—Los espacios de la locura desde las fundaciones bajomedievales a la desinstitucionalización.—

 

Los espacios de la locura ejercieron una notable fascinación en el imaginario cultural europeo en el tránsito a la modernidad, y, muy especialmente, a lo largo del periodo que comprende lo que comúnmente conocemos como Ilustración y Romanticismo. Así, por ejemplo, algunos viajeros de finales del siglo XVIII llegaron a popularizar el paso por hospitales y departamentos de dementes como una importante etapa de sus Bildungsreisen o periplos formativos. El filósofo francés Michel Foucault señaló que esta contemplación de la locura confinada simbolizaba su conversión (moderna) “en algo para mirar, [en lo que] no se ve el monstruo que habita en el fondo de uno mismo”. Pero otros autores han sugerido que los establecimientos de dementes constituían un lugar privilegiado para adquirir valiosas enseñanzas y familiarizarse con el lado más vulnerable, íntimo o nocturno de la naturaleza humana. En este sentido, hay que recordar el caso de Francisco de Goya, que en 1794 pintó un siniestro Corral de locos después de haber presenciado numerosas escenas de maltrato a los internos del Hospital de Nuestra Señora de Gracia de Zaragoza. Significativamente, la locura tuvo a partir de ese momento una presencia reiterada en su producción, y se encarnó en figuras que evocan una visión sombría y crepuscular de la condición humana y apelan a la propia irracionalidad del observador.

La (supuesta) animalidad de la locura y el maltrato común en las instituciones para dementes del Antiguo Régimen se muestran de manera inquietante en este Corral de locos pintado por Francisco de Goya en 1794. Wikipedia.

Esta nueva sensibilidad tuvo entonces un papel muy importante en el desarrollo de una mayor preocupación pública por el estado de las instituciones destinadas a los locos. En algunas ciudades, dichas instituciones tenían sus orígenes en una serie de fundaciones bajomedievales que habían asumido la acogida y la custodia de los menesterosos con alteraciones más o menos incapacitantes del lenguaje, la conducta o la competencia psicosocial. Este era el caso del célebre Hospital d’Innocents, Folls e Orats de Valencia, un establecimiento fundado en 1409 por el fraile mercedario Joan Gilabert Jofré con el apoyo de una decena de notables de la ciudad, pero también de otras instituciones similares como el Hospital de Bethlem en Londres, el Hospital de la Santa Cruz de Barcelona o el Hospital del Nuncio de Toledo. Algunos de ellos gozaron durante un tiempo de un cierto prestigio como espacios en los que se cumplía dignamente con la doble tarea de proteger, atender y “consolar” a los enfermos y –por supuesto– de mantener el orden público. Pero, en líneas generales, a finales de la Edad Moderna su estado era lamentable debido al desinterés de los administradores, a la impropiedad de las instalaciones y al abuso de todo tipo de medidas coercitivas.

Contando con las innovaciones humanizadoras propugnadas por la incipiente medicina mental y el ejemplo de algunas instituciones de nuevo cuño en las que se practicaba el llamado “tratamiento moral” de la locura (como el célebre Retiro fundado en York por el filántropo cuáquero William Tuke en 1796), la primera mitad del siglo XIX asistió al despliegue de múltiples iniciativas encaminadas a renovar en profundidad la asistencia prestada a locos y dementes. En Inglaterra, por ejemplo, la Cámara de los Comunes nombró en 1815 una comisión parlamentaria que destapó numerosas irregularidades en manicomios públicos y privados y propició la introducción de nuevos estándares y medidas de inspección. En Francia, y con el impulso decisivo de Jean-Étienne-Dominique Esquirol (el más activo y carismático de sus alienistas), la Monarquía de Julio aprobó en 1838 una nueva ley que regulaba los internamientos y prescribía la instalación de asilos ampliamente dotados en todos los departamentos del país. Y en España, y a pesar de las importantes convulsiones políticas de la época, también se implementaron diversas mejoras en las viejas instituciones de Valencia, Barcelona, Zaragoza o Toledo; en 1849 se promulgó una nueva Ley de Beneficencia y, poco después, abrió sus puertas un ensayo de “manicomio modelo” en la Casa de Dementes de Leganés (Madrid).

Óleo de 1887 de Joaquín Sorolla que representa al fraile mercedario Joan Gilabert Jofré protegiendo a un loco en la Valencia de principios del siglo XV. Wikipedia.

