—Poderes y flaquezas del olfato en laboratorios y tribunales del siglo XIX en Europa.—
A finales de 1851, un grupo de reputados médicos forenses fueron requeridos por un juez francés para realizar un informe pericial. Se trataba de analizar unas manchas de sangre encontradas en un sótano donde podría haberse perpetrado un cruel asesinato. Se les pedía que informaran si la sangre era de origen humano o animal. La acusada afirmaba que las manchas procedían de la sangre de cabra que había empleado días atrás para clarificar vino, una práctica que era común en zonas rurales. El fiscal pensaba, por el contrario, que las manchas eran de sangre procedente de la víctima, por lo que la confirmación de su origen humano era clave para obtener una prueba incriminatoria decisiva.
Los expertos siguieron un método introducido dos décadas antes por Jean-Pierre Barruel (1780-1838), el famoso director del laboratorio de química de la Facultad de Medicina de París. El método consistía en tomar muestras de la sangre, colocarlas en un tubo de ensayo y añadir unas gotas de ácido sulfúrico para provocar el desprendimiento de un aroma peculiar. Según Barruel, una nariz entrenada podía distinguir el olor característico del animal al que pertenecía la sangre. Afirmaba poder diferenciar el olor de la sangre de hombres y mujeres. ¡Hasta incluso saber su color de pelo! Su sorprendente método causó polémica cuando se presentó en 1828, pero se aplicó en diversos juicios entre 1830 y 1850.
Entre los expertos del juicio de 1851 se encontraba el hijo de Barruel, buen conocedor del método de trabajo de su padre. Siguieron meticulosamente el procedimiento y vertieron cuidadosamente unas gotas de ácido sulfúrico en los restos de sangre proporcionados por el juez. Se sorprendieron al comprobar que la muestra exhalaba un extraño olor nitroso y, cuando este olor se disipó, no pudieron reconocer si el olor resultante era de origen humano o animal. Estas confusiones no eran extrañas. Se producían sobre todo cuando había transcurrido bastante tiempo desde la producción de las manchas hasta su análisis, lo que abría la puerta a fuertes alteraciones del líquido sanguíneo o la contaminación por productos ambientales con capacidad para alterar el olor, tal y como podemos aventurar que ocurrió en este caso.
Entre los peritos del juicio de 1851 se encontraba Jean-Baptiste-Alphonse Chevallier (1793-1879), un famoso toxicólogo y autor de trabajos de salud pública, que había colaborado con Barruel. También estaba el profesor de la Facultad de Medicina Ambroise Tardieu (1818-1879), que se transformaría pronto en el más importante autor de trabajos de medicina legal en Francia durante la segunda mitad del siglo XIX. Eran médicos bien formados en una de las mejores facultades de medicina de Europa y disponían de una larga experiencia de trabajo en los tribunales. No era la primera vez que se enfrentaban a cuestiones complejas por parte de jueces y abogados.
Los peritos no tiraron la toalla y diseñaron un plan para salir del atolladero. En primer lugar, entrenaron su nariz con muestras de sangre de seres humanos y otros animales, de modo que le resultara más sencillo reconocer los diferentes olores característicos. Colocaron las muestras en nueve tubos de ensayo numerados, sin especificar su origen, y aplicaron sucesivamente el método de Barruel para cada muestra de forma independiente. Cada perito tomaba una muestra de la sangre, añadía un poco de ácido sulfúrico, olía el aroma desprendido y anotaba en un cuaderno su punto de vista acerca del origen de la sangre: vaca, cabra, hombre, mujer, niño o niña, etc.
Cuando finalizó el experimento y se pusieron en común los resultados, la sorpresa fue mayúscula. Los peritos habían cometido numerosos errores de identificación: confundieron la sangre animal con la humana, la de cerdo con la de vaca y la masculina con la femenina. Lo más inquietante para el juez fue el escaso número de coincidencias, tanto de aciertos como de errores. Lo más habitual era que una misma muestra hubiera sido identificada de forma diferente por cada uno de los expertos. Ante el grave daño para su credibilidad, los peritos tuvieron que hacer de tripas corazón y reconocer las incertidumbres de su método. Afirmaron que esta pequeña investigación les había convencido definitivamente de la imposibilidad de determinar a ciencia cierta si la sangre encontrada en el escenario del crimen era de origen humano o de otros animales.
El incidente fue discutido en la prensa médica y pronto se transformó en un episodio comentado en la literatura forense para recordar los límites de los sentidos en la producción de pruebas periciales. Muchos comentaristas, tanto jueces como peritos, afirmaron que el olfato o el gusto eran sentidos demasiado condicionados por las capacidades corporales del analista, demasiado subjetivos para generar datos suficientemente fiables para alcanzar los altos estándares de prueba requeridos en justicia criminal, especialmente cuando los veredictos de culpabilidad podían desembocar en penas capitales o cadenas perpetuas.
