—La traducción científica, entre la fidelidad extrema al texto original y la útil adaptación al público destinatario.—

 

 

San Jerónimo, patrón de los traductores, en el cuadro pintado en 1480 por Domenico Ghirlandaio “San Jerónimo en su estudio”. Jerónimo de Estridón (San Jerónimo) tradujo la Biblia (del hebreo, el Antiguo Testamento, y del griego, el Nuevo Testamento), cuyo resultado se conoce como la Vulgata. En su honor, el 30 de septiembre (día en que falleció) se celebra el “Día Internacional de la Traducción”, por decisión adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 24 de mayo de 2017. Wikipedia.

Las expresiones que conforman el título de este escrito se han manejado con frecuencia para referirse, por un lado, a la dificultad de los traductores en general para ser completamente fieles a los textos originales: “traduttore, traditore” (“traductor, traidor”). La otra expresión se refiere a la aparición de unas traducciones francesas en el siglo XVII, las “belles infidèles” (las “bellas infieles”), que buscaban acercar los autores clásicos a la gente común, pero suprimiendo de ellas parte del contenido: palabras malsonantes, escenas que pudieran atentar contra la moralidad del momento, etc. También en la historia de la traducción científica hay traidores e infieles y, en esa historia de traición, han existido razones morales de “protección” al lector. Sin embargo, en otras ocasiones la infidelidad de esos traductores ha revertido en beneficio de los destinatarios y lo ha hecho por razones muy distintas a las aludidas.

 

En este sentido, no es necesario a estas alturas ponderar la relevancia de las traducciones llevadas a cabo durante siglos, gracias a las que se ha potenciado el intercambio de saberes entre pueblos, permitiendo el avance del conocimiento y la construcción “global” del mismo. En este proceso han participado los propios traductores: sus tareas casi nunca se han limitado a la versión de palabras de unas lenguas a otras, sino que se han extendido a la recopilación, la adaptación y la difusión de los textos objeto de su atención.

 

No obstante, conviene recordar que la práctica de la traducción especializada ni ha sido uniforme a lo largo del tiempo ni la han desempeñado personas con la misma formación: lo normal es que en la actualidad quienes la desarrollan posean una titulación en traducción, mientras que hasta el siglo pasado solían ser los propios científicos los protagonistas. Lo que no ha cambiado tanto es el conjunto de circunstancias que rodean el proceso traductor y su resultado: ideologías, creencias o motivaciones tanto de los traductores como, sobre todo, de los que están detrás de su labor, financiándola o posibilitándola, condicionando de esta manera lo que se traduce y cómo se traduce.

 

Así, por ejemplo, esos intereses son los que han fomentado la difusión de unas obras, pero no de otras, y de unos determinados géneros discursivos en detrimento de otros. A este respecto, cuando se alaban las reconocidas traducciones medievales árabolatinas efectuadas en la Península Ibérica en los siglos XII y XIII no siempre se hace hincapié en la selección practicada por sus impulsores: se escogieron preferentemente los tratados transmitidos en árabe más “penetrados” por los grandes autores de la Antigüedad clásica, en general, textos teóricos y filosóficos, a la vez que se despreciaron aquellos otros con mayor influencia de la ciencia oriental, normalmente de tipo práctico. Un poco después, sobre todo en los siglos XIV y XV, estos últimos textos prácticos, de carácter más aplicado, fueron los preferidos para trasladarlos a las lenguas vernáculas y el hebreo. Es evidente que los propósitos de los que movían los hilos de unas y otras traducciones no eran los mismos.

El ojo, según el médico nestoriano Hunayn ibn Ishaq, en un manuscrito de alrededor de 1200, custodiado en la Biblioteca Nacional de Egipto. Hunayn ibn Ishaq fue el mayor traductor de textos científicos, sobre todo médicos, entre el griego, el siriaco y el árabe en el Bagdad del siglo IX. Wikipedia.

