—El nacimiento de la industria farmacéutica en España: laboratorios, productos de droguería medicinal, materias primas, específicos y especialidades farmacéuticas.—
Hay una afirmación axiomática, casi siempre expresada con un poco de dogmatismo, bastante atrevimiento y no excesivo rigor, que suele escucharse entre profesionales de la farmacia y aficionados a la historia de esta profesión: “La industria farmacéutica nació en las reboticas”. Aunque no del todo ajustado a la realidad, este aserto quizás podría tener validez para algunos territorios, como España, y para ciertas empresas, como las germanas Schering o Merck, que dieron sus primeros pasos en la producción industrial de principios activos procedentes de los vegetales desde oficinas de farmacia. Sin embargo, el resto de la gran industria farmacéutica alemana, y también la suiza (establecida en la zona de Basilea), en realidad formaba parte de grandes conglomerados empresariales de tipo químico, que utilizaban los alquitranes de hulla para obtener colorantes artificiales, explosivos, productos cosméticos o medicamentos. Esta situación de hegemonía alemana y suiza, en lo que a la industria químico-farmacéutica se refiere, se hizo especialmente evidente entre mediados del siglo XIX y el estallido de la I Guerra Mundial. Tal forma de entender la industria del medicamento, integrada en esquemas y procedimientos químico-orgánicos de carácter general, priorizaba la componente molecular del medicamento con respecto a su formato o apariencia final. Era una industria que precisaba de grandes recursos científicos, económicos y de cualificación profesional entre sus trabajadores.
Mientras que Alemania y Suiza surtían de moléculas químicas de acción farmacológica al resto de Europa, España incorporó estas materias primas a sus preparaciones galénicas, ya fuera utilizando formatos clásicos (tinturas, soluciones, jarabes, píldoras, etc.) o nuevas formas farmacéuticas (cápsulas de gelatina, comprimidos, cápsulas amiláceas e inyectables) más ajustadas a las necesidades de la fabricación al por mayor. Este tipo de industria de bienes de consumo, donde la tecnología farmacéutica tenía un mayor protagonismo que la química, no necesitaba de tantos recursos científicos y financieros. El personal solía ser inferior en número y de menor cualificación al de las empresas químicas alemanas. Mientras que las grandes fábricas de colorantes artificiales eran generalmente sociedades anónimas de elevada capitalización, los laboratorios farmacéuticos españoles a menudo eran empresas de propiedad familiar en las que abundaban las capitalizaciones intraprofesionales y, más frecuentemente, pequeños “laboratorios anejos” regentados por farmacéuticos, sobre todo durante el siglo XIX y principios del XX.Algunos de estos anejos eran, simplemente, las propias reboticas donde habitualmente se preparaban los medicamentos oficinales o magistrales. Otros eran instalaciones próximas o colindantes a las oficinas de farmacia y, por supuesto, también había laboratorios anejos a la propiedad, es decir, lugares donde se preparaban medicamentos industriales, que podían estar alejados de la oficina de farmacia a la que se encontraban unidos por razones de propiedad. Con el paso del tiempo, estos laboratorios anejos, que eran mayoritarios en España a comienzos del proceso industrializador, fueron perdiendo protagonismo en favor de los laboratorios independientes (generalmente aún en manos de farmacéuticos, pero donde ya no existía vinculación alguna con oficinas de farmacia) y, sobre todo, los laboratorios colectivos (en los que la propiedad estaba segregada de la dirección técnica farmacéutica).
Aun aceptando que el modelo de laboratorio anejo fue clave en los orígenes y el desarrollo primigenio de la industria farmacéutica en España, tampoco se debería simplificar el asunto y olvidar los intentos por optimizar y producir al por mayor el sustrato medicamentoso clásico de la farmacia: las plantas medicinales. Existieron muchos proyectos de este tipo, antes de la llegada de nuevos medicamentos formulados con base química o extractiva y adecuados a formatos terapéuticos más acordes con las exigencias industriales. A mediados del siglo XIX, cuando aún predominaba la droguería medicinal, ya existía en España un cierto movimiento industrializador en este ámbito, protagonizado por una serie de droguerías farmacéuticas, conocidas como “Farmacias Centrales”, que basaban su actividad en el comercio al por mayor de productos vegetales de origen natural y, en ocasiones, incluso de sus principios activos cuando estas operaciones no necesitaban de complejos procesos extractivos.
