—Los debates acerca de los experimentos con animales muestran la mezcla cambiante de cuestiones de diferentes ámbitos en controversias de larga duración.—
La experimentación con animales ha dado lugar a debates en torno a diferentes cuestiones, con variados participantes y desde épocas remotas. El uso de los animales como objeto de investigación aparece esporádicamente en los textos más antiguos relacionados con la medicina. Aunque en los primeros textos hipocráticos apenas existen referencias, ya Aristóteles (384-322 a. C.) realizó un gran número de disecciones para observar las estructuras internas e intuir así la función de los órganos. La escuela de médicos de Alejandría, entre los que destacan Herófilo (ca. 330-260 a. C.) y Erasístrato (ca. 304-245 a. C.), practicó habitualmente la vivisección de animales y experimentos con seres humanos. Al parecer, los gobernantes egipcios proporcionaban a los médicos prisioneros condenados a muerte para realizar investigaciones.
También se afirma algo semejante respecto a Mitrídates VI (ca. 134-63 a. C.), el famoso rey del Ponto, situado al sur del mar Negro, al que se considera creador de la toxicología por sus ensayos con animales (y también con prisioneros) para observar la acción de venenos y probar la eficacia de ciertos antídotos, también consigo mismo, lo que ha dejado la expresión “mitridatismo” en el vocabulario médico. Estos primeros ejemplos clásicos, más o menos basados en mitos o realidades, muestran la variedad de usos de la experimentación animal, sus diversas condiciones y su relación con la experimentación humana y la autoexperimentación, todos ellos temas que perdurarán en la historia del problema para producir debates sobre cuestiones metodológicas y éticas que se entremezclarán sin solución de continuidad.
Muchos de estos debates aparecen en torno a las obras de Galeno (ca. 130-210 d. C.) y sus comentaristas. Aunque Galeno empleó frecuentemente la disección y la vivisección, en su época existían diversas escuelas médicas que negaban el interés de estas prácticas para conocer el funcionamiento del cuerpo en condiciones normales porque se hacían bien sobre cadáveres o bien sobre animales sometidos a condiciones extremas que podían invalidar los resultados. Galeno, por el contrario, consideraba que la vivisección permitía conocer datos relevantes para estudiar las enfermedades humanas y su curación.
Fruto de sus lecciones públicas fue un manual de disección que, cuando fue redescubierto a principios del siglo XVI, se transformó en una de las obras más importantes sobre el tema. En este trabajo Galeno describe haber diseccionado un elefante, aunque sus animales favoritos eran cerdos, monos y cabras. Empleaba analogías entre estructuras observadas en animales y sus correspondientes formas en humanos que condujeron a algunos de los problemas metodológicos más importantes de la experimentación animal en su traslación y aplicación a la medicina humana. La controversia más famosa en sus trabajos está relacionada con lo que posteriormente se denominó “rete mirabile”, un conjunto reticular de pequeñas arterias situadas en la base del cerebro de algunos animales, pero inexistente en los seres humanos. Siguiendo su pensamiento analógico, Galeno recogió detalles de esta rete mirabile mediante sus disecciones de animales y la transformó en una de las piezas clave de la fisiología humana, al considerarlo el órgano rector de la transformación del fluido vital en fluido psíquico que ascendía al cerebro y permitía a los seres humanos desarrollar sus capacidades intelectuales.
La obra de Galeno desempeñó un papel crucial en la medicina de la Edad Media, tanto en la escrita en árabe como en las posteriores obras en latín que se escribieron a partir de los siglos XII y XIII. En este contexto intelectual dominado por las dos principales religiones de la época, la musulmana y la cristiana, se produjeron debates respecto a las relaciones entre animales y seres humanos. Uno de los primeros padres de la Iglesia cristiana, el obispo norteafricano Agustín (354-430), defendió la diferencia entre seres humanos y animales, argumentando que el dolor de estos últimos, carentes de “alma racional”, no podía equipararse con el de los primeros. Muchos siglos después, Tomás de Aquino (1225-1274) aceptó la misma escala de la naturaleza con el ser humano en la cúspide por gozar de razón y alma. Pensaba que los animales habían sido creados para servir a los seres humanos. Fue una línea de pensamiento predominante dentro de la Iglesia cristiana, a pesar de otras voces más benevolentes con los animales como Francisco de Asís (1182-1226).