Más allá de que diversos intereses hayan permitido o potenciado la traducción de unos libros y no de otros, la finalidad de cada traducción concreta y el público destinatario han tenido mucho que ver con el producto final conseguido. Un ejemplo palmario se halla en Hunayn ibn Ishaq, médico siríaco del siglo IX y figura señera de la traducción científica. Desempeñó su trabajo en Bagdad, acompasando la elaboración de su propia obra con la traducción desde el griego hacia el siríaco y, desde ambos, al árabe. Lo sorprendente es que en esas traducciones de escritos de medicina se pueden detectar estilos diferentes, de acuerdo con quién se las hubiera encargado y su intención. De este modo, en las que practicó desde el griego al siríaco, dirigidas en su mayoría a grandes personalidades del mundo médico bagdadí, fue más fiel al contenido original sin preocuparse porque se resintiera la forma, con lo que a veces los textos se hacían difíciles de entender. Pero en las que el árabe fue la lengua meta, orientadas a funcionarios y sabios de la corte, generalmente de origen persa y sin relación con la práctica médica, se esmeró en los aspectos formales, persiguiendo la claridad y la elegancia del texto, aunque en ese viaje se perdiera algo del contenido.  Seguramente este tipo de traición al texto fuente hoy se incorporaría al “cajón de sastre” de la divulgación. Una divulgación, eso sí, no pensada por el autor original, sino dispuesta por el traductor.

 

El público destinatario pesó asimismo en la decisión que, a mediados del siglo XIII tomó otro gran traductor, Sem Tob ben Isaac de Tortosa, cuando se aventuró a volcar al hebreo, el Kitab al-tasrif de Abulcasis, un compendio médico en treinta tratados.  En su traducción, que vio la luz con el título de Sefer ha-Shimmush (Libro de la práctica),  Sem Tob creyó oportuno rehacer los dos primeros capítulos de los cinco que en el texto original integraban el tratado veintinueve pues, al estar dedicados a los nombres de las plantas en griego, siríaco y persa, pensó que los futuros usuarios judíos de su obra iban a sacar escaso provecho de ellos. De ahí que los sustituyera por un glosario de nombres de plantas medicinales en hebreo con sus equivalentes en árabe, latín y romance. No parece desacertada la infidelidad al texto de Abulcasis en este punto, pues ciertamente, a un médico judío que ejerciera en Cataluña, por ejemplo, de nada le servirían los equivalentes griegos, siríacos o persas del nombre de una planta medicinal. Mucho más le interesarían los occitanos, catalanes, castellanos, árabes o, incluso, latinos, porque esas eran las lenguas que se empleaban en el entorno en que se movía. Lo mismo debieron pensar, por citar un último caso, los encargados de traducir en España los diccionarios médicos decimonónicos procedentes de otros países europeos: en ellos modificaron a conciencia varias de las entradas para acomodarlas a los lectores, como sucede, por ejemplo, cuando en el original se pasa revista a las aguas medicinales de esos países o se alude a las leyes vigentes en ellos que se sustituyen por aguas y leyes españolas.

Plato o tajador judeoespañol con escudos catalanes y estrellas de David, del siglo XIV, un poco posterior a la traducción hebrea que Sem Tob ben Isaac de Tortosa llevó a cabo del Kitab al-tasrif de Abulcasis. Wikipedia.

Lo que hasta comienzos del siglo XX parecía tan lógico, hoy sería impensable, dado el apego que muestran los traductores científicos hacia el texto que van a traducir, intentando mantener como sea la fidelidad al original. De hecho, hasta quien contrata al traductor se permite el lujo de obligarle a usar determinados términos y hasta a dejar palabras en inglés, sin permitirle sustituirlas por sus equivalentes correctos en la lengua de llegada, argumentando que, de otro modo, se podrían malinterpretar o confundir. A pesar de todo ello, ese ajuste del contenido, practicado hasta épocas recientes, no carecía de sentido, pues sin él no era infrecuente que el texto traducido, por mucha que fuera la calidad de la información que atesorara, no pudiera cumplir la función por la que se escribió y por la que se tradujo, dado que no se amoldaba a quien, en teoría, estaba dirigido. Esto, sin embargo, no puede ni plantearse en un contexto como el actual en el que –según se señalaba más atrás– no solo ha cambiado el oficio de traductor, sino la traducción en sí, con todo lo que conlleva. Si ese “contratista” al que aludíamos no es capaz ni de entender que, por supuesto, hay que traducir todos los términos, difícil cruzada la de que comprenda que hasta podría ser conveniente acondicionar parte del contenido con el fin de que no pierda su utilidad.