Fueron pocas las personas del siglo XIX que defendieron el valor epistémico del olfato en textos de ciencia o medicina. Una de ellas fue el filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900), que llegó a afirmar que su genio residía en su nariz y escribió uno de los pocos elogios de la epistemología olfativa:
La nariz, de la que ningún filósofo ha hablado todavía con veneración y gratitud, es hasta este momento el más delicado de los instrumentos que están a nuestra disposición. Es capaz de registrar incluso diferencias mínimas de movimiento que ni siquiera el espectroscopio registra.
Nietzsche no iba tan descaminado como podemos pensar hoy en día, ni sus afirmaciones se alejaban tanto de la práctica médica o científica de la época, por muy deslumbrante que fuera la sensibilidad o la precisión de los nuevos instrumentos introducidos a mediados del siglo XIX en el análisis de productos minerales y orgánicos: espectroscopios, lactómetros, sacarímetros, etc. En realidad, tanto el gusto como el olfato fueron herramientas habitualmente empleadas en este tipo de actividad, como también lo eran en el diagnóstico médico del siglo XIX, incluyendo diversas pruebas periciales de medicina legal. Por ejemplo, uno de los indicios más populares para detectar el arsénico era el olor a ajo producido por su evaporación cuando se reducían sus compuestos con carbón al rojo vivo. Por otra parte, en uno de los más famosos comienzos de novela se afirma que al doctor Juvenal Urbino, “el olor de las almendras amargas –es decir, del cianuro– le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”.
La educación del gusto y del olfato era una parte esencial de la formación en medicina, farmacia y química del siglo XIX, tal y como lo había sido en siglos anteriores. Los ejemplos incluidos aquí y en otras entradas indican que la llegada de nuevos instrumentos no produjo la desaparición de la “tecnología sensorial” de químicos y médicos, tal y como se ha llegado a afirmar en alguna ocasión. Al igual que en otros terrenos, la famosa tesis de la progresiva “desodorización” de las sociedades europeas a partir de mediados del siglo XVIII, formulada en un famoso libro por el historiador francés Alain Corbin, debe ser matizada y revisada en muchos aspectos, particularmente, en lo referente a las pruebas empleadas en toxicología, identificación o análisis de alimentos, que eran de uso común en los tribunales.
El método de Barruel puede parecer ridículo en la actualidad, pero estaba basado en la ciencia de su época. No fue la imposición de un grupo de expertos despóticos contra la ciencia química y la medicina del siglo XIX, como algunos llegaron a afirmar. Más bien al contrario. Por esos años se pensaba que las sustancias vegetales y animales tenían espíritus rectores, los cuales les proporcionaban un aroma característico. Si se conseguía desprender este espíritu mediante la acción de reactivos, una nariz suficientemente fina era capaz de identificar el producto original. Era una práctica habitual en laboratorios del siglo XIX, por lo que es lógico que se aplicara en el terreno de la medicina legal.
Las manchas de sangre eran uno de los indicios más importantes en los juicios de asesinatos y los jueces querían conocer muchos detalles: ¿cuánto tiempo hacía desde que se habían producido las manchas? ¿Procedían del mismo individuo? ¿Eran de origen humano o animal? ¿De hombre o de mujer? Para responder a estas preguntas se desarrollaron en el siglo XIX diversos métodos basados en la química y en la microscopía que, por desgracia, no estaban exentos de confusiones y errores semejantes a los padecidos por Barruel y sus seguidores.
Lejos de ser una anécdota, el debate sobre el uso del olfato para detectar la procedencia de las manchas de sangre refleja aspectos problemáticos de la labor pericial: ¿se debe confiar en las capacidades corporales y las destrezas individuales de los peritos para producir pruebas fiables? O, por el contrario, ¿deben las pruebas periciales limitarse a protocolos estandarizados y procedimientos mecanizados mediante instrumentos independientes de los órganos sensoriales? También hubo jueces, abogados y peritos que se preguntaron si esta última opción era posible o se trataba más bien de un anhelo inalcanzable.
Estos debates no se limitaron a los sentidos del olfato o del gusto. También se produjeron en torno a la capacidad de reconocimiento visual, tanto de formas como de colores en el caso del microscopio. El debate continuó en el siglo XX con la llegada de las huellas dactilares como tecnología de identificación. Al igual que en el juicio analizado, muchos experimentados dactilógrafos discreparon respecto a la coincidencia de las marcas (huellas latentes) encontradas en el escenario del crimen y las tomadas de los dedos de las personas acusadas. La introducción de las grandes bases de datos o de los métodos de identificación automática ha producido también numerosos errores y escándalos, como el caso de Brandon Mayfield en 2004, tratado en otra entrada.
