—Las controversias entre expertos en los tribunales permiten entender la coproducción de ciencia y orden social.—
La viuda Houet desapareció misteriosamente en septiembre de 1821 en París. Tenía sesenta años y, al parecer, había amasado una gran fortuna. Su yerno Robert y un cómplice fueron investigados, pero la policía no pudo encontrar el cadáver y permanecieron en libertad. Diez años más tarde, una casualidad permitió reabrir el caso y, en abril de 1833, un magistrado parisino exhumó el cadáver con ayuda de médicos. Bajo una gran capa de cal, encontraron huesos de un esqueleto humano con una soga alrededor del cuello. No se pudo identificar con facilidad porque no había rasgos externos, ni pertenencias personales para ser reconocidas por parientes o amigos de la viuda.
Uno de los peritos fue Mateu Orfila (1787-1853), decano de la Facultad de Medicina de París y famoso por sus investigaciones toxicológicas y su manual de medicina legal. Por esas fechas, Orfila acababa de publicar un tratado sobre exhumaciones jurídicas que incluía estudios pioneros acerca de la determinación del sexo, la edad y la altura mediante tablas numéricas y correlaciones basadas en el tamaño de los huesos. Tras reconstruir el esqueleto, y utilizando estos nuevos métodos numéricos, los peritos obtuvieron unos valores aproximados de la altura del esqueleto que coincidían con los rasgos físicos de la viuda Houet según la recordaban sus vecinos.
En la exhumación del cadáver participó Pierre-Marie-Alexandre Dumoutier (1797-1871), ayudante de anatomía en la Facultad de Medicina y uno de los más activos miembros de la Sociedad Frenológica de París, creada tan solo dos años atrás. Los frenólogos como Dumoutier pensaban que se podían conocer rasgos psicológicos de una persona mediante una craneoscopia, es decir, una inspección minuciosa de su cráneo. Aplicando estas ideas, Dumoutier sorprendió a todos los presentes cuando, tras tomar el cráneo exhumado entre sus manos, afirmó que había pertenecido a una mujer de avanzada edad, “irascible” y “tacaña”. También enumeró otros rasgos de la personalidad que los vecinos identificaron con la viuda Houet. El fiscal afirmó que, unos siglos antes, tales afirmaciones hubieran condenado a Dumoutier a la hoguera por sus artes adivinatorias, cuando en realidad no era sino “un distinguido alumno de Gall y Spurzheim”, los creadores de la frenología, una disciplina que vivía su edad dorada en Francia durante la década de 1830, con numerosos cursos, publicaciones, sociedades y museos repletos de moldes de escayola y cráneos de criminales, como los que coleccionaba Dumoutier.
El asunto fue ampliamente comentado y provocó una temprana polémica acerca de la admisibilidad de las pruebas periciales en los tribunales, un asunto espinoso y de larga duración en la relación entre ciencia y derecho: ¿Qué pruebas ofrecen la seguridad suficiente para ser empleadas en la toma de decisiones? ¿Cómo se relacionan con otros tipos de pruebas, por ejemplo, los testimonios o las confesiones? ¿Qué grado de controversia es permisible en estas pruebas? ¿Qué disciplinas son aceptables en cada momento y situación? El fiscal del caso de la viuda Houet estaba equivocado en su apreciación histórica: magos, alquimistas, quiromantes, etc. fueron admitidos en tribunales en épocas anteriores y posteriores. Quizá se hubiera sorprendido de conocer que la policía de principios de principios del siglo XX hizo uso frecuente de adivinos y videntes para descubrir pistas, por ejemplo, durante los sucesos violentos que condujeron a la Semana Trágica de Barcelona. Un manual alemán de esos años recogía toda una serie de aplicaciones de las “ciencias ocultas” para la nueva policía científica. El controvertido papel pericial de médiums, clarividentes e hipnotizadores se mantuvo en los tribunales durante todo el siglo XX. En definitiva, el debate acerca de la admisibilidad de las pruebas periciales, no solamente en la administración de justicia, no puede ser zanjado fácilmente, ni con el recurso a saberes supuestamente consensuados, ni tampoco con la manida dicotomía entre ciencia y pseudociencia. Tal y como apuntó un perito de mediados del XIX, el tema no tiene fácil solución: si se limita la admisión a tan solo saberes plenamente aceptados y consensuados se corre un gran riesgo de despreciar gran cantidad de saberes nuevos, menos probados y quizá controvertidos, pero también más susceptibles de servir para inspirar técnicas periciales más precisas y sensibles que las antiguas.