“The Book Hunters”, ilustración realizada en 1907 por Gordon Grant y publicada en la revista Collier’s en 1909. Wikipedia.

Es posible que esa adaptación no tenga la misma importancia en todos los ámbitos de la ciencia, pero en algunos de ellos podría ser relevante: hay tratados de medicina interna, compuestos en los Estados Unidos de América, en los que se allegan enfermedades de gran prevalencia en el entorno donde se han escrito, pero que quizá no tengan excesiva incidencia en otros lugares donde se estudiarán y serán pieza clave en la formación de los futuros médicos. Unos médicos, que acabarán sabiendo mucho de unas enfermedades a las que, tal vez, no se enfrenten nunca cuando ejerzan la profesión, mientras que habrá otras, habituales en sus países, de las que puede ser que no sepan demasiado, dado que, al no ser propias del hábitat donde vivían los autores de los manuales originales, no creyeron necesario introducirlas en ellos. Si las traducciones de dichos manuales hubieran acaecido un par de siglos atrás, los traductores no hubieran dudado en añadir cuantas enfermedades hiciera falta para que la obra cumpliera con su misión, al margen de que suprimieran o no aquellas otras menos frecuentes en su ambiente.

 

No sería descabellado que los actuales promotores de las traducciones cuidaran de que se adecuaran a quien las va a consultar, aunque ello implique realizar varias versiones distintas, dependiendo de donde se vayan a vender. Claro está, eso supondría más gastos que producir una única versión, lo que podría chocar contra los intereses editoriales. Esos intereses que, con el correr del tiempo y de seguir así las cosas, podrían terminar sustituyendo a los esforzados traductores científicos por unas frías e insensibles máquinas automáticas de traducir.

 

 

 

 

 

Bertha M. Gutiérrez Rodilla
Universidad de Salamanca

 

 

 

Para saber más

 

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Contamine, Geneviève, eds. Traduction et traducteurs au Moyen Âge. Pariís: Éds. du CNRS; 1989.

Fischbach, Henri. Translation, the Great Pollinator of Science. In Wright, Sue Ellen,  Wright, Lelan D., eds. Scientific and Tecnical Translation. Amsterdam: J. Benjamins; 1993: 89-100.  

Estudios

Albir, Amparo. La notion de fidélité en traduction. Paris: Didier Érudition; 1990.

Delisle, Jean, Woodsworth, Judith, dirs. Les traducteurs dans l´histoire. Otawa: Presses de l´Université d´Ottawa ; 1995.

Feliú, Eduard y Arrizabalaga, Jon. El pròleg de Semtov ben Issac, el Tortosí, a la seva traducció hebrea del Tasrif d´Abu-l-Qassim al-Zahrawi”. Tamid [artículo en Internet]. 2000-2001 [citado 20 mar 2021]; 3: 65-95. Disponible en este enlace.

Micheau, Françoise. Mécènes et médecins à Bagdad au III/IX siècle. Les commanditaires des traductions de Galien par Hunayn ibn Ishaq. In Jacquart, Danielle, ed. Les voies de la science greque: Études sur la transmission des textes de l’Antiquité au dix-neuvième siècle, Genève: Droz; 1997 147-179.

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Troupeau, Georges. Le rôle des syriaques dans la transmission et le exploitation du patrimonie philosophique et scientifique grec. Arabica. 1991, 38: 1-10.

 Vickery, Brien C. Scientific Communication in History. Lanham: The Scarecrow Press; 2000.