—Bicicletas, molinos de viento y otras artes de resistir la tecnología en los campos de Iberia.—
En los últimos años, hemos visto sus espectaculares imágenes en muchos reportajes, y quizás hemos oído su zumbido en parques urbanos o en bodas mientras hacen peligrosas piruetas entre los invitados. Los drones han colonizado nuestros espacios, y mucho más allá. Con ello, hemos sido testigos de encendidos debates sociales sobre su impacto en nuestra privacidad, hemos visto aparecer legislación sobre su uso en el espacio aéreo, hemos leído artículos de prensa difamando su ruido en playas, hemos asistido tanto a protestas de la población civil en Pakistán como a manifiestos de altos directivos de empresas de Silicon Valley contra su uso militar… Otros animales también han demostrado su “disconformidad”: en canales de YouTube, se puede encontrar una divertida panoplia de vídeos de ataques a drones por águilas, felinos y canguros. Incluso vemos chimpancés con útiles, como un palo, y con una mirada atenta a lo que han hecho sucumbir, que nos remontan a los albores de la humanización. Desde entonces, el desarrollo de la tecnología y la resistencia a la tecnología han sido fenómenos permanentemente entretejidos.
La resistencia a la tecnología es tan antigua como la tecnología. Cuando la tecnología aparece, la resistencia entra por la puerta de atrás. Ejemplos clásicos no faltan en la historia. Eric Hobsbawm y George Rudé nos lo mostraron en relación a las máquinas de la fábrica y del campo de esa “primera Revolución Industrial”, Marc Bloch lo mostró para los molinos hidráulicos de la Edad Media tardía, e, incluso Platón lo señaló para esa tecnología que dejó atrás la prehistoria (la escritura), si creemos en la leyenda de Fedro. Y no solo se trata de resistencias a nuevas tecnologías: desde su creación hasta hoy, por ejemplo, el automóvil ha sido un objeto en continua disputa por restringir otras movilidades, por condicionar la política económica, por incentivar violentos conflictos por los recursos petrolíferos, o por impactar gravemente en la polución urbana y el cambio climático. La bicicleta, a su vez, ha devenido un icónico artefacto de resistencia contra el coche en el espacio urbano.
Esta pieza intenta repensar qué es la tecnología a través de su “contra”: la resistencia a la tecnología. Para entender estas dos caras de la misma moneda, se deben abandonar algunas ideas sesgadas sobre la resistencia a la tecnología. Durante los últimos siglos, mitos basados en anécdotas, historias falsas y narrativas inexactas han proliferado para ridiculizar las ansiedades y las dudas sobre riesgos ambientales e impactos sociales de las nuevas tecnologías. A continuación, se esbozarán siete tesis sobre la resistencia a la tecnología para darle la vuelta a estos mitos distorsionadores del pasado y del presente.
En primer lugar, hay que señalar que la resistencia a la tecnología no es una actividad que se opone a “ser moderno”, lo hayamos sido o no alguna vez. Al contrario, es una actividad profundamente moderna. El estado moderno fue fruto de un nuevo concepto de resistencia: el derecho (¡y el deber!) a resistir contra quienes violan los derechos fundamentales de las personas, como John Locke teorizó en sus Two Treatises of Government, de 1689. Así constó en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de 1776, y todavía está presente, si bien más tibiamente, en la vigente Declaración Universal de los Derechos Humanos de la ONU de 1948. En este sentido, la resistencia a las tecnologías que atentan contra algunos de esos derechos fundamentales, como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad, podrían considerarse no solo legítima, sino también profundamente moderna.
En segundo lugar, es necesario tener en cuenta que no se trata, por regla general, de una actividad “anti-progreso” en manos de personas retrógradas, primitivas, primitivistas o “tecnofóbicas”, como incluso se patologizó a quienes se oponían a la cibernética en los Estados Unidos de la década de los ochenta. Este sesgo sólo se puede defender desde aquellas visiones tecno-optimistas que hacen ingenuamente concluir que la tecnología es universal, objetiva, emancipadora y neutra. Si, en una de sus famosas leyes, Melvil Kranzberg promulgó que “La tecnología no es ni buena, ni mala; ni tampoco es neutra” y Langdon Winner señaló que los artefactos pueden contener “política” en su mismo engranaje, es razonable pensar que la resistencia a la tecnología no sea buena ni mala en términos absolutos, y que devenga “una llave inglesa” en ese engranaje.
