—Telescopios y microscopios, instrumentos fruto del saber y la pericia de los artesanos del vidrio, fueron una gran aportación al desarrollo de la nueva filosofía experimental del siglo XVII.—

 

Desde finales del siglo XV y durante todo el siglo XVI, el saber sobre la naturaleza se fue haciendo cada vez más visual, a medida que se extendía el uso de dispositivos y recursos técnicos derivados de la imprenta y el grabado, pero también a medida que se imponía la nueva valoración social de artistas y filósofos naturales. El hecho de hacer visibles mediante representaciones iconográficas objetos, especímenes o fenómenos que de otro modo no podrían ser cabalmente entendidos acabó teniendo importantes consecuencias para el conocimiento científico, así como para la manera en que se construía y se comunicaba. En ese contexto, la invención en los últimos años del siglo XVI de dos instrumentos que permitían visualizar objetos que no estaban al alcance del ojo humano iba a producir un enorme impacto en la forma de entender el cosmos, las formas de vida y la composición de la materia durante las dos centurias siguientes. Nos referimos al telescopio y al microscopio. Pero su paso del entorno artesano donde se inventaron a otros espacios sociales, entre ellos al de los estudiosos de la naturaleza, fue un largo proceso no exento de interesantes aspectos, tanto en el orden del conocimiento como, sobre todo al principio, en el plano de los prejuicios culturales y sociales acerca de la construcción e interpretación de la realidad.

Los dos telescopios de Galileo, datados hacia 1609, conservados en el Museo Galileo (Florencia). Wikimedia.

Así, el uso del telescopio y del microscopio en manos de los filósofos naturales del siglo XVII contribuyó de manera sustancial a establecer nuevos criterios de prueba y verosimilitud, criterios que se plasmaron de modo especial en la demostración experimental. Mirar lo enormemente lejano a través del telescopio y lo infinitamente pequeño a través del microscopio dio forma a prácticas experimentales que son invención de la ciencia europea del siglo XVII, aunque sus efectos se dejaron notar en todo el globo. Los programas sistemáticos de observaciones experimentales movilizaron una cantidad de gente cada vez mayor y los flamantes instrumentos que permitían esas observaciones viajaron en las naves de los exploradores y en el equipaje de marinos, soldados, evangelizadores y colonizadores.

Un caballero holandés observa por un telescopio. Grabado de Jan van de Venne (1624). Wikipedia.

Por un lado, la configuración de una especie de nueva ética para la experimentación filosófica (aunque se amparara a menudo en sus innegables raíces clásicas) hacía adoptar y adaptar una serie de reglas que regirían, a partir de entonces, la obtención de los hechos científicos de los que la filosofía experimental se nutría. Por otra parte, publicar los resultados de las observaciones hechas mediante el telescopio o el microscopio en libros o en las primeras revistas y periódicos científicos pasó a ser un componente más del comportamiento inherente a la cultura científica de la República de las Letras. Así, ahora se sometían a la palestra pública tanto los frutos de las especulaciones filosóficas y de las indagaciones sobre la naturaleza, como los resultados de las observaciones a través de esos instrumentos basados en los conocimientos del manejo de las lentes y del saber en torno a la óptica.

Grabado de las manchas solares observadas por Galileo mediante su telescopio (1613). Galisphere.

Como ya señalaron en su día Steven Shapin y Simon Schaffer, la producción experimental de hechos científicos se basó en consensos, en ciertos acuerdos tácitos entre los actores implicados. Uno de esos tácitos acuerdos fue la garantía de la fiabilidad del testimonio a base de acatar normas de conducta en la comunicación «entre caballeros» del resultado de sus observaciones y experimentos. Por eso, comunicar experiencias (y hacerlo de modo adecuado a las expectativas de los agentes implicados) se convirtió en una práctica esencial de la filosofía experimental en su afán por alcanzar mayor visibilidad social. De ahí que cobraran tanta importancia esos dos instrumentos que permitían aportar no solo visiones inéditas del mundo celeste o de las estructuras internas de los seres vivos o de las producciones terrestres, sino también pruebas fiables, socialmente aceptables, de diversos aspectos de la realidad natural.

Grabado de un fragmento de piel de gato observado al microscopio, publicado en el Journal des sçavans (1666). Pablo Lines, Biblioteca Salvador, Institut Botànic de Barcelona.

La fabricación de los nuevos instrumentos estaba lejos de haber alcanzado un modo de producción estandarizado a mediados del siglo XVII. Resultaba imprescindible el contacto estrecho entre el fabricante del instrumento y su ulterior usuario. Ese contacto fue el origen de las primeras observaciones telescópicas o microscópicas con fines científicos. De hecho, el conocimiento en torno a la fabricación, el manejo y el uso de las lentes no salió de los filósofos naturales sino de los artesanos. Las fronteras entre artesanos y filósofos experimentales no estaban, desde luego, nada claras. Robert Hooke fue considerado durante generaciones como mero ayudante de Robert Boyle, porque construía telescopios y microscopios con sus propias manos, utilizando un saber artesano desprovisto del prestigio social del gentleman filósofo. También muchos entusiastas de la observación telescópica, y buena parte de los que contribuyeron a perfeccionar los instrumentos, eran personas carentes tanto de posición social como de formación académica convencional.

Grabado de un mosquito observado al microscopio por Francesco Redi, 1688. Pablo Lines, Biblioteca Salvador, Institut Botànic de Barcelona.

Otra característica relevante de las culturas artesanas fue su relación directa con objetos, materiales e instrumentos que, debidamente manipulados o técnicamente modificados, servirían para medir, cuantificar y controlar los protocolos experimentales de los filósofos naturales. Finalmente, las culturas artesanas aportaron también espacios donde desarrollar esas prácticas experimentales. El taller artesano –del fabricante de lentes, del pintor dibujante o del boticario que, en ese sentido, no dejaba de ser otro artesano más– irrumpía así en la nómina de espacios para la ciencia.

En la actualidad resulta evidente la fuerte relación entre espacios e instrumentos. Por ejemplo, cuando una comunidad académica precisa de realizar observaciones mediante un microscopio electrónico, es habitual que se configure una determinada arquitectura de laboratorio, con unas características definidas y unas reglas peculiares para ubicarlo en el seno de edificios que albergan también industrias de medicamentos, hospitales o universidades. Resulta sugerente imaginar lo que pudo representar, desde este mismo punto de vista, la introducción del telescopio en la práctica de matemáticos de corte como Galileo, o la llegada de la observación microscópica en el quehacer de naturalistas, anatomistas o filósofos naturales. Las dependencias universitarias, los palacios cortesanos, los salones de los particulares, al igual que las naves o los almacenes de los comerciantes, fueron adaptándose a estas novedades, a las exigencias de la práctica de una filosofía experimental cada vez más y mejor vista social y políticamente.

 

 

José Pardo Tomás
IMF-CSIC

 

Cómo citar este artículo:
Pardo Tomás, José. Rompiendo la barrera de lo invisible. Sabers en acció, 2020-12-16. https://sabersenaccio.iec.cat/es/rompiendo-la-barrera-de-lo-invisible/.

 

 

Para saber más

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Lecturas recomendadas

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Estudios

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