Las controversias en los tribunales no se limitan a métodos novedosos o situados en los márgenes de la ciencia académica. El empleo de los órganos sensoriales de los expertos también puede conducir a controversias, incluso cuando se trata de personajes reconocidos o métodos usados de forma habitual. Las distintas capacidades corporales y habilidades sensoriales pueden conducir a ofrecer datos y conclusiones diferentes, producto de cuestiones tales como el entrenamiento previo (por ejemplo, en el uso de un microscopio) o los marcos conceptuales surgidos de diversas formaciones o experiencias profesionales. En los años en que apareció el cadáver de Houet, un método para distinguir sangre humana de la de otros animales se basaba en el olfato de los peritos. Uno de ellos, Jean-Pierre Barruel (1780-1838), afirmaba poder distinguir, a partir de una simple gota tratada con ácido, la sangre humana del resto de animales, la de hombres y mujeres, ¡incluso la de mujeres rubias de las morenas! El método fue empleado en numerosos juicios con más o menos recelos hasta que, a mediados del siglo XIX, se produjo un gran escándalo cuando los peritos implicados en un caso llegaron a conclusiones contrapuestas: las muestras olían a sangre humana según unos, mientras que a otros les parecía sangre de cerdo o de vaca. ¡Para poder hacer la prueba de Barruel con éxito – afirmó uno de los comentaristas – había que tener la nariz de Barruel! Situaciones semejantes se produjeron en otros casos, por ejemplo, en el reconocimiento de matices de colores (en los ensayos químicos del siglo XIX) o patrones y coincidencias visuales (como en las huellas dactilares), y todavía más si se trata de reconocimiento de olores o sonidos (por ejemplo, en el reconocimiento de la voz o de formas dialectales).
El uso de aparatos y protocolos puede introducir una aparente objetividad mecánica, pero no evita controversias en las interpretaciones, ni tampoco conclusiones diferentes debidas a los sentidos diversos de las personas expertas. Los nuevos “olfatos químicos” de finales del siglo XX apenas podían imitar las narices de los mejores enólogos para establecer la calidad de los vinos y, todavía menos, tener su autoridad en esta materia. De modo semejante, los programas de reconocimiento automático de huellas dactilares de esos años permitían ofrecer un grupo de coincidencias que, posteriormente, debían ser minuciosamente exploradas por miradas expertas. Esta dependencia de la agudeza visual fue una de las principales fuentes de controversias de las huellas dactilares, incluso en sus momentos gloriosos del siglo XX cuando parecían encarnar el método más seguro e infalible de identificación. A principios del siglo XXI, esta dependencia del juicio y la habilidad del experto se transformó en un problema cuando las huellas dactilares convivieron, y muchas veces compitieron, con las huellas de ADN, cuyos resultados se podían expresar de forma matemática, en forma de una abrumadora probabilidad de coincidencia en la identificación. Cuando se les preguntaba sobre estas cuestiones, los peritos en huellas dactilares no podían ofrecer un porcentaje matemático para informar del grado de certeza en la identificación, más allá de un número de coincidencias, más o menos arbitrario y cambiante según los marcos legales y países.
El uso de la objetividad mecánica de los instrumentos o de datos numéricos abrumadores ha conducido a ocultar incertidumbres y apagar debates necesarios, con consecuencias nefastas como falsas imputaciones o sesgos racistas como los del caso Mayfield descrito en otro punto. Los estudios disponibles sobre la historia de las ciencias forenses destinadas a abordar la violencia sexual también reflejan sesgos de género, clasistas y racistas, por lo general entremezclados con valores morales y religiosos que criminalizan determinadas prácticas y toleran hasta cierto punto otras, por lo que condicionan su persecución judicial en uno y otro sentido. Estos desequilibrios y sesgos se pueden comprobar también a través del tratamiento penal del infanticidio. Varios ensayos periciales, más o menos falaces, fueron desarrollados en este sentido y, de este modo, restaron valor a los testimonios de madres y familiares. El más popular fue la docimasia pulmonar. Fue esbozado ya en el siglo XVII y consistía en sumergir los pulmones del recién nacido en agua: si los órganos respiratorios flotaban se consideraba un signo de que se había llegado a inhalar aire y, por lo tanto, que la muerte se había producido tras su nacimiento. Durante los siglos siguientes, hasta bien entrado el siglo XX, muchos tribunales consideraron este ensayo como una prueba concluyente de un delito de infanticidio, a pesar de las tempranas críticas por parte de la comunidad médica respecto a las múltiples falacias y falsos positivos de este método. Solamente con la llegada de las nuevas leyes acerca del infanticidio de mediados del siglo XX se produjo un cambio sustancial en el tratamiento de este tipo de delitos con un mayor peso de las pruebas psicológicas para abordar el estado de las madres.