Un tercer aspecto importante es el hecho que todo el mundo resiste, de una u otra manera, a una u otra tecnología. Y no solo todo el mundo (también otros animales, como hemos visto). La resistencia no solo está adscrita a clases populares, grupos subalternos o personas desvalidas. Una poderosa oposición a la tecnología ha venido de los poderes vigentes, ya sean religiosos, económicos, militares o estatales. Entre los incontables ejemplos, algunos casos cercanos al contexto de Barcelona pueden rastrearse en la bibliografía final: la perenne oposición del Bisbat de Vic a una tecnología tan pequeña y tan relevante para los siglos XX y XXI como el preservativo y la píldora; las trabas de las empresas catalanas de gas a la difusión de la iluminación eléctrica en el paso del siglo XIX al siglo XX; el papel del ejército español en la caída a las fosas del olvido del submarino de Monturiol a mediados de siglo XIX; o la desidia del Consell de Cent de la Barcelona del siglo XV a la hora de implantar el reloj mecánico, una tecnología que algunos autores han caracterizado como la simiente de la mecanización del globo.
Si entendemos este último aspecto, es fácil aceptar el siguiente (cuarto): la oposición al cambio tecnológico no es asunto exclusivo de grupos revolucionarios, progresistas o de la izquierda política. Partidos conservadores, monárquicos, de derecha y hasta declaradamente fascistas han resistido también a objetos técnicos en forma de ferrocarriles, presas hidroeléctricas, centrales nucleares o industrias cárnicas. En la Inglaterra del ochocientos hubo más afinidad con los luditas (Luddites) por parte de un lord, Lord Byron (como lo demostró en su locución parlamentaria contra la Frame Breaking Act de 1812), que por parte de socialistas utópicos y socialistas “científicos” como Friedrich Engels y Karl Marx (que más bien entendían esas máquinas como necesarias para crear las condiciones materiales para la formación de la clase obrera y la consecuente revolución social).
La quinta idea que debemos tener en cuenta es que, como acontece con la innovación, la resistencia a la tecnología es un proceso que comprende tanto a personas legas como expertas. No se limita a trabajadoras manuales, pacientes pasivos, consumidores desinformados o usuarias iletradas. Incluso, lo podemos ver al contrario. Para historiadores como David Edgerton, los más grandes “destructores de máquinas” fueron, y son, profesionales de la ciencia y la ingeniería, dado que su actividad les obliga a escoger diariamente entre diferentes opciones tecnológicas posibles y renunciar a otras muchas.
Ello nos conduce al sexto punto desmitificador: la resistencia a la tecnología está frecuentemente asociada a la experiencia, la duda y el saber (y no siempre a la creencia, la desinformación y la ignorancia) y suele ser un acicate a la circulación científica (y no una negación de la ciencia).
Una vez superadas las imágenes recibidas y aceptadas las conclusiones de las nuevas investigaciones, resulta necesario considerar la séptima y última tesis: la resistencia a la tecnología es una parte integral de la construcción de la tecnología. Tiene un papel clave en la selección de alternativas y en la regulación de sistemas y prácticas tecnológicas. No es extraño entonces que existan hoy perspectivas ingenieriles que propongan que las críticas sociotécnicas se integren formalmente en el diseño y planificación tecnológica a través de metodologías específicas. Y es que, en ocasiones, la resistencia a la tecnología no se presenta solamente como una forma de mediación central en los procesos de construcción tecnológica, sino más bien como una catapulta a la innovación.
Detengámonos en el ejemplo de los molinos de viento que actualmente ruedan en los campos de La Mancha y Cataluña. Están construidos sobre una quijotesca lucha contra los gigantes nucleares que muelen el átomo como si fuera trigo. Muchos de ellos tienen su simiente en un modesto aerogenerador instalado frente a los vientos de tramontana de L’Empordà en 1984. De 12 metros de diámetro y 15 kW de potencia, fue una de las primeras turbinas comerciales en la Península y fue bautizado como “Ecotècnia 12/15”. Ecotècnia era una pequeña cooperativa de ingeniería constituida años antes al abrigo de las luchas antinucleares y ecologistas. Uno de sus fundadores, el ingeniero industrial Pep Puig, recordaba a finales de 2006 en las páginas La Vanguardia: “La gente nos decía: ‘Si no queréis nucleares, entonces, ¿qué proponéis?’. Vimos que la energía eólica empezaba a desarrollarse y como técnicos nos empeñamos en demostrar que podría funcionar”. Y tanto que funcionó…
En 1976, Puig había quedado cautivado por un artículo que apareció en la revista de la Asociación de Ingenieros Industriales de Barcelona, Novatècnia. Hablaba de comunas, contracultura y “tecnologías radicales” en los Estados Unidos y su autor era Joaquim Corominas, un profesor de “telecos” que investigaba sobre formas no jerárquicas de organización de empresas. Había estudiado un máster en Berkeley cuando los campus de esta universidad eran un ferviente campo de cultivo contracultural, al calor del cual emergían numerosos grupos y revistas “contratecnológicas”. El otro lado del Atlántico no se quedó atrás de esta corriente, y proyectos franceses y británicos como Undercurrents o La Gueule Ouverte influenciaron a un grupo de jóvenes de inclinación libertaria que vivían entre las “movidas” de Barcelona y las comunas de Menorca de la época: el grupo TARA (acrónimo de Tecnologías Alternativas Radicales y Autogestionadas). En base a estas publicaciones, comenzaron a hacer sus propios experimentos con ingenios que recogían energía proveniente del sol, del viento y de la biomasa. Rápidamente, Corominas los invitó a participar en el (probablemente) primer curso sobre “tecnologías alternativas” en Cataluña, organizado en la Asociación de Ingenieros Industriales. Fue el inicio de una gran colaboración.
