—Una exploración de discursos, constructos y acciones antievolucionistas.—

 

La palabra creacionismo suele evocar noticias, imágenes y sonidos de la Norteamérica profunda. Tal vez las cadencias solemnes del himno Gimme that old time religion vuelvan al recuerdo de quienes en su día vieron la película Inherit the wind (Stanley Kramer, 1960, doblada en España bajo el título La herencia del viento), inspirada en el proceso judicial contra John Thomas Scopes (1900-1970). Corría el año 1925, y Scopes, que era profesor en Dayton (Tennessee), fue condenado por enseñar la teoría de la evolución en sus clases. En realidad, las autoridades de la ciudad mostraron un gran interés en montar un circo mediático. El condenado, por su parte, se había ofrecido voluntariamente a ser llevado a juicio dentro de una campaña ideada por la American Civil Liberties Union. Además, ni siquiera era profesor de biología. Al final, la pena fue una simple multa de 100 dólares que ni se llegó a pagar. Sin embargo, pese a tan prosaicas circunstancias, lo cierto es que el llamado «Juicio del Mono» permanece como una referencia del conflicto entre ciencia y religión, que en su expresión contemporánea hallaría campo de batalla habitual en torno al evolucionismo. Que el famoso político y antiguo candidato a la presidencia de los Estados Unidos, William Jennings Bryan (1860-1925), agitador de campañas a favor de prohibir la enseñanza de la evolución, ejerciera la acusación popular, y que el reconocido abogado agnóstico Clarence Darrow (1857-1938) se encargara de la defensa, fueron circunstancias que ayudaron a elevar la trascendencia de dicho juicio. Añadamos una recreación espectacular en la prensa de los alegatos de uno y otro, más el golpe de efecto de Darrow al requerir que Bryan subiera al estrado como perito en la Biblia, y el hito histórico está servido. Para colmo de dramatismo, Bryan murió pocos días después de ser dictada sentencia. Unas dosis de rememoración teatral y cinematográfica, y el hito deviene icono imperecedero.

Clarence Darrow (de pie) interroga a William J. Bryan durante una sesión al aire libre del juicio contra John Th. Scopes. 20 de julio de 1925. Fotografía de Watson Davis. Smithsonian Institution Archives, Record Unit 7091, Science Service Records, Image No. SIA2007-0124.

En realidad, este caso no refleja sino la polarización social en torno al evolucionismo como desafío primariamente intelectual, pero a la postre también político, a un complejo conjunto de ideas religiosas más o menos tradicionales. Unas ideas que sostienen que el poder creador del mundo, de la vida y de la humanidad recae en un ente divino, usualmente trascendental de su propia creación. Pero es un caso más, y no demasiado representativo de casi nada. Eso que viene a llamarse creacionismo no es un invento estadounidense. El que sean casos estadounidenses los más conocidos por el público —entre otras cosas, por la recurrente judicialización del tema en su vertiente educativa— no deja de ser una circunstancia compartida con multitud de expresiones culturales contemporáneas, pero el creacionismo ha existido y sigue existiendo en la mayoría de los países del mundo.

Tampoco es verdad que el creacionismo sea un constructo invariablemente vinculado a irredentos fundamentalistas, que hacen de la lectura literal de la Biblia la fuente de su fe religiosa. Es cierto que el literalismo se lo pone muy fácil a ciertas formas de antievolucionismo, pero en denominaciones e iglesias cristianas más avezadas en las sutilezas escriturísticas y teológicas hallamos sus propias versiones del creacionismo. Y, desde luego, el creacionismo no es un fenómeno ni típicamente protestante, ni exclusivamente cristiano, puesto que halla campo de acción en ámbitos religiosos como el islam y el judaísmo. El creacionismo, entendido en sentido amplio, es, pues, un producto globalizado, con presencias públicas muy conspicuas en naciones tan distintas como los Países Bajos, Corea del Sur o Turquía, y con una masa de adherentes mayor de lo que parece en otros muchos estados, incluidos los de la Unión Europea, a tenor de los datos que las encuestas sociológicas van ofreciendo.

Recreación del Arca de Noé en Dordrecht (Países Bajos), sufragada por el empresario creacionista Johan Huibers en el año 2012. Wikipedia.

En la comprensión del fenómeno creacionista no es de ninguna ayuda la tesis del conflicto sustantivo entre ciencia y religión, desechada historiográficamente casi desde su propuesta a finales del siglo XIX, pero extraordinariamente resistente en el imaginario de muchos practicantes y divulgadores de la ciencia. La relación entre ciencia y religión es compleja, y decirlo es banal. Sin embargo, no está de más hacer un recordatorio, porque solventarla con la tesis del conflicto supone desactivar el debate, y eso no tiene nada de banal en nuestra propia época. A fin de cuentas, presentar la ciencia como incompatible con la religión es hacer de aquella, por sustitución, la redentora de los males de la humanidad.

