—Una revisión de las definiciones, las representaciones y los debates en torno al androcentrismo en ciencia.—
«Lo que solemos llamar ‘naturaleza humana’… es en gran parte solo naturaleza masculina… Nuestra cultura androcéntrica ha sido, y sigue siendo, una cultura excesivamente masculina y, como tal, objetable».
Estas palabras de Charlotte Perkins Gilman, recogidas en su obra The Man-Made World or Our Androcentric Culture (1911), constituyen uno de los primeros usos críticos de la palabra “androcentrismo”. Aunque esta aproximación analítica está en la base de las críticas de muchas teóricas feministas, fue en las últimas décadas del siglo XX cuando el término se desarrolló como categoría útil para identificar y analizar toda forma de conocimiento que nace de la mirada y la experiencia social masculina, especialmente de la del hombre occidental, blanco, heterosexual de clase media, tal y como conceptualizó Donna Haraway. El androcentrismo implica la identificación de lo masculino con lo humano en general y, a su vez, la equiparación de lo humano en general con lo masculino, es decir, la constitución de lo masculino como norma. Como señalaron algunas filósofas de la ciencia feministas, esta forma de conceptualizar a los seres humanos y de estudiar sus procesos biológicos y sociales está presente en todas las etapas del proceso investigador. El androcentrismo define los temas prioritarios para la investigación y la manera de abordarlos, al igual que los resultados y su interpretación. En palabras de Evelyn Fox Keller, el androcentrismo no solo forma parte del método científico, sino que es el método de la ciencia que responde a la experiencia social y los intereses de varones. Por ello, el varón blanco de clase media heterosexual es, en la ciencia androcéntrica, el sujeto productor de conocimiento y también el objeto de estudio preferido.
Las ciencias biomédicas, como las demás ciencias, incorporan las construcciones sociales de lo femenino y lo masculino en su producción teórica y práctica. Además, se ven afectadas por el androcentrismo que condiciona la manera en que se construyen los conceptos de sexo, cuerpo y sus diferencias, así como también determina la interpretación científica de la manifestación del ser sexuado y su percepción individual. Es decir, el androcentrismo establece cómo se concibe el cuerpo de las mujeres en todos los niveles de organización, incluyendo tanto las células y los órganos como los procesos biológicos. Además, establece cómo se interpretan las diferencias anatómicas identificadas entre mujeres y hombres. De esta manera, el androcentrismo se naturaliza y tiende a autoperpetuarse, al mismo tiempo que legitima el sexismo en otros espacios sociales.
Las diferencias percibidas entre los seres humanos se explican en función de los atributos sexuales y se traducen en jerarquías, porque su interpretación está condicionada y mediada por valores de género. Este concepto de “género” fue desarrollado como categoría epistémica y política en la década de 1980 en diferentes espacios disciplinarios de reflexión feminista para referirse a la subordinación social, moral, conceptual y biológica de las mujeres dentro de una organización estratificada en función de las diferencias entre los sexos, es decir, dentro de una sociedad patriarcal. Así, el género hace referencia a la forma primaria de relaciones de poder, en apariencia inevitable, en la que la posición masculina está socialmente concebida y naturalizada como la única posición dominante posible y la posición subordinada, la femenina, se entiende, a la vez, como inferior y complementaria.
El concepto de género se concibió desde su origen como coexistente con otros como clase, raza y orientación sexual, de forma que los diferentes ejes de discriminación y de privilegio que estructuran están relacionados, es decir, son “interseccionales”, usando el término acuñado a principios de la década de 1990 por Kimberlé Crenhaw. Así, las relaciones sociales entre los seres humanos fueron definidas y entendidas como construcciones sociales y el uso de palabras como género, raza, orientación sexual y clase se convirtió en una forma de contestar a la esencialización y a la naturalización de las desigualdades sociales como producto de diferencias biológicas percibidas entre los seres humanos.
Desde los inicios de su conceptualización, los significados, implicaciones y usos del concepto de género se han redefinido continuamente debido a la coexistencia dentro del pensamiento feminista de diferentes perspectivas historiográficas y epistemológicas. La revisión crítica de las categorías utilizadas y de los análisis resultantes posibilita que, en cada momento histórico y en cada contexto social, sirvan para identificar y relacionar lo construido culturalmente y lo que se supone natural, así como para cuestionar el orden jerárquico que dichas nociones incorporan. Las aportaciones de pensadoras feministas LGTBIQ+ no solo han contribuido a conformar el concepto de género y a matizar su contenido epistémico, también han liderado la reflexión sobre el concepto de “sexo”, señalando el carácter social de la existencia encarnada. Sus trabajos (algunos mostrados en la sección de fuentes) proponen que el concepto de sexo es también una construcción social e histórica. En este apartado, se entiende “género” como una categoría social impuesta sobre cuerpos sexuados y “sexo”, siguiendo a Judith Butler, como una categoría dotada de género.