Pocos meses después, en julio de 1977, se celebraban las Jornadas Libertarias Internacionales de Barcelona. TARA participó activamente en la organización y instaló sus aparatos y cachivaches en lo alto del Parc Güell de Barcelona. Las centenas de millares de visitantes que participaron en las sonadas fiestas y encendidos debates de las Jornadas pudieron ver domos geodésicos, hornos solares y una pequeña turbina eólica por primera vez. TARA presentó también allí su nueva revista de “crítica ecológica y alternativas”, Alfalfa. Dedicaba una especial atención a las luchas antinucleares transnacionales y tenía una sección especial Do-It-Yourself de tecnologías leves con materiales baratos y reciclados: colectores solares, microturbinas hidráulicas, bidones de biogás, circuitos electrónicos para radios piratas, técnicas de agricultura ecológica, arquitecturas bioclimáticas y, por supuesto, molinos de viento.
Cuando el proyecto Alfalfa acabó en el otoño de 1978, los grupos editorial y colaborador (con una alta participación de mujeres) decidieron que tenían que continuar en esta dirección. Después de muchas reuniones y algunas tensiones, se creó la Cooperativa per a l’Autonomia Tecnològica i Energètica, pero no llegó a buen puerto. Corominas, Puig y otros colaboradores fundaron en 1981 otro proyecto con el mismo motto: “Ecotècnia, Societat Cooperativa Per a l’Autonomia Tecnológica”. Mientras escribían contra las centrales nucleares y la minería del uranio, elaboraban un plan alternativo energético para Cataluña, evaluaban sus recursos eólicos, ofrecían kits escolares de tecnología alternativa, y divulgaban los proyectos eólicos comunitarios de las escuelas Tvind en Jutlandia. Sin embargo, su principal tarea se centró en el diseño y fabricación de todos los componentes de un aerogenerador de tres palas, cuyo nombre ya sabéis: “Ecotècnia 12/15”.
Cuando los miembros de Ecotècnia recibieron de manos del presidente de Cataluña, Jordi Pujol, un accésit al Premio a la Creatividad de la Asociación de Ingenieros Industriales en 1982, le recordaron lo que había dicho unos meses antes: “Para los políticos, lo fácil es decir que el problema de la energía se puede resolver acudiendo a la solar o a la eólica, pero eso son tonterías. Y son tonterías que han dicho algunos políticos muy importantes. Queda claro que la base de la energía es hoy la de origen térmico o nuclear (…). No podemos volver a los molinos de viento…”. A inicios del siglo XXI, Ecotècnia era un líder mundial en ingeniería eólica y había instalado más de 1.500 MW en todo el mundo. La multinacional Alstom la compró por 350 millones de euros como parte de su programa de “capitalismo verde” en 2007, en un momento en el que la búsqueda de la “autonomía tecnológica” quedaba ya muy lejos… Sea como sea, en 2013, el sector eólico se convirtió en el que produjo más electricidad en España (21%), justo por encima de ese sector nuclear que tanto había resistido al poder del viento unas décadas antes.
Jaume Valentines-Álvarez
CIUHCT / FCT-NOVA, Universidade Nova de Lisboa
M. Luísa Sousa
CIUHCT / FCT-NOVA, Universidade Nova de Lisboa
Para saber más
Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.
Lecturas recomendadas
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Otras lecturas, estudios y fuentes
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Páginas de internet y otros recursos
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Sousa, M. Luísa; Melo, Patrícia. Podcast Conversas da Bicicultura #4: A construção e contestação do domínio da mobilidade automóvel no século XX em Portugal: espaço público, infra-estruturas e uso [actualizada 31 Jul 2020; citada 27 Mar 2021]. Disponible en este enlace.