Echar mano de un cientifismo que celebra la ciencia como superadora de la tradición es, frecuentemente, el estímulo más efectivo para agitar los fantasmas de la dictadura tecnocientífica y del transhumanismo. Por ello, un enfoque adecuado del creacionismo debe basarse en las razones que motivaron el origen de los debates en torno a la evolución biológica, especialmente a raíz de la propuesta darwinista. Las raíces de esos debates no eran solamente religiosas. Modelos relevantes para el orden social y la acción política también se veían cuestionados por aquellos que extendían la evolución más allá de la biología. Recordemos, por ejemplo, que polos ideológicos tan distantes y enfrentados como el liberalismo clásico y el anarquismo mutualista compartían su adhesión ferviente al evolucionismo. Los debates, de hecho, resultaron muy plurales, pues ni eran dos los bandos, ni había unanimidades en ninguna de las posturas. Ni siquiera la gran controversia era sobre la evolución en sí. Al final, ganó mucho más peso la cuestión de si había una direccionalidad en el curso evolutivo y de si este podía ser concebido hacia un propósito o finalidad, como propugnaban los defensores del llamado evolucionismo finalista. Un sentido finalista era bastante fácil de combinar con una idea de un dios que crea el mundo, aunque lo haga no directamente, en todos sus detalles, sino dotándolo de unas leyes, pautas y tendencias que pueden desplegarse evolutivamente. Mientras se conservara un cierto propósito, no habría menoscabo de la acción creadora, generadora última de los funcionales y hasta elegantes diseños naturales que exhiben tantos seres vivos adaptados a su entorno. Ese propósito, sin embargo, era negado por el darwinismo más ortodoxo, con su énfasis en una selección natural que operaría ciegamente sobre la variabilidad individual dentro de las especies. Y ahí estará el meollo, especialmente al debatir en torno al origen de nuestra especie.

Al final, siendo justos, un debate así de sutil no resultaría fácilmente comprensible para todo el mundo. De ahí que, en la organización de respuestas colectivas, la simplificación de los argumentos fuera una condición necesaria. Si el caso español muestra cómo, en el último tercio del siglo XIX, se construyó una identidad que asociaba evolucionismo y anticlericalismo —por mucho que hubiera autores creyentes, algunos de ellos sacerdotes, que trataran de incorporar ideas evolucionistas en sus propuestas—, así en los Estados Unidos empezaron a aparecer a comienzos del siglo XX movimientos, como el encabezado por el mencionado Bryan, que equiparaban enseñanza de la teoría de la evolución con promoción del ateísmo. La simplificación de argumentos con intenciones de movilización colectiva, sin embargo, conlleva que se complique el espectro de posiciones frente al evolucionismo desde el punto de vista social. Entre los apoyos que obtuvieron las tesis de Bryan, un supremacista que encontraba justificación divina en el dominio de los blancos, se contaban los líderes afroamericanos de no pocas comunidades cristianas del sur de Estados Unidos. Las cualidades carismáticas de estos liderazgos fueron, sin duda, un factor fundamental en la extensión de las ideas antievolucionistas y de su permanencia en el tiempo. Porque, en esto sí, la experiencia norteamericana es definidora de las capacidades de organización y diseminación de ideas que ha exhibido el creacionismo a lo largo del siglo XX.

Illogical Geology (1906), de George M. Price, es una de las primeras exposiciones del neocatastrofismo antievolucionista. Goodreads.

Unas capacidades que eran, además, adaptativas. El relativamente crudo literalismo de Bryan servía, ante todo, para movilizar a los ya convencidos a la hora de ejercer presión sobre legisladores y jueces. Pero ya en aquella época, otros autores entendieron que había que aspirar también a lograr conversiones. Para ello, la estrategia iba a ser dotar de apariencia científica a las propuestas creacionistas. Esta fue la vía seguida por George McCready Price (1870-1963), un adventista del Séptimo Día que, tras una escueta formación en ciencias naturales en la Escuela Normal de New Brunswick (Canadá), se lanzó a publicar libros que impugnaban muchos principios establecidos por la geología, construyendo una teoría donde encajar una creación reciente del mundo y de la vida, además de una catástrofe universal del estilo del diluvio bíblico, pero sin renunciar a los datos estratigráficos, tectónicos y paleontológicos. De ese modo, a la vez que sostenía sus propios argumentos, simultáneamente socavaba los de la ciencia establecida, con especial énfasis en aquellos que favorecían una visión evolucionista. Pese a encontrar muy poco eco en sus primeros intentos, en parte por militar en una denominación protestante minoritaria y no demasiado bien vista, poco a poco fue ganando adeptos en otras iglesias, además de conseguir publicar algún trabajo en una revista científica de referencia, The Pan-American Geologist. Aunque a la postre no lograra esa conversión general con la que seguramente soñaba, Price, al recuperar parcialmente el catastrofismo geológico del siglo XIX —una teoría que intentaba explicar mediante acontecimientos geológicos extraordinarios las extinciones bruscas de animales y plantas que parecía revelar el registro fósil—, en el que militaron ilustres y respetados naturalistas, anunciaba un modo de proceder que se ha repetido en diversas ocasiones en la historia del creacionismo: plantear una hipótesis o teoría alternativa a la considerada oficial, tratando de construir un debate a partir de los datos que esa misma ciencia oficial maneja.