A partir del siglo XVIII, se extendió el modelo dimórfico que definía y explicaba los cuerpos de mujeres y hombres como cuerpos sexualizados diferentes y complementarios, rompiendo así con las analogías propias del modelo isomórfico. La medicina definió el útero como un órgano único en el cuerpo humano, destinado exclusivamente a la reproducción, una asignación que a su vez marcaba el destino de sus portadoras: la crianza. Además, concibió el cuerpo femenino, en su faceta reproductora, como perfecto, pero pronto esa idea de perfección se utilizó para justificar la inferioridad física y social de las mujeres. A partir de la concepción de los cuerpos humanos como dos, dicotómicos, y de la inseparabilidad de feminidad y reproducción, se instauró en la medicina y en la sociedad una lectura de distintos elementos del cuerpo femenino en clave de la función reproductora y de inferioridad.
Un ejemplo claro de esta lectura es la descripción anatómica del esqueleto femenino a partir del siglo XVIII. Tal y como analiza Londa Schiebinger, este esqueleto sexuado se representaba con una cabeza pequeña y una pelvis exageradamente grande, inscribiendo en los huesos los roles sociales esperados de una mujer burguesa del momento, es decir, la reproducción y la crianza. Otro ejemplo es el estudio sobre las representaciones científicas de la biología reproductiva humana de la antropóloga Emily Martin, que muestra cómo estas concepciones perduran en las ciencias biomédicas de finales del siglo XX. En las descripciones y representaciones científicas de los procesos reproductivos se atribuyen cualidades humanas a algunas de las células que intervienen (óvulos y espermatozoides) y, al mismo tiempo, se conciben los procesos biológicos femeninos como inferiores a los masculinos y supeditados a estos, reforzando así la construcción cultural y dicotómica de lo femenino y lo masculino. Frente a las narraciones entusiastas sobre la generación de semen como un proceso ejemplar de capacidad creadora, los procesos femeninos como la menstruación y la ovulación se presentan con frecuencia en términos de desperdicio y pasividad: los óvulos no son producidos, esperan inertes, envejeciendo y degenerándose, a ser fecundados.
El análisis de Martin muestra también la adaptabilidad del androcentrismo. A finales de la década de 1980, nuevos datos científicos sobre la movilidad del óvulo y de su participación activa en el proceso de fertilización deberían haber obligado a renunciar al empleo de esos estereotipos de masculinidad y feminidad. Sin embargo, se movilizaron otros para mantener la concepción jerárquica de hombres y mujeres. En las narrativas científicas que explicaron esos hallazgos, el binomio formado por los arquetipos del óvulo y la mujer pasiva y conquistada, frente al espermatozoide y el hombre activo y conquistador, se sustituyó por otra versión del “romance” entre células donde el óvulo se mostraba, esta vez, como “femme fatal” devoradora de espermatozoides.
La ciencia androcéntrica explica la medicalización de procesos naturales como la menstruación, la concepción, el embarazo, el parto y la menopausia. Crea así una subjetividad femenina también profundamente medicalizada. Un buen ejemplo de ello es la cultura en torno a la píldora anticonceptiva femenina que se ha abordado en otro apartado. Otro ejemplo es la construcción de algunas enfermedades mentales como respuesta a conductas de género de mujeres con feminidades u orientaciones sexuales no normativas. Estas enfermedades se convirtieron en dispositivos de control y regulación y fueron resultado de la práctica de describir la naturaleza y la patología humana a partir de relaciones establecidas entre los sexos. Uno de los ejemplos más conocidos es la locura, que, en el siglo XX, con su variable y heterogénea etiología, justificó el aislamiento social y el encierro no voluntario de mujeres con profesiones consideradas poco femeninas, como la escultora Camille Claudel (1864-1943), la fotógrafa Dora Maar (1907-1997) y la pintora surrealista Leonora Carrington (1917-2011).
Finalmente, el androcentrismo en la medicina dificulta una igualitaria aplicación de recursos diagnósticos y terapéuticos. Al tomarse lo masculino como norma y minusvalorar lo femenino, se puede asumir que las enfermedades se manifiestan de la misma manera en mujeres y hombres cuando, de facto, no sucede así. Esta perspectiva puede conducir a descuidar la morbilidad diferencial, o los síntomas específicos de enfermedades, sobre todo, cuando estas se manifiestan en mujeres. Un ejemplo conocido desde finales de la década de 1990 es la cardiopatía isquémica. Solamente por la fuerte influencia del androcentrismo se puede explicar que se consideren como universales los síntomas y los signos de esta enfermedad en varones de mediana edad, sin tener en cuenta los padecidos por las mujeres cuando son diferentes. De este modo, un alto porcentaje de mujeres, en comparación con los hombres, sufren infartos con síntomas evitables porque no les fueron diagnosticados. El androcentrismo justifica también la no inclusión de las mujeres en estudios sobre procesos biológicos y ensayos clínicos de medicamentos, de forma que los valores diagnósticos considerados y utilizados como patrones de normalidad corresponden, en muchos casos, únicamente a los de poblaciones de varones y no son necesariamente válidos para muchas mujeres.
Marta Velasco Martín
Universidad de Castilla-La Mancha
Agata Ignaciuk
Universidad de Granada
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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