—La pérdida de precisión, de neutralidad o de cualquier otra supuesta característica del lenguaje de la ciencia es más frecuente de lo que se cree y de lo que debería.—
El mensaje científico suele relacionarse con la función representativa del lenguaje, puesto que la transmisión de conocimientos, conceptos o teorías de la manera más objetiva posible es su objetivo más relevante. Dicha misión determina lo que muchos autores entienden como las que deben ser sus características principales (universalidad, concisión, claridad, etc.), entre las que las más destacables son la precisión y la neutralidad u objetividad. Sin embargo, no solo los estudios diacrónicos de los textos científicos muestran que tales características deben matizarse para otros momentos históricos, sino que tampoco en la actualidad se manifiestan de modo constante. De hecho, no es raro que, junto a la función representativa, el discurso científico sirva asimismo a otras funciones, como la conativa o la expresiva, con finalidades muy distintas a la de la mera transmisión de conocimiento, más inclinadas a conseguir una respuesta por parte del receptor del mensaje o a convencerle de algo. Lo anterior lleva a que esas que suelen considerarse como las “características” del lenguaje científico, en realidad deban interpretarse como unas “metas” hacia las que tiende, unas metas que, contra lo que cabría suponer, no siempre se alcanzan.
La precisión consiste en que el significado, tanto el de los términos de un mensaje como el del conjunto del mensaje en sí, esté claramente delimitado de antemano, sin dejar lugar a la confusión o a la interpretación, como ocurre tantas veces en el lenguaje común y mucho más todavía en otros lenguajes, como el poético, por ejemplo. Dicho de otra manera: el significado del mensaje científico no puede depender ni del contexto, ni del emisor o receptor, ni de ningún otro elemento del acto comunicativo. Si bien la precisión puede tener que ver con el uso en los textos científicos de aclaraciones o incisos explicativos, que deshagan la posible ambigüedad existente, esta cualidad de la precisión se asocia sobre todo con la propia precisión de los términos que, al igual que sucede en el caso del mensaje científico en su conjunto, está ligada a que los elementos que participan en el acto comunicativo no influyan en su significado. Ello solo será posible si el término cuenta con una definición aceptada, que fije el concepto y lo delimite claramente de otros conceptos. Es decir, no solo será monosémico, sino que tampoco podrá tener sinónimos.
Hasta aquí la teoría. Porque en la práctica las condiciones apuntadas más arriba no son más que quimeras, por lo que no resulta difícil que en los mensajes científicos esa precisión se tambalee de muy diferentes formas y se aleje de aquella con la que miden los instrumentos científicos. Desde luego, la más evidente es la que se deriva de la existencia de sinonimia terminológica, que no es un hecho anecdótico, sino algo bastante frecuente y que responde a numerosas causas, de las que las tres que siguen son las más relevantes. Por un lado, la que deriva del hecho de recurrir a la vez a los formantes griegos y a los latinos para crear los términos, lo que tiene como resultado la producción de pares de términos con el mismo significado, como antipirético y febrífugo, por ejemplo. O tríos de términos, cuando a los creados con formantes griegos (antimicótico) y los creados con formantes latinos (fungicida) se les añaden los híbridos greco-latinos (antifúngico). Por otro lado, de la pujanza del inglés y el desconocimiento o desprecio de la lengua propia por parte de algunos científicos y traductores, se deriva que, habiendo denominaciones en una lengua con las que nombrar perfectamente muchos conceptos, se introduzcan otras, sinónimas, procedentes del inglés, para referirse a ellos. Es lo que sucede con rash, por ejemplo, que en el lenguaje de la medicina compite con exantema o sarpullido. Por último, la afición que la ciencia contemporánea y sus cultivadores demuestran hacia la eponimia (temperatura de Néel, enfermedad de Parkinson, modelo atómico de Rutherford…) hace que sea común que a la denominación no eponímica de un concepto (nervio occipital mayor), se le añada otra eponímica (nervio de Arnold), lo que causa sinonimia, obviamente, con pérdida de precisión. Además, en este caso de sinonimia por eponimia, al no haber siempre unanimidad acerca de la persona descubridora o inventora de algo, puede suceder que una misma realidad, un mismo concepto, se conozca por varios epónimos distintos, como sucedería, por ejemplo, con la fractura de Colles invertida, la fractura de Goyrand, la fractura de Smith o la fractura de Goyrand-Smith, que deja al receptor del mensaje dudando de si se trata de cuatro tipos de fractura distinta o de una sola con diferentes denominaciones.
