—La circulación de saberes relacionados con la medicina y la ciencia a través del sermón.—
Para entender el inmenso poder del sermón para difundir saberes relacionados con la ciencia y la importancia del púlpito como un espacio excepcionalmente importante en la sanción social de las formas de adquisición del conocimiento, es crucial entender el sermón como un género literario y el púlpito como un espacio teatral. Juntos, sermón y púlpito jugaron un papel vital en la historia social de la ciencia.
El púlpito fue uno de los lugares más significativos de divulgación de saberes científicos durante el siglo XVII. Los sermones fueron una especie de enciclopedia pública donde se citaban tanto el Antiguo Testamento como trabajos recientemente publicados de medicina, matemáticas, química y, especialmente, historia natural. Como veremos, cuando el predicador franciscano Alonso López Magdaleno quiso explicar en uno de sus sermones conceptos químicos, citó públicamente, y también en un escrito impreso, a “Libau”, es decir, a Andreas Libavius (1550-1616), conocido en la actualidad como uno de los padres de la química moderna y cuyos trabajos habían sido prohibidos en su totalidad por la Inquisición en su Index de 1632. De igual modo, predicadores como el mercedario Manuel Sánchez del Castellar y Arbustante podían permitirse predicar públicamente e imprimir sus sermones sobre teoría de los números mientras que sus contemporáneos –figuras bien conocidas de la historia de las matemáticas hispanas como Tomás Vicente Tosca o Joan Baptista Coratjà– hablaban de matemáticas en tertulias privadas y no pudieron publicar sus trabajos hasta décadas más tarde. Así, desde el siglo XVI hasta bien entrado el siglo XVIII, en España, para mucha gente el predicador era la cara pública del conocimiento científico y el púlpito era el espacio donde estos saberes se convertían en accesibles para una amplia parte de la población.
Tradicionalmente, los estudios de historia de la ciencia se han centrado en la participación de los jesuitas en las primeras redes de intercambio de saberes relacionados con la ciencia. Sin embargo, los jesuitas no fueron particularmente eficaces como divulgadores de estos conocimientos en comparación con predicadores que pertenecían a otras órdenes religiosas, especialmente franciscanos, mercedarios, trinitarios, etc. Esta situación se debía, en gran parte, a que los jesuitas no disfrutaban del mismo acceso a los púlpitos que los predicadores de otras órdenes, salvo notables excepciones como António Vieira. Aunque se está empezando a entender las culturas científicas de las diferentes órdenes religiosas, se puede asociar a benedictinos y cartujanos con la destilación y la producción de medicamentos, a los franciscanos con la alquimia, a los jesuitas con las matemáticas, etc.
Los sermones impresos fueron uno de los géneros literarios más ampliamente difundidos en la primera modernidad. Además, es quizás el tipo de discurso más olvidado de la historia de la literatura y, particularmente, en la historia intelectual española. Los sermones eran un espectáculo dramático durante la Cuaresma y el Adviento, cuando los teatros comerciales estaban normalmente cerrados. Hubo otras muchas ocasiones en los que se predicaba: la muerte de un miembro de la familia real, victorias militares, desastres naturales, sequías, días de fiesta de algún santo señalado, etc. Estos sermones eran a continuación publicados como panfletos o editados en sermonarios cuando el predicador era famoso.