Tal y como ocurre con el infanticidio, diversos ensayos, cálculos o instrumentos han permitido la legitimación de saberes controvertidos para patologizar o criminalizar comportamientos considerados socialmente peligrosos, incluyendo aspectos de la vida personal como las orientaciones sexuales. Un ejemplo son las técnicas falométricas (entre ellas el falopletismógrafo) con las que el psiquiatra checo Kurt Freund (1914-1996), director del Instituto Sexológico de Praga, pretendía determinar objetivamente determinadas “desviaciones” sexuales a mediados del siglo XX. Una de sus primeras aplicaciones fue la detección de la homosexualidad entre reclutas checos para eludir así el servicio militar obligatorio. Se basaba en cambios de dimensión del pene cuando los sujetos eran sometidos a imágenes de individuos desnudos. A pesar de las dudas sobre su validez, y de las tensiones de la Guerra Fría, las técnicas falométricas de Freund traspasaron el telón de acero y miles de hombres de todo el mundo fueron diagnosticados mediante este y otros métodos similares, para ser sometidos a castigos, cárcel o tratamientos como la castración terapéutica o las descargas eléctricas. Mientras que Freund y sus colegas checos no consideraban efectivos estos tratamientos y abogaban por despenalizar la homosexualidad en su país, en Gran Bretaña sus métodos fueron empleados para aplicar terapias de aversión y tratamientos de electrochoque.
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito y sugieren mantener la prudencia incluso con saberes poco controvertidos, aunque sean presentados como hechos que hablan por sí mismos o mediante la objetividad mecánica de instrumentos y el peso de las matemáticas. Las reglas de admisibilidad de pruebas periciales, establecidas en algunos sistemas legales anglosajones, tampoco han resuelto la gestión de las controversias en los tribunales. La más conocida, la denominada “regla Frye”, fue introducida en 1923 por la Corte Suprema de Estados Unidos para descartar el uso del detector de mentiras por no estar “generalmente aceptado” por la comunidad científica. Las limitaciones de aplicación de esta regla fueron evidentes y condujeron a modificaciones diversas, tales como la más reciente “regla Daubert” que surgió a finales del siglo XX en torno a la responsabilidad de la empresa Merrel Dow Pharmaceuticals por un medicamento (Bendictin) que provocó daños en embarazos. La nueva regla era más exigente en cuanto a requisitos para aceptar saberes periciales y permitió, en este caso y en otros, dejar impunes los crímenes cometidos mediante productos químicos o medicamentos peligrosos, bajo el argumento de no estar suficientemente constatada la relación entre tóxicos y enfermedades.
En el caso de la viuda Houet, la medicina legal de su tiempo se enfrentó con la popularidad de la moderna frenología. Ambas tenían capacidad, limitada eso sí, para determinar la identidad de un esqueleto enterrado durante más de una década. No había ninguna regla de admisibilidad y los jueces franceses tenían plena capacidad para escuchar a tantos peritos como considerasen. Sin embargo, los médicos de la Facultad de Medicina hicieron todo lo posible para dejar fuera del juicio al frenólogo Dumoutier, que hubo de conformarse con unos días de gloria en los periódicos de París, seguidos de fuertes críticas y ridiculizaciones de todo tipo. Pudo vivir con ello y siguió enriqueciendo su colección de cráneos y colaborando con la justicia el resto de su vida.
A finales del siglo XIX, y con raíces más o menos discutidas en los saberes frenológicos de Dumoutier, la criminología de la “Nuova Scuola” de Cesare Lombroso estableció rasgos corporales relacionados con la criminalidad que produjeron también fuertes controversias, entre otras cuestiones, por el asunto de la responsabilidad penal. Crimen y locura continuaron siendo fuente frecuente de controversias en los tribunales, desde las personas acusadas de finales del siglo XIX que afirmaban estar bajo los efectos de la hipnosis o en episodios de sonambulismo, tales como el famoso juicio de Gabrielle Bompard a finales del siglo XIX, hasta casos mediáticos como la matanza de la isla noruega de Utøya en 2011, los conductores suicidas supuestamente afectados por epilepsia o demencia transitoria, o los modernos escáneres cerebrales del siglo XXI que prometen establecer la agresividad o convertirse en modernos detectores neurobiológicos de mentiras. No parece que se puedan resolver de un plumazo estas y otras controversias en los tribunales, ni tampoco parece que se pueda prescindir de ellas sin graves riesgos para la administración de justicia.
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
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Lecturas recomendadas
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