La presencia del fenómeno contrario al anterior también menoscaba la precisión del lenguaje científico: la polisemia. Se produce cuando un único término sirve para referirse a conceptos diferentes, ya pertenezcan estos solamente al ámbito científico o a dicho ámbito y, a la vez, al común. El primer caso se puede ejemplificar con el término tarso, que puede usarse en medicina tanto para referirse al párpado como a una parte del pie. Para ilustrar el segundo serviría la palabra cólera, que tanto pertenece al dominio científico (con distintos significados en medicina o en veterinaria) como al lenguaje común. Evidentemente, si un término tiene más de un significado habrá que recurrir al contexto o a otros elementos para deshacer la ambigüedad, lo cual no debería ser necesario cuando de mensajes “científicos” se trata : si el médico le dice al paciente “es muy importante controlar esa tensión”, este no sabrá si le ha querido decir que se la tiene que medir periódicamente o si la tiene que normalizar prescindiendo de la sal o tomando una pastilla. El peso que ejerce el inglés sobre las demás lenguas es, de nuevo, una fuente muy importante de polisemia, lo que se concreta en la llegada de nuevos significados a palabras que antes no los tenían. Así le ocurre, por citar solo un ejemplo, a la palabra ignorar que, originalmente, respondía al significado de “desconocer” hasta que le vino del inglés el de “despreciar”, con lo que sin el contexto – y, a veces, ni siquiera recurriendo a él– es muy difícil saber con qué significado se está empleando: si el médico ignora los efectos secundarios de un medicamento que va a prescribir, será complejo discernir si es que los desconoce (lo que puede llegar a ser muy grave) o si, conociéndolos, los desprecia y decide recetarlo de todas maneras, pues estima que a pesar de ellos el tratamiento será beneficioso.
La pérdida de la precisión va más allá de la que puedan tener los términos y está ligada mucho más de lo imaginable al uso de otros elementos que forman parte del mensaje científico: “Se halló un tumor de gran tamaño” (¿cómo de grande es algo que es de gran tamaño?); “Se constata una cierta desviación a la derecha” (¿a qué equivale una cierta desviación?); “Se comprobó con regularidad” (y esa regularidad implica ¿minutos?, ¿horas?, ¿días?); “La glucosa estaba alta” (medida en ¿metros?, ¿decímetros?, ¿centímetros?); “Se realizaron varios experimentos” (¿cuántos son varios?); “En un periodo largo” (¿de meses?, ¿años?, ¿siglos?).
Por su parte, la neutralidad u objetividad, a la que deberían tender los mensajes científicos, tiene que ver con la ausencia de connotaciones o matices afectivos, subjetivos. Es una neutralidad difícil de hallar en los mensajes del lenguaje común o el literario. La propia neutralidad, en definitiva, que se le supone a la ciencia y a los científicos en sus laboratorios cuando llevan a cabo el proceso de investigación.
La neutralidad del mensaje se une estrechamente a la propia neutralidad de los términos científicos, más difícil de conseguir en los que pertenecen a aquellas ramas de la ciencia cuyo objeto de estudio está más próximo a nuestra propia realidad, como la biología o la medicina, por ejemplo. Sin duda, es más complicado que ecuación, integral o sumatorio pierdan su neutralidad a que lo hagan alcoholismo, sifilítico o suicidio. Hay que añadir que esta propiedad se relaciona, por otro lado, con la utilización de recursos típicos del texto científico como citas y referencias, el uso de tablas, diagramas, gráficos, etc. Como se asocia, igualmente, con la impersonalidad típica del discurso científico, buscada por medio de la sintaxis: empleo raro de la primera persona de singular y, cada vez con mayor frecuencia, la de plural, el empleo abusivo de verbos impersonales y de la voz pasiva, entre otros.
Como en el caso de la precisión, la neutralidad se ve amenazada con facilidad y debe entenderse como una tendencia. Existen razones, como la de adscripción a una escuela de pensamiento o los conflictos de intereses entre diversas especialidades, que llevan a elegir unos términos concretos con los que elaborar el discurso o a luchar entre ellos hasta lograr que uno se imponga al resto. Piénsese a este respecto, por poner un único ejemplo, en toda la carga que está detrás de dos voces como estomatología y odontología, que encarnan dos maneras muy distintas de concebir la formación y el desempeño profesional de quienes se dedican a la boca y sus enfermedades. Pero es que, además, aunque el autor de un texto se cuide de ello, de cualquier trabajo por neutro que parezca, se desprenden numerosos datos, entre los que se encuentran las motivaciones, las finalidades, la ideología, o las dudas del investigador. Esto puede quedar patente de varias formas, entre las que la más simple de detectar tiene que ver con el uso de determinadas expresiones, adjetivos o adverbios: “Desgraciadamente no hemos obtenido los resultados esperados”; “Es triste que los fumadores sigan desarrollando este tipo de cáncer”; “Por suerte, todos los pacientes acudieron a nuestra llamada”, son algunos ejemplos.
Por si lo anterior no bastara, la distribución del espacio en el trabajo científico permite reconocer las intenciones de su autor, cuando no su desconocimiento sobre el asunto abordado. Así, en un tratado general sobre el tema que sea, conceder una extensión notable a unos aspectos olvidándose de otros igual de importantes solo puede deberse a dos razones: que no se domina la materia tratada o que se tiene un claro interés por demostrar un desequilibrio inexistente.
Utópica, como se ve, la existencia de un lenguaje científico que realmente lo sea.
Bertha M. Gutiérrez Rodilla
Universidad de Salamanca
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Lecturas recomendadas
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Estudios
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