Y no era una excepción, porque los predicadores eran celebridades. Por ejemplo, José de Barcia y Zambrana (1643-1695), “Canónigo y Catedrático de Sagrada Escritura en el Sacro Monte” de Granada y más tarde Obispo de Cádiz, fue uno de los autores que más publicaron durante el Barroco. Su colección de sermones titulada Despertador cristiano fue editada al menos veinte veces, en algunas ocasiones en cinco volúmenes y, en otras, condensada en dos o tres. En un sermón enteramente redactado en torno a la lectura de la filosofía natural de Giambatista della Porta (1535-1615), Barcia señaló que Dios escribió los misterios del Universo “con mysterioso alumbre… que divide los metales con su virtud”. El alumbre era un producto de origen mineral conocido desde la Antigüedad que era empleado en medicina y en diversas actividades artesanales (por ejemplo, como “mordiente” de los tintes). Como autoridades en el tema, Barcia citó obras como De Materia Medica (1554) de Pier Andrea Mattioli (1501-1577), uno de los comentarista más importantes de la historia natural clásica; la Mineralogia (1636) de Bernardo Cesi or Caesius (1581-1630), la primera obra en que el término “mineralogía” aparece impreso; De Re Metallica (1556), uno de los tratados más influyentes de metalurgia, escrito por Georg Bauer, más conocido como Agrícola (1494-1555). También mencionaba los Colóquios dos simples e drogas da India (1563) de Garcia de Orta (ca. 1501-1568), trabajo pionero sobre la flora del Pacífico, además de otros innumerables autores considerados fundacionales en historia de la ciencia.
Barcia citó a sus contemporáneos y a los clásicos de forma ecléctica, poniendo estudios científicos junto a exégesis bíblica y autores como Ovidio. Cuando Barcia, predicando en Granada, quería hacer entender a sus contemporáneos las enfermedades epidémicas, consultó los Avisos y remedios preservativos de peste (1637) de Bartolomé del Valle, al que citó prolijamente. Todo esto sugiere que, además de explicaciones científicas normalizadas, la verdadera erudición exigía un conocimiento de la literatura científica. Así, los oyentes y lectores de los sermones de Barcia recibían una introducción panorámica de los saberes científicos más modernos, incluyendo a autores como Agrícola, al que cita ampliamente, que figuraban en algunos índices de libros prohibidos.
El púlpito, sin embargo, era un lugar donde los autores prohibidos podían ser discutidos y elogiados. El franciscano Alonso López Magdaleno (fl. c. 1670), cronista de la orden en Castilla, escribió un sermón en el que afirmaba que Santa Rosa de Lima, dominica y santa patrona de América y las Filipinas, había sido resucitada químicamente (a través de la palingénesis) del cuerpo de Santa Rosa de Viterbo, una santa franciscana al igual que el predicador. Para demostrar su punto de vista, López Magdaleno explicó que la producción de una rosa a partir de las cenizas de otra es “experimentada química”. Para asegurarse de que su audiencia entendiese el contexto químico (o “chymico”) de este argumento, López Magdaleno resume en unas pocas frases el largo debate sobre la palingénesis y la generación espontánea en obras de Fortunio Liceti (1577-1657), Johan Freitag (1581-1641), Daniel Sennert (1572-1637) y el antes mencionado Libavius. No era raro que figuras religiosas importantes escribieran extensamente y en términos favorables sobre autores teóricamente prohibidos. Justo un año después de que Libavius fuera definitivamente prohibido en 1632, el jesuita Juan Eusebio Nieremberg –profesor de ciencias naturales en el Colegio Imperial de Madrid– parafraseó largos pasajes de la Singularia (1599) de este autor. El púlpito y las obras publicadas de poderosos eclesiásticos eran medios eficaces para la difusión de las ideas de autores prohibidos.
Los predicadores utilizaron un amplio conocimiento de los autores científicos para establecer su autoridad. López Magdaleno, en un solo sermón, podría citar a los clásicos Plinio, Teofrasto, Dioscórides y Columela, así como a modernos como Johann Bauhin (1541-1613), Carolus Clusius (1526-1609), Rembert Dodoens (1517-1585), Giovanni Battista Ferrari (1584-1655), Cristóbal Acosta (1525-1594), Giovanni Costeo (1528-1603) y Mattioli. Sin embargo, la lealtad de los predicadores no era a la ciencia, sino a a la Iglesia y a lo que ellos consideraban la verdad. Comúnmente se piensa que esta lealtad fue la que llevó a los predicadores a rechazar los saberes científicos, pero no fue la situación habitual. Más a menudo, los predicadores usaron los sermones para localizar saberes científicos dentro de la historia bíblica o religiosa.