Este contexto ético favorable dejó abierta la puerta a un incremento notable de la experimentación animal en las nuevas academias de los siglos XVI y XVII. Una buena parte de los experimentos con la bomba de vacío supusieron la muerte de animales. Por ejemplo, Robert Boyle relata con detalle sus experimentos con patos, serpientes, ranas y gatos colocados en este instrumento. También hizo experimentos similares con “animales con fuertes heridas en el abdomen” y otro con un corazón extraído de un animal muerto. Estos experimentos se hicieron muy populares en las décadas siguientes, hasta transformarse en espectáculos representados en plazas, teatros y salones, al igual que también ocurrió con los nuevos experimentos sobre electricidad y magnetismo animal.
Las investigaciones tomaron un nuevo impulso con la crisis final del galenismo y las nuevas ideas en medicina, al mismo tiempo que se crearon nuevos instrumentos como el eudiómetro (un medidor de la calidad del aire) o la pila eléctrica. Por ejemplo, el médico suizo Albrecht von Haller (1708-1778) fundamentó gran parte de su sistema médico, de gran popularidad en la segunda mitad del siglo XVIII, en experimentos con perros en los que estudiaba la contracción muscular y el sistema nervioso. Henry Cavendish (1731-1810) investigó las sorprendentes descargas del pez torpedo, un conjunto de especies marinas con órganos eléctricos situados a ambos lados de la parte inferior del cuerpo. Luigi Galvani (1737-1798) investigó los efectos producidos por el paso de la corriente eléctrica en ranas, observando cómo los músculos se contraían incluso después de la muerte del animal. Pensó que había encontrado un nuevo tipo de fluido eléctrico que confirmaba la existencia de electricidad animal. Su interpretación fue contestada por Alessandro Volta (1745-1827), inventor de la pila que lleva su nombre y con la que repitió los experimentos de Galvani para descartar su idea de un fluido eléctrico propio de los animales. A principios del siglo XIX, un experimentador itinerante, Giovanni Aldini (1762-1834), sobrino de Galvani, comenzó a aplicar estas fuentes eléctricas a cadáveres (incluyendo a asesinos decapitados) para comprobar la aparición de espasmos y convulsiones que sugerían su resucitación. Estos experimentos fueron muy populares en la época y, junto con otros relacionados con la química, sirvieron de inspiración a Mary Shelley en Frankenstein (1818).
Junto con la electricidad y el estudio de los gases, otra área importante de experimentación animal durante el siglo XVIII fue la investigación de los nuevos fármacos y los venenos, por ejemplo, los realizados por Felice Fontana (1730-1805) sobre las víboras. Durante la primera mitad del siglo XIX, los principales estudios sobre experimentación animal fueron desarrollados en el marco de la nueva fisiología experimental gracias a François Magendie (1783-1855) y Claude Bernard (1813-1878). El primero comenzó investigando el funcionamiento del sistema nervioso. Administraba venenos y medicamentos a través de diversas vías (alimentos, sondas estomacales, torrente sanguíneo, etc.) y estudiaba el tiempo en el que se producían los efectos y su intensidad. Con sus conocimientos quirúrgicos y anatómicos, Magendie pudo idear diversos métodos para separar partes del cuerpo y estudiar así su papel en determinados fenómenos, por ejemplo, la función del cerebro o la médula espinal, o los diversos tipos de fibras nerviosas. Aceptaba que la mayor parte de medicamentos y venenos obraba del mismo modo en seres humanos y animales. “Mi certeza en esta materia es tal”, afirmaba Magendie, “que no tengo el menor temor de experimentar en mí mismo las sustancias de cuyas virtudes he podido asegurar en nuestros experimentos con animales”.
La autoexperimentación con nuevos medicamentos no era extraña en esa época, ni tampoco en las décadas posteriores, pero no todos los médicos de su época compartían el optimismo de Magendie acerca de las aplicaciones médicas de la experimentación animal. También hubo una fuerte oposición por la crueldad de este tipo de experimentos, sobre todo en Inglaterra. En la década de 1820, Magendie viajó a Londres para presentar sus resultados mediante experimentos públicos que causaron un fuerte debate en el parlamento inglés, donde se calificó a Magendie como una “desgracia para la sociedad”. Uno de los parlamentarios solicitó la prohibición de los experimentos y, aunque no se aceptó su propuesta, el asunto sirvió para el arranque de los primeros movimientos antivivisección que consiguieron la publicación de una de las primeras leyes en este sentido, Cruelty to Animals Act (1876).