El debate también se produjo cuando el microscopio fue empleado para determinar el origen de la sangre. Su uso se inició casi al mismo tiempo que la prueba de Barruel, en la década de 1820, cuando los microscopios producían suficientes aberraciones ópticas y cromáticas como para hacer casi imposible cualquier detección basada en la forma y el tamaño de los glóbulos rojos. Muchos expertos, como el microscopista François-Vincent Raspail (1794-1878), descartaron los usos del microscopio en medicina legal, casi con los mismos argumentos que emplearon contra el método olfativo de Barruel: gran variabilidad de resultados según el ojo experto, confusiones producidas por impurezas, dificultad para distinguir entre señal y ruido, nulas posibilidades de alcanzar los altos estándares de prueba requeridos en justicia criminal. Cuando la llegada de nuevas lentes y la mejor formación como microscopistas de los expertos resolvió algunos de estos problemas, las controversias no dejaron de producirse durante toda la segunda mitad del siglo XIX, tal y como ha mostrado Tal Golan en un conocido trabajo.
Por su parte, Jutta Schickore ha señalado que los avances en la microscopia obligaron a indagar también los mecanismos de la visión para poder diferenciar mejor señales y ruidos procedentes de las muestras. Hubo también intentos semejantes en el terreno del olfato, como el tratado de Osphrésiologie sobre los olores y el sentido de la olfacción realizado por el médico Hyppolite Cloquet (1787-1840) en 1821, pocos años antes de que el abogado Jean Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826) publicara su famoso Physiologie du goût (1826). Los sentidos fueron tanto herramientas como objetos de estudio de la ciencia.
A la luz de estos trabajos, y los numerosos estudios posteriores de historia y filosofía de la ciencia, resulta difícil imaginar que la información pericial pueda ser totalmente independiente de la persona que la produce o la recoge. El procedimiento olfativo antes descrito podría ser un caso extremo de esta situación. Pocos años después de su introducción, un médico centroeuropeo afirmó que para poder aplicar esta técnica correctamente era necesario disponer de una nariz como la de Barruel (eine Barrelsche Nase), con sus mismas capacidades olfativas y su entrenamiento para discernir olores. Autores como Raspail, un reputado microscopista, hubieran dicho algo parecido para el uso del microscopio y el sentido de la vista, con el añadido de la diversa calidad de las lentes y las dificultades para obtener buenos aparatos.
¿Se podría decir entonces que cualquier técnica pericial depende en mayor o menor medida de las habilidades corporales y el utillaje mental del personal experto? Y, si se acepta al menos cierto grado de dependencia, ¿no significa esto que los resultados de las pruebas periciales dependen en gran medida del experto elegido? Resulta así lícito preguntarse, como hicieron algunos comentaristas del siglo XIX, si la selección de expertos determina el destino de las personas acusadas, particularmente cuando las pruebas periciales son decisivas para el veredicto.
El juicio de 1851 es uno de los muchos casos en que los peritos llegaron a conclusiones distintas al aplicar un protocolo aceptado en su época. La fragilidad epistemológica del sentido del olfato facilitó la transformación de este episodio en una moraleja en favor de la objetividad mecánica en los tribunales. Los protagonistas, sin embargo, conocían bien que espectroscopios, microscopios o daguerrotipos estaban sometidos a incertidumbres semejantes que afectaban también al sentido de la vista en general, por ejemplo, en el reconocimiento de formas y colores para la detección de cristales y disoluciones.
Las peripecias de los expertos en los juicios muestran el carácter profundamente histórico de narices y olores dentro del contexto no menos cambiante del derecho y la medicina legal del siglo XIX en Europa. Los diversos paisajes olfativos de tribunales y laboratorios deben ser tenidos en cuenta para analizar la producción de pruebas periciales a través de la nariz. También permiten investigar los cambiantes valores epistémicos atribuidos a los olores y su fiabilidad frente a otros sentidos y formas de prueba. Ahora bien, tal y como afirma William Tullet, para tratar con rigor estas cuestiones, resulta necesario comprender seriamente “nuestras propias subjetividades olfativas junto a las de quienes nos precedieron”, lo que permite abordar, sin caer en la caricatura o en la condescendencia, episodios actualmente sorprendentes como el del juicio aquí descrito. Recuperar los olores del pasado desde este planteamiento introduce también una buena perspectiva para tratar viejos y nuevos temas de la historia de la ciencia, la tecnología y la medicina, según muestran el resto de capítulos de esta sección.
