—Metáforas, epónimos, acrónimos y otras contribuciones al caos neonímico.—

 

Retrato de William Harvey, de la National Portrait Gallery, a quien se atribuye la descripción de la circulación mayor de la sangre y su distribución por todo el cuerpo por medio del bombeo del corazón. Wikipedia.

“La sangre circula porque el corazón la bombea”. William Harvey, médico inglés del siglo XVII, consiguió explicar la circulación sanguínea observando el funcionamiento del drenaje e irrigación del agua en los canales holandeses. La función del corazón se concibió justamente por analogía con el empleo de las bombas que captan y expulsan el agua en los canales. De ahí lo de bomba cardíaca. Detrás de esta explicación se encuentra, pues, una metáfora. Un modo de actuar –el de la explicación metafórica–, frecuentísimo en ciencia y, por extensión, en el lenguaje con que se expresa, cuyo objetivo es establecer, apoyar o ilustrar los razonamientos, haciendo el aprendizaje más agradable y facilitando la comprensión de los conceptos.

Esas analogías, en el origen de infinidad de términos, se encuentran entre los procedimientos neológicos de tipo semántico (neología de sentido) que, junto con los de tipo morfosintáctico (neología de forma), constituyen las dos grandes modalidades de creación terminológica. En el primer caso, el de la neología de sentido, a una palabra ya existente en la lengua se le añade un nuevo significado, sin perder el que previamente tenía. Tal adición es la consecuencia, según se ha dicho, de establecer una comparación, que puede tener que ver con el aspecto de lo que se está denominando, con su función, etc. A veces, cuando esas palabras proceden de las lenguas clásicas, como pueden ser el griego o el latín, es más complicado darse cuenta de que este ha sido el proceso seguido: así, habrá que saber que en griego kôma significa “sueño profundo” para entender que al estado patológico caracterizado por la pérdida de la conciencia, la motricidad y la sensibilidad, en diferentes grados, se le pueda llamar “coma”. O que iēiūn-u(m)/-a(m) es el “que ayuna” en latín, por lo que no era desacertado llamar “yeyunoa una zona del tubo digestivo que, de creer a Celso, solía aparecer vacía en las disecciones.

Cadena de huesecillos del oído (martillo, yunque y estribo), cuyos nombres están formados por un procedimiento de neología de sentido. Wikipedia.

De la neología de sentido parecen servirse más, en valores globales, en ámbitos como, por ejemplo, los de las ciencias humanas y sociales. No obstante, como lo muestra el análisis diacrónico de los textos científicos en general, es a la que se recurre en cualquier rama del conocimiento cuando se encuentra en sus fases iniciales, lo que no excluye su uso en cualquier otro momento. Eso explica que en la actualidad sea tan productivo en la genética (banco de ADN, cebador, cuello de botella, deriva genética, son algunos de ellos) o en la informática (cortafuegos, gusano, memoria, ratón, entre otros). También se explica así el manejo constante de ella en la anatomía del siglo XVI, protagonista de una verdadera revolución con los trabajos de Andrés Vesalio, Realdo Colombo, Juan Valverde, Pedro Jimeno o Luis Collado, por citar solo a algunos de los grandes anatomistas del Renacimiento. Basta con recordar los nombres relacionados con el oído (martillo, yunque, estribo, caracol, tímpano), pero también el músculo mascador (después masetero), los senos óseos, la polea o tróclea, entre muchos otros.

Excrementos humanos de un enfermo de cólera, incoloros e inodoros, con el aspecto característico de “agua de arroz”. Wikipedia.