Claude Bernard tuvo que hacer frente a este tipo de críticas éticas de forma más frecuente que su maestro Magendie. Publicó uno de los libros más famosos sobre el tema en 1865, Introduction à l’étude de la médecine expérimentale. Incluía una revisión de las técnicas, la elección de los animales, el diverso propósito de los experimentos y las consecuencias válidas que podían derivarse de ellos. Convencido de la necesidad de la experimentación acerca de los fenómenos de la vida, y dado el margen limitado de situaciones moralmente aceptables para experimentar con seres humanos, Bernard pensaba que la crueldad de los experimentos con animales estaba sobradamente justificada por el bien superior que era la salud humana. Consideraba “inmorales” los experimentos “peligrosos” con seres humanos, aunque sus resultados pudieran ser extremadamente beneficiosos para el conjunto de la humanidad, pero pensaba que los experimentos con otros animales eran necesarios y “esencialmente morales”, por muy “dolorosos y peligrosos” que fueran, desde el momento en que estos experimentos pudieran “ser útiles” para los seres humanos, por ejemplo, para evitar los riesgos de la llegada de nuevos productos. Estos breves fragmentos, y muchos otros pasajes del libro de Bernard, muestran la intersección de la experimentación con animales humanos y no humanos.
A lo largo del siglo XX se produjo un incremento continuado del número de experimentos con animales que solamente fue atenuado, en parte, con las regulaciones de las décadas finales del siglo. Con la ampliación de las investigaciones, la experimentación animal no solamente creció, sino que también se diversificó con nuevos usos, técnicas y objetivos, al mismo tiempo que se añadieron un sinfín de nuevos animales, muchos de ellos diseñados específicamente para el laboratorio. También se desarrollaron nuevas técnicas diagnósticas (por ejemplo, los electrocardiogramas o los rayos X) que permitían pensar nuevas condiciones experimentales. A finales del siglo XX surgieron nuevas posibilidades y técnicas como la manipulación genética y la clonación (la famosa oveja Dolly) que abrieron viejos y nuevos debates. Asimismo, con la mayor influencia de los movimientos antivivisección, aumentó la necesidad de buscar unas condiciones menos crueles para los animales mediante, por ejemplo, el uso de anestésicos o mejores condiciones de almacenamiento.
También se produjeron pautas más precisas acerca de este tipo de experimentos, con organismos estandarizados, modelos de animal de laboratorio y, en el terreno de las investigaciones biomédicas, fases pautadas de los ensayos clínicos de medicamentos y vacunas. Asimismo, se introdujeron nuevas regulaciones éticas como las famosas “tres erres” (reducción, refinamiento, reemplazamiento) introducidas por dos biólogos británicos a mediados del siglo XX. La brutalidad de los experimentos con seres humanos realizados durante la Segunda Guerra Mundial también reforzó la legislación internacional para su prohibición, aunque ello no evitó que siguieran produciendo escándalos, tales como los bochornos experimentos acerca de la sífilis realizados en Estados Unidos y América Central con población racializada y pobre. Muchos otros casos, con más o menos grado de horror, realidad y presencia mediática, han sido denunciados hasta la actualidad, con una variedad de posturas y situaciones, también relacionadas con la propia definición de experimentación animal y sus límites de aplicación en humanos y no humanos. Actualmente algunos grupos contestatarios afirman que las nuevas vacunas de ARN contra la covid-19 se han introducido sin las precauciones necesarias, por lo que la población se ha convertido en “cobayas humanas” dentro de un experimento planetario de consecuencias imprevisibles. A pesar de su rabiosa actualidad, estas controversias no resultan novedosas ni sorprendentes. Se pueden rastrear movimientos contra las vacunas desde el siglo XVIII hasta los ensayos de Louis Pasteur con el joven Joseph Meister y la vacuna de la rabia que alentaron un debate ético desde su época hasta el presente.
El recorrido de más dos milenios muestra que el debate acerca de la experimentación animal, incluyendo seres humanos, es complejo y, como otras controversias analizadas, incluye una gran variedad de problemas de diversa índole: médicos, científicos, éticos, políticos, legales, etc. Quizá un poco de más de papel para la historia podría abrir nuevas perspectivas con resonancias de la controversia en épocas remotas y diversos matices y posturas a lo largo de los siglos analizados en este apartado.
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
Para saber más
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