Diversos proyectos, como los liderados por las revistas profesionales El Droguero Farmacéutico (Valladolid, 1856-1859) o la Revista Farmacéutica Española (Barcelona, 1860-1866), trataron de emular a la “Farmacia Central” de Francia, un establecimiento creado en 1852 con capital casi exclusivamente farmacéutico con el objetivo de eludir la competencia de drogueros y laboratorios químico-farmacéuticos gracias al esfuerzo colectivo de todos los boticarios franceses. Estos intentos asociativos entre farmacéuticos españoles no tuvieron mucho éxito, pero abrieron una nueva vía de ejercicio profesional, y una nueva manera de entender la profesión, que se convirtió en el germen de una generación de farmacéuticos preocupados por llevar a nuestro país los comportamientos industriales que ya estaban presentes en otros países de Europa.
A comienzos del último cuarto del siglo XIX, pioneros como Pablo Fernández Izquierdo (1839–1893) y su “Farmacia General Española”, ubicada en Madrid, ya trabajaban con éxito en el negocio de la droguería medicinal. Sin embargo, la industria de los medicamentos galénicos, elaborados con moléculas de origen químico o extractivo y dispuestos bajo una determinada forma farmacéutica, aún era muy precaria. Si exceptuamos a un puñado de fabricantes, la mayoría emplazados en Cataluña (Gonzalo Formiguera, Lorenzo Aguilar, Pedro Genové, Francisco Poquet, Juan Comabellas, Federico Massó o Joan Uriach), la mayor parte de los medicamentos industriales venían del extranjero: los químicos de Alemania y Suiza, y los galénicos de Francia. Según datos recogidos en la prensa farmacéutica española de la época correspondientes al año 1893, el 70% de las ventas brutas realizadas por los farmacéuticos españoles correspondieron a medicamentos extranjeros.
Esta entrada masiva de productos farmacéuticos extranjeros se vio favorecida por una cierta permisividad de los aranceles aduaneros españoles, algo especialmente evidente entre los años 1841 y 1864. También por la implicación de drogueros, comerciantes y vendedores de productos industriales, que ocuparon el espacio dejado por buena parte de los farmacéuticos españoles, reacios a dispensar productos no elaborados por ellos, de los que apenas eran meros depositarios. Esta situación propició un interesante debate profesional en torno a la responsabilidad profesional contraída por la venta de unas mercancías que, a menudo, eran consideradas más propias de charlatanes que de profesionales de la salud.
Mientras los farmacéuticos debatían sobre si estos productos eran o no medicamentos, de acuerdo con la Ley de Sanidad de 1855 y las Ordenanzas de Farmacia de 1860, las autoridades lo vieron claro y ejecutaron el mecanismo habitual para gravar estos medicamentos industriales como si se tratara de un producto de consumo más. Estos productos fueron reconocidos oficialmente en España a través de la Ley del Timbre de 30 de junio de 1892 y disposiciones posteriores. En este corpus legal se especificaba que “todos los específicos y aguas minerales de cualquier clase deberán llevar, cuando sean puestas a la venta, un sello de 0,10 pesetas por frasco, caja o botella”. El Real Consejo de Sanidad definiría los “específicos”, a efectos de esta Ley del Timbre, como “aquellos medicamentos cuya composición sea desconocida total o parcialmente y que se expendan en cajas, frascos, botellas o paquetes con etiqueta que exprese el nombre del medicamento, los usos a que se destine y la dosis”.