La extraordinaria frecuencia de uso de este mecanismo, y que sea el primero del que se echa mano, quizás tenga que ver con que es la manera más intuitiva y fácil de inventar términos. Aunque, lógicamente, también pesará el que, como se señalaba más atrás, la ciencia se haya servido siempre de comparaciones y metáforas para conceptualizar y argumentar, lo que lleva aparejado también el denominar. Por otra parte, esas comparaciones y metáforas han sido decisivas en épocas anteriores cuando no existían la fotografía u otros medios similares de representación. En esos momentos se recurrió frecuentemente a una imagen metafórica, bien conocida y comprendida por el público, para convertirla en el método de descripción y enseñanza de los hallazgos científicos. Además hay que tener en cuenta que la metáfora ha otorgado a algunas ciencias una precisión significativa. En medicina, por ejemplo, signos como diarrea en agua de arroz, marcha en estrella, corazón en tetera o en garrafa, mano de predicador o apostólica…, muy característicos, y hasta patognomónicos, de ciertas enfermedades, han permitido dar con su diagnóstico en incontables ocasiones. No es necesario añadir que, cuando se traducen los textos científicos hay que extremar el cuidado, ya que verter un término sin más de una lengua a otra puede causar una pérdida de la relación metafórica establecida, con lo que dicha metáfora se torna opaca para los hablantes de la lengua de llegada: ¿qué beneficio sacan los no anglohablantes de que se vierta en sus lenguas, sin traducir, el término hardware? Ninguno.

La metaforización, sin embargo, no agota la producción de voces especializadas, sino que la diversidad ha sido la norma a lo largo del tiempo en la confección de términos o expresiones terminológicas, es decir, en lo que se conoce como “neología científica” o “neonimia”. Porque esa neonimia, que tiene siglos en su haber, no está programada. En cada época los tecnicismos se han forjado dependiendo de innumerables circunstancias, de las preferencias de quienes los idearon, de las lenguas, de las modas, etc.

Y mientras la neología de sentido, por su simpleza y facilidad, ha permanecido ahí desde el principio como medio al que acogerse en cualquier ocasión, el método neológico distintivo de la ciencia moderna es la neología de forma. Es decir, cuando en lugar de reciclar una palabra, se crea una nueva o se acoplan varias para constituir una expresión terminológica. Algo que se realiza mediante el ensamblaje de diferentes “piezas” ya existentes: palabras enteras, prefijos, raíces clásicas, etc. El empleo de esta posibilidad neonímica, tan antigua como la anterior, ha sido más notable desde el siglo XVIII con la aparición de las grandes nomenclaturas, como las de la química o la botánica, basadas en la articulación de prefijos, raíces y sufijos diversos y dependientes de cada sustancia concreta, elemento u objeto designado. Dentro de esa neología de forma se encuadran la composición (agorafobia, atmósfera, geometría, hemotórax, marcapasos…); la derivación, con su prefijación, sufijación y parasíntesis (átomo, cerebeloso, insoluble, periscopio, precordial…) y la complejización, sintagmación o composición sintagmática, que origina las lexías complejas tales como acceso secuencial, esclerosis lateral amiotrófica, longitud de onda, rayo ultravioleta, teoría de cuerdas…

Esquema del principio de Bernoulli, nombre formado por un procedimiento de eponimia, a partir del apellido de Daniel Bernoulli, matemático, físico y médico suizo del siglo XVIII, que fue quien expuso este principio. Wikipedia.

La ciencia de las últimas centurias es la que ha asistido a ese desarrollo más aparatoso de la neología de forma. Es preceptivo citar junto a ella los dos modos de crear términos que han experimentado un despegue mayor desde el siglo ilustrado hasta hoy, hasta convertirse en elementos caracterizadores del lenguaje científico actual: la eponimia y la acronimia. La primera consiste en fabricar términos a partir de nombres propios, generalmente los de los investigadores (médicos, matemáticos, químicos, biólogos, etc.) que descubren lo que se está nombrando, como sucede con amperio, curio, factor de von Willebrand, principio de Bernoulli… Pero podrían ser también nombres de dioses mitológicos, personajes históricos, bíblicos y literarios, tal y como muestran los ejemplos de hermafrodita, masoquismo, personalidad de Caín o síndrome de Blancanieves. En relación con la eponimia, el análisis de los textos científicos del pasado permite comprobar que en ellos es rarísima y, cuando se encuentra, no se trata de términos ligados a los nombres de los “hacedores” de la ciencia, sino a personajes bíblicos o mitológicos, sobre todo. Es como si los epónimos construidos sobre los nombres de los científicos fueran una consecuencia de la ciencia de los últimos siglos: es justamente a partir de los siglos XVIII y XIX cuando su presencia comienza a hacerse realmente notable, para convertirse en abrumadora durante los siglos XX y XXI.

