—La historia de la ciencia del siglo XX inventó una «Revolución Científica» de los siglos XVI y XVII para dotarse de un pasado prestigioso.—

 

La Revolución Científica de los siglos XVI y XVII es una invención de los historiadores de las primeras décadas del siglo XX. A partir la década de 1940, la expresión triunfó en los libros de texto, las obras enciclopédicas y las obras de divulgación; un triunfo no exento de conexión con el trauma de las dos guerras mundiales y la pérdida de la inocencia con respecto a las atroces consecuencias que el desarrollo tecnológico y científico podían tener aplicadas a la destrucción. El éxito de la invención fue tal que, pese al tiempo transcurrido, aún está presente en buena parte de las aproximaciones a la historia de la ciencia por parte de los propios científicos y los profesionales de la enseñanza, el periodismo o las ciencias sociales. Los argumentos más sólidos para defender la existencia de tal revolución tienen su origen en una visión de la historia de la ciencia como una historia de las ideas científicas en buena medida autónoma del contexto histórico en donde esas ideas se produjeron y circularon, e inicialmente se centraron en los “descubrimientos” procedentes de los saberes astronómicos y cosmológicos, protagonizados por un puñado de grandes figuras tocadas por una supuesta genialidad para descubrir las leyes por las que se regía el universo.

En efecto, la Revolución Científica se construyó en un principio sobre la base de tres hitos, fundamentales y sucesivos, en línea ascendente y progresiva hasta llegar a un conocimiento cierto de la realidad física. El primero de los hitos fue la teoría heliocéntrica formulada por Nicolás Copérnico en su De revolutionibus orbium coelestium libri VI (Seis libros de las revoluciones de los orbes celestes), obra publicada en 1543. El segundo de ellos lo constituyeron las observaciones telescópicas y las experiencias acerca del movimiento llevadas a cabo por Galileo Galilei entre 1604 y 1632. Finalmente, el tercer mito de la Revolución Científica suele cimentarse sobre la formulación de las leyes de la física gravitacional en los Philosophiæ Naturalis Principia Mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), la obra que Isaac Newton publicó en 1687.

Estos tres pensadores habrían roto con el paradigma de la cosmología antigua y medieval (representada por Ptolomeo en la astronomía y por Aristóteles en la física) y habrían hecho posible la aparición de la ciencia moderna, cuya evolución –lineal, progresiva e inevitable– llegaría hasta el mundo contemporáneo. La invención de la Revolución Científica está estrechamente relacionada con una imagen del Renacimiento positiva y prestigiosa, procedente de otras disciplinas como la historia del arte y la de la filosofía. El Renacimiento era presentado como la superación de los “oscuros siglos” medievales gracias a la recuperación del saber clásico, el abandono del teocentrismo y la secularización del conocimiento filosófico y científico. El éxito de la fórmula llevó a defender la ampliación del concepto de Revolución Científica para abarcar otras disciplinas, más allá de la cosmología, la astronomía, las matemáticas y la física. Así, también la química, la medicina, incluso la agronomía, construyeron el pasado de sus disciplinas con la intención de descubrir sus particulares «revoluciones» y situarlas en los albores de la modernidad.

El modelo heliocéntrico copernicano ilustrado en 1661 por el cartógrafo alemán Andreas Cellarius. Wikimedia.

Diálogo entre Aristóteles, Ptolomeo y Copérnico. Grabado de Stefano della Bella para la portada del Dialogo de Galileo (Florencia, 1632). Wikipedia.

La primera en construir un relato similar fue la medicina. Se trataba de buscar una serie de hitos que fuera parangonable a la de las ciencias fisicomatemáticas y que ahora tendría como resultado la crítica de la medicina medieval, basada en la lectura escolástica de la obra de Galeno. No fue difícil hallar dos de esos hitos fundamentales. El primero de ellos coincidió con la aparición de la obra de Copérnico. Se trata de la publicación en Basilea en 1543 de De humani coporis fabrica de Andrés Vesalio, defensor de una anatomía humana que no se basara en el saber libresco sino en la observación directa del cadáver en la mesa de disección. El desarrollo de la supuesta revolución anatómica vesaliana en el terreno de la fisiología traería consigo el segundo de los hitos “revolucionarios”: el descubrimiento de la circulación de la sangre descrita en la obra de William Harvey De motu cordis et sanguinis in animalibus (Sobre el movimiento del corazón y la sangre en los animales), texto publicado en 1628 en el que socavaban los cimientos de la fisiología galénica.

Réplica del segundo modelo de telescopio reflector presentado por Isaac Newton ante la Royal Society de Londres en 1672. Wikipedia.

A partir de los años sesenta del siglo XX, el progresivo auge de una historia social de la ciencia presentada como superación de la historia de la ciencia entendida exclusivamente como historia de las ideas científicas, adaptó la narración acerca de la Revolución Científica de los siglos XVI y XVII, aunque sin cuestionar su existencia. Se trataba de incorporar los aspectos sociales, económicos y culturales, más allá de los puramente internalistas. La obra del físico norteamericano Thomas S. Kuhn sobre La estructura de las revoluciones científicas (publicado en inglés en 1962, traducido a numerosos idiomas, entre ellos al español en 1971) tuvo un considerable impacto en esta reorientación pues proponía una fórmula aparentemente simple para identificar «revoluciones científicas» y «cambios de paradigma» en la concepción del mundo físico, teniendo en cuenta tanto la estructura de pensamiento de sus grandes protagonistas como el contexto social e institucional en el que se desarrollaron. Una lectura simplista y superficial de la obra de Kuhn acabó por producir también una considerable cantidad de «ruido» académico, en forma de exégesis del texto kuhniano convertido casi en un catecismo para docentes con pocas ganas y estudiantes con prisas, además de servir para generar discusiones – por lo general, estériles– acerca de cuándo y cómo se produjeron y quiénes provocaron sucesivas «revoluciones científicas». Mientras tanto, en el ámbito especializado de la historia de la ciencia, se prestó más atención a las instituciones, a las condiciones económicas y a los grupos sociales que habían desarrollado actividades científicas y técnicas a lo largo del período donde supuestamente se habían producido esas revoluciones.