El libro del profesor de derecho Phillip E. Johnson, Darwin on trial (1991), un superventas traducido a numerosos idiomas, fue fundamental en la divulgación del diseño inteligente. Wikipedia.

Esta estrategia es la que se ha vuelto a poner en acción con el llamado diseño inteligente, con seguridad el constructo creacionista más influyente en las últimas décadas, entre otras razones, por su acertada promoción editorial. Sus impulsores, muchos de los cuales pueden exhibir títulos científicos oficiales e incluso presencias activas en instituciones de investigación reconocidas, insisten en que su punto de vista está al margen de la religión. Al mismo tiempo, proclaman que las pruebas que reúnen requieren impugnar la interpretación darwinista de la vida, además de aceptar que hay una inteligencia tras la posibilidad de existencia de los seres vivos. Desde luego, en los textos más difundidos del diseño inteligente no se hallan referencias bíblicas y ni siquiera hay mención explícita a lo divino; pero lo cierto es que, sobre los argumentos supuestamente basados en pruebas científicas que exhiben, flota una reconversión de los antiguos argumentos del diseño, lo que obliga a asumir un propósito o finalidad para todos los procesos naturales. Esto se ve, por ejemplo, en el extenso catálogo de datos bioquímicos, fisiológicos y morfológicos que aportan, los cuales, según su punto de vista, llevarían a postular la existencia de una complejidad irreductible en lo viviente. Un ojo o un flagelo bacteriano no podrían funcionar si faltara alguna de las partes que los componen. Estas partes encajan perfectamente, lo que indicaría que la complejidad de la estructura no puede explicarse por modificaciones graduales a partir de una estructura anterior. El materialismo darwinista no tendría, pues, explicación para algo así. El diseño del ojo o del flagelo solamente se resolvería por una funcionalidad previamente determinada, es decir, por un diseño dirigido a una finalidad.

En las polémicas que se generan en torno a las propuestas creacionistas, en todo caso, sigue presente un desdén escasamente autocrítico por parte de muchos científicos, demasiado proclives a considerar que todo creacionista actúa movido por un odio a la ciencia. Sin duda, hay posturas políticas intensamente antirracionalistas que van a utilizar unas u otras versiones del creacionismo para sus fines. Pero de ahí a generalizar que todo creacionista está motivado por un furor anticientífico, media una distancia excesiva. Esto no debe suponer que no haya que impugnar la cientificidad del diseño inteligente, por mencionar la propuesta que se ha revestido más eficazmente de tal apariencia; pero sí que obliga a considerar la complejidad de los motivos que explican la persistencia del antievolucionismo en la época contemporánea. Ni las pretensiones de explicación total que han exhibido algunos darwinistas radicales en tiempos recientes —cuando proclaman, por ejemplo, la fundamentación científica del ateísmo—, ni las derivas históricas en los usos del evolucionismo hacia la eugenesia, el racismo o la legitimación del orden capitalista, justifican de ningún modo el creacionismo, pero sí que deben incorporarse a un análisis serio de la resistencia, e incluso resiliencia, que sigue exhibiendo.

 

 

Jesús I. Catalá-Gorgues
Universitat Cardenal Herrera CEU, CEU Universities

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Catalá-Gorgues, Jesús I.; Peretó, Juli. El Darwin indigesto. Repercusiones políticas, sociales y religiosas del darwinismo. In: López-Fanjul, Carlos, coord. El alcance del darwinismo. A los 150 años de la publicación de «El origen de las especies». Madrid: Colegio Libre de Eméritos; 2010, p. 208 – 231. Disponible en este enlace.

Pelayo, Francisco, coord. L’espècie mística [monogràfic]. Mètode. 2007; 54: 44-87. Disponible en este enlace.

Ruse, Michael. ¿Puede un darwinista ser cristiano? La relación entre Ciencia y Religión. Traducción de Eulalia Pérez Sedeño y Eduardo de Bustos. 2007; Madrid: Siglo XXI.

Estudios

Blancke, Stefaan; Hjermitslev, Hans Henrik; Kjærgaard, Peter C., eds. Creationism in Europe. 2014; Baltimore, Johns Hopkins University Press.

Bowler, Peter J. Monkey trials and gorilla sermons: evolution and Christianity from Darwin to intelligent design. 2007; Cambridge, Mass.: Harvard University Press.

Numbers, Ronald L. The creationists: from scientific creationism to intelligent design. Expanded edition. 2006; Cambridge, Mass.: Harvard University Press.

Vallejo, Gustavo; Miranda, Marisa, dirs. Derivas de Darwin. Cultura y política en clave biológica. 2010; Buenos Aires: Siglo XXI.

Fuentes

Price, George M. Illogical geology: the weakest point in the evolution theory. 1906; Los Angeles: The Modern Heretic Company. Disponible en este enlace.