Por su lado, la acronimia es un totum revolutum o revoltijo acerca del que ni siquiera los lingüistas se ponen de acuerdo en definir exactamente qué es. Se puede decir que consiste, simplificando bastante, en acuñar términos mediante la conjugación arbitraria de fragmentos de palabras, ya sea entre ellos o enlazándolos con formantes clásicos e, incluso, con palabras enteras de diverso origen, y números. Acrónimos por excelencia son las siglas ELA (esclerosis lateral amiotrófica) o MCGAO (modelos de circulación general atmósfera-océano), pero cualquier combinación (u ocurrencia) es posible. Por ejemplo, oncornavirus procede de la raíz griega onko- (“masa”, “cáncer”), con la sigla inglesa del “ácido ribonucleico” (RNA) y la palabra “virus”, una expresión de procedencia latina que, en un principio, significaba “veneno”.  La expresión células HeLa se ha construido con las dos primeras letras del nombre y apellido de Henrietta Lacks, la paciente de la que se tomó la muestra en que se descubrieron este tipo de células. Por su parte, COVID-19 procede de un par de sílabas (“co”, “vi”) de “coronavirus”, la inicial (“D”) de la palabra inglesa “disease”, que significa “enfermedad”, y el número “19”, porque fue, hasta donde se sabe, en 2019, cuando se manifestó por primera vez esta enfermedad. O, finalmente, las llamativas caspasas que, a los hablantes de castellano o de catalán les llevarán inevitablemente a pensar en la desagradable “caspa” del lenguaje común. No tienen nada que ver con esto, sino que proceden de la sigla inglesa CASP (cysteinyl aspartate specific proteinase) y el sufijo –asa (compartido por todas las enzimas).

Caspasa 9. Estructura de un tipo de enzima caspasa, la 9, de las que hay varios tipos, todos ellos pertenecientes al grupo de las cisteín-proteasas. Wikipedia.

Escasa programación, por tanto, en la conformación de un lenguaje que, de estar mejor planificado, sería más homogéneo, fácil de aprender y de traducir. Aunque, en ese caso, perdería parte de su atractivo y, desde luego, de su capacidad de sorprender a quienes lo manejan.

 

 

Bertha M. Gutiérrez Rodilla
Universidad de Salamanca

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Bullón Sopelana, Agustín. El método analógico en Anatomía Patológica, [Discurso de entrada en la Real Academia de Medicina de Salamanca], Salamanca: RAMSA; 1994.

Gutiérrez Rodilla, Bertha M. El lenguaje de las ciencias. Madrid: Gredos; 2005.

Romo, Jorge. Metáforas científicas. Sociedad de científicos anónimos. [actualizada 19 jun 2014; citada 23 mar 2021]. Disponible en este enlace.

Estudios

García Jáuregui, Carlos. La formación de la terminología anatómica en español: 1493-1604, Salamanca: Universidad de Salamanca; 2010.

Gutiérrez Rodilla, Bertha M. Lo literario como fuente de inspiración para el lenguaje médico. Panace@. Boletín de Medicina y Traducción. 2003; 4 (11): 61-67 [citado 23 mar 2021]. Disponible en este enlace.

Locke, David. La ciencia como escritura. Valencia: Universidad de Valencia; 1997.

Martín Municio, Ángel. La metáfora en el lenguaje científico. Boletín de la Real Academia Española. 1992; 72: 221-249. [citado 23 mar 2021]. Disponible en este enlace.

Navarro González, Fernando A. El rayo neológico que no cesa. Medicina clínica. 2004; 122 (11): 430-436. [citado 23 mar 2021]. Disponible en este enlace.

Palma, Héctor A. El desarrollo de las ciencias a través de las metáforas: un programa de investigación en estudios sobre la ciencia. CTS. 2005; 6 (2): 45-65. [citado 23 mar 2021]. Disponible en este enlace.

Páginas de internet y otros recursos

Cortés Gabaudan, Francisco, coord. Dicciomed. Diccionario médico-biológico, histórico y etimológico. [citado 23 mar 2021]. Disponible en este enlace.