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
Cómo citar este artículo:
Bertomeu Sánchez, José Ramón. El olor de la sangre. Sabers en acció, 2024-06-05. https://sabersenaccio.iec.cat/es/el-olor-de-la-sangre/.
Para saber más
Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.
Lecturas recomendadas
Bertomeu Sánchez JR. Chemistry, microscopy and smell: bloodstains and nineteenth-century legal medicine. Annals of Science. 2015;72(4):490–516.
Bertomeu Sánchez JR. Forensic Scientists [Internet]. Encyclopedia of Smell History and Heritage. 2024. https://encyclopedia.odeuropa.eu/items/show/38
Golan T. Blood Will Out: Distinguishing Humans from Animals and Scientists from Charlatans in the Nineteenth-Century Courtroom. Historical Studies in the Physical and Biological Sciences. 2000;31:93–124.
Estudios
Atkins PW. Liquid Materialities. A History of Milk, Science and the Law. Farnham, Surrey: Ashgate; 2010.
Bynum WF, Porter RS. Medicine and the Five Senses. Cambridge: University Press; 1993.
Classen C, Howes DS Anthony. Aroma: The Cultural History of Smell. London: Routledge; 1994.
Corbin A. Le miasme et la jonquille. Paris: Flammarion; 1982.
Cornu A. Senses and Utility in the New Chemistry. Ambix 2023;49(3):1–19. https://doi.org/10.1080/00026980.2023.2265681
Hentschel K. Mapping the Spectrum: Techniques of Visual Representation in Research and Teaching. Oxford: Univ. Press; 2002.
Jenner MS. Follow your Nose? Smell, Smelling and their Histories. American Historical Review. 2011;116(2):335–51.
Kiechle MA, Sutter PS. Smell Detectives: An Olfactory History of Nineteenth-Century Urban America. Seattle: University of Washington Press; 2017.
Le Guérer A. Les pouvoirs de l’odeur. Paris: Odile Jacob; 1998.
Levitt T. Elixir: A Parisian Perfume House and the Quest for the Secret of Life. Harvard University Press; 2023.
Reinhardt C. The Olfactory Object. Toward a History of Smell in the Twentieth Century. In: Klein U, editor. Objects of Chemical Inquiry. Sagamore Beach: Science History Publications; 2014, p. 77–98.
Roberts L. The Death of the Sensuous Chemist: The New Chemistry and the Transformation of Sensuous Technology. Studies in History and Philosophy of Science. 1995; 26:503–29.
Schickore J. The Microscope and the Eye. A History of Reflections, 1740-1870. Chicago: University Press; 2007.
Spackman C, Burlingame GA. Sensory politics: The tug-of-war between potability and palatability in municipal water production. Soc Stud Sci 2018;48(3):350–71. Available from: https://doi.org/10.1177/0306312718778358.
Shyndriayeva G. Musk and the Making of Macromolecules: Perfumes and Polymers in the History of Organic Chemistry. Isis [Internet]. 2024 Jun [cited 2024 Sep 18];115(2):292–311. https://www.journals.uchicago.edu/doi/10.1086/730307
Tullett W. Smell and the Past: Noses, Archives, Narratives. Bloomsbury Academic; 2023. https://www.bloomsburycollections.com/monograph?docid=b-9781350371811
Fuentes
Cloquet H. Osphrésiologie. Ou, traité des odeurs, du sens et des organes de l’olfaction; avec l’histoire détaillée des maladies du nez et des fosses nasales, et des opérations qui leur conviennent. Paris: Méquignon-Marvis; 1821. https://books.google.es/books?id=oVYcap0qJwgC
Barruel, JP. Mémoire sur l’existence d’un principe propre à caractérizer le sang de l’homme et celui des diverses espèces d’animaux. Annales d’hygiène publique et de médecine légale [Internet]. 1829;1:267–77. http://www2.biusante.parisdescartes.fr/livanc/?cote=90141x1829x01&p=267&do=page
Sutherland WD. Blood-stains, their detection and the determination of their source [Internet]. London: Ballière, Tindall and Cos; 1907. http://www.archive.org/details/bloodstainstheir00suthuoft
Fleming A. Blood Stains in Criminal Trials. Pittsburg; 1861. https://iiif.wellcomecollection.org/pdf/b21119533
Páginas de internet y otros recursos
Renneville M. (ed.) Criminocorpus. https://criminocorpus.org/en/
Tullett W. (ed.) Odeuropa. https://encyclopedia.odeuropa.eu/about