Ya se ha visto cómo, en Castilla y Andalucía, algunos predicadores difundieron saberes científicos y médicos mediante sus sermones. También abundan ejemplos valencianos del mismo fenómeno. El interés por entender la ciencia como parte de la historia religiosa aparece en el sermón que Juan Bautista Ballester (1624-1672) predicó por la muerte en 1655 del famoso profesor de medicina y catedrático de “hierbas” de la Universidad de Valencia, Melchor de Villena i Vila (1564-1655). Ballester comenzó relatando una historia del Antiguo Testamento, concretamente del Libro de los Reyes, cuando el profeta Elías desafía a 450 falsos profetas del ídolo Baal, para a continuación compararla con una polémica médica en la que había participado dicho Villena: la historia de un comerciante que había llevado a Valencia “gran cantidad de zarzaparrilla”, una planta medicinal americana. Muchos médicos consideraron este cargamento una falsificación, pero Villena, el catedrático, contradijo la opinión de éstos, afirmando que era “la verdadera zarzaparrilla”. Ballester, el predicador, comparó la disputa entre Villena y otros médicos con la confrontación de Elías con los falsos profetas de Baal y concluyó: “No es esto mismo lo que portentosamente le sucedió a Nuestro Médico?”. El resultado de esta comparación entre un profeta del Antiguo Testamento y una autoridad médica contemporánea no era socavar, sino elevar la autoridad científica (Dios no ayuda a Villena), caracterizando el conocimiento científico de Villena como análogo a la fe religiosa de Elías. El púlpito es para Ballester el espacio donde el conocimiento científico es una parte totalmente ortodoxa de la vida de una “monarquía católica”.
Otro ejemplo, también procedente del contexto de Valencia, servirá para ilustrar un amplio fenómeno: las particularidades de los intereses científicos de cada orden religiosa, que pueden rastrearse en los sermones de los frailes de la Merced sobre matemáticas y teoría de los números. Como se ha demostrado, Valencia tenía dos importantes culturas matemáticas a finales del siglo XVII. Una estaba centrada en una tertulia privada y dio lugar a muy pocas publicaciones durante ese siglo. Sus tertulianos se convirtieron en importantes figuras y hoy suelen figurar en los estudios de historia de las matemáticas españolas: Baltasar de Íñigo, Tomás Vicente Tosca y Joan Baptista Coratjà. La otra cultura matemática, por el contrario, fue olvidada. Fue desarrollada por un grupo de predicadores mercedarios como Raimundo Asensio, Jerónimo Monterde, Rómulo Merega y Manuel Sánchez del Castellar y Arbustante. Sin embargo, la modernización “matemática pura y mixta” del primer círculo entorno a Baltasar de Íñigo, por un lado, comparte rasgos y conceptos básicos con el grupo de mercedarios fascinados por los números perfectos, los números automórficos, el simbolismo geométrico, el misticismo pitagórico y la gematría. Se puede decir que las matemáticas que interesaron a ambos grupos son las mismas, si bien su significado fue diferente.
En cualquier caso, no conviene exagerar la importancia del púlpito como un lugar de divulgación científica. Es indudable que algunos predicadores miraron con escepticismo los nuevos saberes relacionados con la ciencia. También es cierto que, en general, los predicadores subordinaron el estudio de la naturaleza al conocimiento de la Tierra tal y como fue creada por Dios. Además, muchos predicadores creían que la Biblia era una fuente de conocimiento acerca de la naturaleza superior a la observación directa. Sin embargo, no por ello deja de ser cierto que la historiografía de la ciencia ha exagerado tradicionalmente la oposición de los eclesiásticos a los avances de las ciencias, también en el caso de la historia de la ciencia española que alguna vez se resistió a la idea de que los predicadores jugaran un papel positivo en la difusión de saberes científico. Hoy no cabe la menor duda de que esta oposición era un vestigio del anticlericalismo del siglo XIX. Una desafortunada consecuencia de esta postura fue que impidió a los estudiosos entender adecuadamente los sermones, que se publicaron en una escala y en cantidades superiores a cualquier género de literatura científica, salvo flagrantes excepciones tales como los lunarios.
John Slater
Colorado State University
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