legado tóxico y radiactivo de décadas como centro naval para las pruebas nucleares del Pacífico, terminan cerca de barrios deprimidos como Bayview-Hunters Point.
No me malinterpreten. Es deseable articular propuestas ambiciosas para una economía circular. Nosotros, en el mundo rico, debemos esforzarnos por producir menos desperdicios y residuos, es necesario encontrar formas de arreglar las cosas, de reutilizar materiales antes desechados. Pero tampoco se engañen. Cualquier forma de futuro sostenible (olvidemos expresiones tan grandiosas como “desarrollo sostenible”) requiere menos para los ricos, no más. Menos cosas, menos ganas, menos comodidad, menos conveniencia. En realidad, menos de todo.
Gabrielle Hecht
Stanford University
Cómo citar este artículo:
Hecht, Gabrielle. Desechables. Sabers en acció, 2022-03-02. https://sabersenaccio.iec.cat/es/desechables/.
Para saber más
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