En Cataluña, este proceso cobró un notorio impulso con la fundación de varios manicomios privados que, frente la relativa inoperancia gubernamental en la materia, desempeñaron un importante papel en la difusión de los presupuestos y las pautas de manejo institucional de la locura propugnadas por el primer alienismo. El primero de ellos, conocido como la “Torre Lunática” y destinado a una clientela adinerada, fue instalado en 1844 por el médico y botánico Francesc Campderà en una idílica finca ajardinada de Lloret de Mar (Girona). El segundo fue inaugurado en 1854 en un antiguo convento de Sant Boi de Llobregat (Barcelona) y se convirtió pronto en un establecimiento muy conocido en todo el Estado debido la incansable actividad promocional de Antonio Pujadas, su primer director y propietario, y de los convenios que suscribió con varias diputaciones provinciales. El tercero, instalado en 1857 en las inmediaciones de Barcelona, fue el Manicomio de Nueva Belén, que a partir de 1873 fue dirigido por Juan Giné y Partagás, catedrático de higiene y patología quirúrgica y autor de un importante Tratado teórico-práctico de frenopatología o estudio de las enfermedades mentales (1876). Y un cuarto Instituto Frenopático, administrado conjuntamente por los médicos Tomás Dolsa y Pablo Llorach, abrió también sus puertas en Barcelona en 1863, y cinco años más tarde se emplazó en el actual distrito de Les Corts de Sarrià. Cabe señalar que, profesando una calculada ambigüedad doctrinal en relación con la naturaleza y las causas de la locura, los médicos que promovieron o se hicieron cargo de estos establecimientos se presentaron como herederos de los grandes pioneros europeos de la disciplina y ensalzaron las virtudes del temprano aislamiento de los pacientes y los principios del tratamiento moral, esto es, de una acción enérgica sobre las pasiones exacerbadas o la imaginación extraviada de los enfermos. De hecho, la confianza inicial en el potencial terapéutico de estas instituciones fue tal que, a pesar de su fuerte orientación organicista, el propio Gine y Partagás no vaciló en definir los manicomios como “el arma más poderosa de la psiquiatría contemporánea” y en afirmar que “contra la alienación mental puede más un buen manicomio bien situado, debidamente construido y sabiamente administrado, que todos los fármacos del mundo”.

Tal como sugiere La sala de agitados del Hospicio de San Bonifacio de Florencia (1865) del pintor italiano Telemaco Signorini, a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX se extendió un clima de notable pesimismo con respecto al potencial terapéutico de las instituciones psiquiátricas. Wikipedia.

No obstante, este optimismo fundacional dio paso rápidamente a una apreciación mucho menos entusiasta con respecto a las bondades del internamiento y las posibilidades curativas de los remedios “morales”. En un clima dominado por el determinismo biológico, los postulados degeneracionistas y el nihilismo terapéutico, a lo largo de las décadas finales del siglo XIX muchas instituciones psiquiátricas se vieron atestadas de un contingente cada vez mayor de pacientes que eran considerados como esencialmente “irrecuperables”. Tal como señaló el psiquiatra e historiador francés Georges Lantéri-Laura, esta renovada percepción de la cronicidad de la locura se debió en gran medida a la propia necesidad de unos establecimientos infradotados de asegurar su viabilidad económica por medio del trabajo no remunerado de los internos. Pero el hecho es que, por aquel entonces, el estado de la mayoría de los manicomios se degradó hasta tal punto que su reputación entre el público general (y entre unos psiquiatras ávidos de abrirse a nuevos espacios de intervención) sufrió un deterioro que prácticamente ya no se revirtió nunca.

Cabecera del estremecedor reportaje de Tomás Martín Arnoriaga “El terrible caso del psiquiátrico de Valencia”, publicado por el semanario Sábado Gráfico el 18 de noviembre de 1972. Psiquifotos.

En el caso de las instituciones españolas, de hecho, la tónica general continuó dominada por la desidia, el atraso y la precariedad hasta finales del siglo XX. A pesar de la introducción de nuevos recursos terapéuticos (tratamientos de shock, psicofármacos, terapias de grupo, etc.) y de la indudable mejora del nivel de vida experimentada por el país, todavía en los años setenta las condiciones materiales y humanas imperantes en los hospitales psiquiátricos resultaban escandalosas. Y las cosas apenas cambiaron con las tímidas iniciativas reformistas del tardofranquismo, que en algunos casos condujeron a la apertura de instituciones claramente fallidas como la “Ciudad Sanitaria Psiquiátrica” de Bétera (Valencia). Operativo desde 1974, este hospital no dejó de estar en el centro de la polémica hasta su práctica disolución (al cabo de menos de dos décadas de funcionamiento) a causa de la negligencia administrativa, los conflictos laborales, la actitud hostil de las poblaciones colindantes y, sobre todo, el deficiente diseño de un dispositivo que se había propuesto superar el viejo orden asilar con una nueva estructura sobredimensionada y aislada del exterior.

En estas coordenadas, las últimas décadas del siglo pasado asistieron a la cristalización de un amplio consenso social y corporativo en torno a la necesidad de romper definitivamente con el círculo vicioso de enfermedad, institucionalización y exclusión que habían propiciado los manicomios. Tras la aprobación de nuevas leyes y disposiciones relativas a la asistencia psiquiátrica, la mayoría de los países occidentales adoptaron finalmente políticas de atención comunitaria y reemplazaron los asilos de origen decimonónico por unidades psiquiátricas en hospitales generales, centros ambulatorios de salud mental y una serie de recursos intermedios de carácter rehabilitador, ocupacional y residencial (talleres, viviendas tuteladas, empleos protegidos, etc.). No obstante, las limitaciones de las políticas sociosanitarias e inclusivas a este nivel han conducido en muchos lugares a un escenario de precariedad postpanóptica que, en buena medida, continúa reproduciendo los peores vicios de los antiguos manicomios, al menos en cuanto a la situación de las personas que requieren un mayor grado de apoyo en la “comunidad”.

 

 

Enric Novella
IILP-UV

Para saber más

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Lecturas recomendadas

Campos Marín, Ricardo; Huertas García-Alejo, Rafael. Los lugares de la locura. Reflexiones historiográficas en torno a los manicomios y su papel en la génesis y el desarrollo de la psiquiatría. Arbor. 2008. CLXXXIV(731); 471-480.

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Estudios

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Fuentes

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Páginas de internet y otros recursos

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Martínez Azumendi, Óscar. Blog “Imágenes de la psiquiatría. Usos y utilidades de la fotografía en el ámbito psiquiátrico” [Accedido Nov 2020]. Disponible en este enlace.

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