Legalizado por la vía impositiva, el medicamento industrial (bajo la denominación de “específico”) se hacía invulnerable al ataque de sus detractores, los cuales no podían más que asumir esta nueva situación y tratar de reglamentar su fabricación y venta, con la esperanza de llegar a establecer procedimientos óptimos de homologación científico-sanitaria que, a su vez, asegurasen al farmacéutico el monopolio comercializador de estos preparados. Tras algunos intentos fallidos, en 1919 se publicó el primer reglamento español “para la elaboración y venta de especialidades farmacéuticas”, norma que nacía con la intención de regular todo lo concerniente a los medicamentos industriales. En esta disposición se definió la “especialidad farmacéutica” como “todo medicamento de composición conocida, distinguido con el nombre del autor o denominación convencional, dispuesto en envase uniforme y precintado para la venta en la farmacia de aquél y fuera de ella”, y se estableció que “ninguna especialidad farmacéutica podría ponerse a la venta sin hallarse previamente registrada en la Inspección general de Sanidad, siendo decomisadas las que carezcan de este requisito por considerarse clandestinas”.
El reglamento de 1919 nunca llegó a consolidarse. El propio texto señalaba dos años de plazo para su puesta en funcionamiento, a lo que habría que añadir un sinfín de dilaciones y prórrogas, que imposibilitaron su obligado cumplimiento y favorecieron la publicación de un nuevo reglamento en 1924. Si exceptuamos la legislación registral en vigor durante buena parte de la Guerra Civil, el reglamento de 1924 mantuvo su vigencia hasta el año 1963, cuando se publicó el decreto 2464/1963 sobre laboratorios, registro, distribución y publicidad de medicamento, en el que se recogían las modificaciones efectuadas al reglamento desde que éste fuera publicado en 1924.
Tanto en los reglamentos de 1919 y 1924 como en la regulación efectuada a través de la Ley del Timbre de 1892, se observa un mayor interés por declarar estas actividades industriales, y consecuentemente gravarlas, que por evaluar y controlar la posible repercusión, negativa o positiva, que éstas pudieran llegar a tener en la salud ciudadana. Aun así, el reglamento de 1919 estableció que las tareas de control y comprobación de estos medicamentos se desarrollarían a través de la Real Academia de Medicina y del Instituto Nacional de Higiene Alfonso XIII; mientras que, en el de 1924, se propuso la creación de un centro técnico destinado a valorar y examinar productos farmacéuticos, finalmente establecido en 1925 con el nombre de Instituto Técnico de Comprobación; funcionó hasta 1931, dando paso al Instituto Técnico de Farmacobiología.
En lo relativo a las materias primas, España no tuvo una industria químico-farmacéutica de tipo químico-orgánico o fermentativo hasta la dictadura franquista. Durante la autarquía parece evidenciarse un cierto interés por promocionar este sector industrial, aunque la gran apuesta del primer franquismo en materia químico-farmacéutica fue el establecimiento en nuestro país de una industria propia de antibióticos; en 1949 se concedía un duopolio para producir este tipo de productos en España, con patentes estadounidenses, que fue resuelto en favor de dos consorcios empresariales: Antibióticos S.A. y Compañía Española de Penicilina y Antibióticos (CEPA); algunos años después, en 1953, se concedía una nueva licencia nacional en favor del grupo empresarial Alter, a través de su filial Farmabión.