Vesalio efectuando en Padua la disección de una mujer ante numeroso público. Portada de la Fabrica (Basilea, 1543). Wikipedia.

La Revolución Científica dejó de ser una sucesión de descubrimientos, teorías o invenciones individuales para fundamentarse en procesos de cambio social y cultural más complejos. Por ejemplo, la aparición de la imprenta en la segunda mitad del siglo XV, los cambios experimentados por la enseñanza universitaria desde la segunda mitad del siglo XVI o el surgimiento de academias y revistas científicas en la segunda mitad del siglo XVII se convirtieron en nuevos hitos de la “ciencia moderna”. El efecto de todo ello fue paradójico: la reivindicación de la Revolución Científica difuminaba sus fronteras, perdía el brillo de sus grandes figuras y dilataba tanto sus límites cronológicos que acababa por diluir y dejar sin sentido el concepto mismo de revolución. Por ello, a partir sobre todo del inicio del presente siglo, la existencia misma de la Revolución Científica comenzó a ponerse seriamente en duda.

En primer lugar, no parecía razonable acogerse a una defensa de una supuesta revolución de más de dos siglos de duración. En segundo lugar, no tenía sentido proyectar unas divisiones disciplinarias que procedían del siglo XIX (y algunas del siglo XX) a un pasado remoto en el que tales divisiones ni existían, ni tenían sentido. Los anacronismos derivados de esta aproximación dificultaban la comprensión de un dilatado período histórico que seguía siendo crucial para comprender el triunfo de la ciencia y la tecnología en el mundo contemporáneo, pero cuya explicación no podía seguir basándose en el relato heroico. En tercer lugar, la reivindicación crítica del saber de los antiguos no fue exclusiva de los siglos XVI y XVII. La persistencia de la cultura libresca, el peso de las creencias religiosas en la concepción de la naturaleza, de su supuesto orden o de sus procesos de cambio y transformación siguió siendo notable durante esos dos siglos.

Por último, al igual que no existe una evolución del pensamiento y de las ideas humanas de forma aislada o inmanente, no ha existido nunca un recorrido histórico progresivo y ordenado por “revoluciones” o «cambios de paradigma» que mediante un crecimiento imparable han llevado a la meta final, que en nuestro caso sería el triunfo de la tecnociencia en nuestro presente. Ese trazado es ficticio, hace abstracción de las realidades culturales de las distintas sociedades del pasado, peca de eurocéntrico y androcéntrico y, en suma, implica la defensa de un teleologismo que resulta, en última instancia, ahistórico y presentista. En cierto modo, podríamos decir que la “ciencia”, entendida como un conjunto de prácticas y saberes relacionados con el conocimiento de la naturaleza, surgió mucho antes que la ciencia tal y como la entendemos actualmente la entendemos, cuya concepción actual arranca más bien del siglo XIX.

Experiencia que muestra la función de las válvulas en las venas del antebrazo. Grabado de la obra de William Harvey De motu cordis et sanguinis (Francfurt, 1628). Wikipedia.

Lo que parece evidente es que durante los siglos XVI y XVII las élites culturales de la sociedad europea occidental protagonizaron de forma cada vez visible numerosas controversias entre “antiguos y modernos”, que se dirimieron en los territorios de la teología, la cosmología, la matemática, la filosofía natural, la geografía, la filología, así como en los de la historia general, natural y moral. En ese sentido, la sociedad europea occidental conoció un desarrollo notable tanto de una serie de culturas académicas y artesanas en torno al conocimiento de la naturaleza. En su seno surgieron prácticas experimentales cada vez más controladas y con resultados que otorgaban y afianzaban la visibilidad y el prestigio social de nuevos actores y de nuevos conocimientos, que trataban de asimilar las consecuencias intelectuales y materiales de la expansión colonial y comercial, así como del descubrimiento de “los otros” a escala global.

 

José Pardo Tomás
IMF-CSIC

 

Cómo citar este artículo:
Pardo Tomás, José. ¿Hubo una revolución científica? Sabers en acció, 2020-11-27. https://sabersenaccio.iec.cat/es/hubo-una-revolucion-cientifica/.

 

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Dear, Peter; Revolutionizing the Sciences. Knowledge and Its Ambitions 1500-1700. Basingstoke: Palgrave Macmillan, 2009.

Principe, Lawrence M.; La revolución científica: una breve introducción. Madrid: Alianza Editorial; 2013.

Shapin, Steven; La Revolución científica. Una interpretación alternativa. Barcelona: Paidós; 2000.

Estudios

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Fuentes

Copérnico. Disponible en este enlace.

Galileo. Disponible en este enlace.

Harvey. Disponible en este enlace.

Newton. Disponible en este enlace.

Vesalio. Disponible en este enlace.

Páginas de internet y otros recursos

Marcus Hellyer, ed. The Scientific Revolution: the Essential Readings. Disponible en este enlace.

The Scientific Revolution: Science & Society from the Renaissance to the Early Enlightenment. Disponible en este enlace.