Durante el período 1939-1975 hemos contabilizado un total de 2.532 laboratorios farmacéuticos instalados en España, aunque no todos estuvieron en funcionamiento de manera sincrónica, de tal manera que algunos fueron desapareciendo a medida que emergían otros nuevos. Aproximadamente una tercera parte de ellos fueron creados con anterioridad a la Guerra Civil, y apenas una cuarta parte permanecieron abiertos después de 1975. Se puede obtener una foto fija de la industria farmacéutica para los años de la denominada autarquía franquista (1939-1959) a través de la información recogida en los expedientes de encuadramiento de los laboratorios farmacéuticos españoles conservados en el Sindicato Vertical. Su análisis ha mostrado una desigual distribución en lo relativo a número de medicamentos preparados, capital social declarado y censo obrero presente en estas industrias. En las empresas grandes estos identificadores eran bastante elevados, todo lo contrario que ocurría en el caso de los laboratorios anejos. Un número reducido de laboratorios poderosos tuvieron en sus manos el grueso de los productos comercializados, el capital disponible y la mayor parte de la mano de obra presente en este sector. En definitiva, predominó en esos años la mediana y pequeña empresa, con pocos productos comercializados, escasa capitalización y no excesiva mano de obra –menos de diez especialidades comercializadas, capital social inferior a medio millón de pesetas y un número de obreros inferior a 26–. No obstante, la mayor parte de los trabajadores, y de los recursos financieros y productivos del sector, estaban en una minoría de empresas. Durante este período (1939-1959), la industria farmacéutica española se ubicó, de manera mayoritaria, en tres áreas geográficas: Cataluña, Madrid y Andalucía, por ese orden. En el ámbito provincial y local fueron Barcelona y Madrid las zonas que más laboratorios farmacéuticos albergaron, más de la mitad de los instalados en toda España, una situación que, en líneas generales, ha venido manteniéndose hasta nuestros días.
Raúl Rodríguez Nozal
Universidad de Alcalá
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Fuentes
Archivos: General de la Administración, Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios, Oficina de Patentes y Marcas, Archivo Histórico Nacional, Real Academia Nacional de Farmacia, archivos militares, archivos municipales y autonómicos, colecciones privadas (archivos personales, de laboratorios farmacéuticos, de colegios profesionales y entidades de carácter asociativo, de asociaciones empresariales y obreras), etc.
Normativa legal: Gaceta de Madrid, Boletín Oficial del Estado, Boletines Oficiales provinciales y regionales.
Prensa general y recursos hemerográficos de búsqueda simultánea: ABC, La Vanguardia, Biblioteca Virtual de Prensa Histórica (Ministerio de Cultura y Deporte), Hemeroteca Digital (Biblioteca Nacional), Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, Hispana (Ministerio de Cultura y Deporte), Biblioteca Joan Lluís Vives -Hemeroteca- (Ministerio de Cultura y Deporte) y otros recursos de carácter autonómico o regional.
Prensa farmacéutica profesional y especializada: El Droguero Farmacéutico, Los Avisos, Los Avisos Sanitarios, Revista Farmacéutica Española, El Restaurador Farmacéutico, El Monitor de la Farmacia y de la Terapéutica, La Farmacia Española, La Farmacia Moderna, Farmacia Nueva, Semanario Farmacéutico, Revista de Farmacia, La Voz de la Farmacia, Gaceta de Sanidad Militar, El Auxiliar del Farmacéutico, El Auxiliar de Farmacia, Ion, etc. Algunas de estas revistas están digitalizadas en la Biblioteca Virtual de la Real Academia Nacional de Farmacia (Instituto de España).
Páginas de internet y otros recursos
Web de Historia de la Propiedad Industrial. Archivo Histórico de la Oficina Española de Patentes y Marcas. Oficina Española de Patentes y Marcas y Universidad Autónoma de Madrid. Bases de datos de Privilegios de invención (1826-1878), patentes (1878-1940 y 1930-1966) y marcas (1865-1920), utilidades de geoposicionamiento, sistemas de búsqueda en la legislación y BOPI históricos, Museo Virtual y Exposiciones virtuales.
Pharmakoteka: base de datos de específicos y especialidades farmacéuticas antiguas (1800-1960). Museu de la Farmàcia Catalana y Unitat d’Història, Legislació i Gestió farmacèutiques de la Facultad de Farmàcia de la Universitat de Barcelona.
Colección de Medicamentos de Fabricación Industrial del Seminario de Historia de la Farmacia. Universidad de Alcalá.
Inventario del Patrimonio Histórico Farmacéutico Español. Consejo General de Colegios Oficiales de Farmacéuticos.