—Las prácticas científicas en la cárcel Modelo de Barcelona para la aplicación de penas, la redención de prisioneros y su readaptación social.—

 

Pocos espacios han sido objeto de tanta controversia en la historia contemporánea como las prisiones. El espacio penitenciario no solo marca una frontera psicológica, social y cultural entre normalidad y anormalidad. También ha sido, y todavía lo es hoy, un espacio codiciado por expertos y amateurs en el que han convergido disciplinas como la arquitectura, la antropología o la psicología. Se trata, por lo tanto, de un espacio poliédrico que la ciencia, pero también la política y la religión, ha intentado “apropiarse” a partir de varias estrategias. Así mismo, como institución punitiva, la prisión es también un espejo de las pulsiones de la sociedad. En este sentido, el estudio de la historia de la cárcel Modelo de Barcelona permite conocer no solo las tensiones sociales de un pueblo sino los “regímenes de verdad” por los cuales operaba el poder. Vamos a entrar en materia.

Plano general de la cárcel Modelo de Barcelona con el panóptico y la estructura radial. S. Cerveto, Descripción y funcionamiento de la cárcel celular de Barcelona. Barcelona, 1910.

La “Rosa de Fuego”, tal y como era conocida Barcelona después de los hechos de la Semana Trágica, arrastraba un gran número de disturbios y movilizaciones obreras que la habían catapultado al grupo de ciudades más conflictivas a nivel mundial. La ciudad había sido sacudida durante décadas a través de atentados como el del Liceo (1893) o el de la procesión de Corpus Christi (1896) que habían causado un gran impacto en el imaginario colectivo. Son diversas las miradas históricas que han contribuido en estos últimos años a hacer visible esta atmósfera inquietante que, lejos de detenerse con la Semana Trágica (1909), se incrementó con la Revolución Rusa de 1917. Ciertamente, durante el llamado periodo del “pistolerismo” (1917-1923) se acabó consolidando la imagen de una ciudad polarizada con una permanente tensión social entre clases dirigentes, burguesía y un mundo obrero ideológicamente diverso pero que, en conjunto, pugnaba por la revolución proletaria. Fueron unos años extremadamente violentos con la utilización de sicarios entre el movimiento obrero y, sobre todo, la patronal. La burguesía sentía un auténtico terror a la expansión de ideas socialistas y anarquistas y pensaba que la amenaza de una revolución obrera era del todo real.

Toda esta tensión se trasladó al mundo de la judicatura y de la criminología, que recibió la presión de frenar el aumento de la delincuencia, especialmente, de aquellos delitos dirigidos contra la propiedad privada, así como los relacionados con la expansión de las ideas revolucionarias. Además, se propuso reformar al tipo de delincuente reincidente, una auténtica piedra en el zapato del sistema penal. Con este objetivo, se constituyó un nuevo régimen de saberes en torno a la “prevención”, un nuevo concepto, legal y científico al mismo tiempo, que, por lo tanto, parecía revestido de una aparente neutralidad. Era un tipo de cortafuego antes de que la violencia o la delincuencia se desatara por completo. La pregunta clave era: ¿cómo hacerlo efectivo?

La cuestión de la prevención ya había sido planteada a lo largo del siglo XIX por juristas como Pere Armengol i Cornet (1837-1896). De hecho, este propósito se ligó a la apertura de la cárcel Modelo de Barcelona en 1904, cuya arquitectura y gestión pretendían dibujar el carácter reformista del nuevo penal. En ella se intentaron cristalizar las tímidas reformas promovidas por correccionalistas y filántropos del siglo XIX que tenían que conducir al prisionero a una mejora de su conducta y una reformulación de sus valores morales.

Senyor ante la cárcel Modelo de Barcelona. Colección Guillem de Plandolit. ca. 1915. El propio Plandolit parece ser el sujeto de la foto, a modo de autorretrato.

La cárcel Modelo de Barcelona presenta varias peculiaridades que la transforman en un singular espacio de ciencia. En primer lugar, se puede decir que es el espacio público menos público: su funcionalidad depende del hermetismo y el aislamiento respecto a la esfera pública. Sin esta exclusión del mundo social, la prisión dejaría de tener significancia como espacio, al menos hasta el último tercio del siglo XX. No es comparable, por lo tanto, a espacios como el laboratorio, el hospital o el reformatorio, todos ellos condicionados por otros aspectos ya descritos en otros apartados de Saberes en acción. Además, los expertos que acceden a la prisión no regulan la población carcelaria. La operativa que la determina es externa. En este sentido, los espacios de ciencia más parecidos son los manicomios o frenopáticos, a pesar de que la normativa, el régimen y la gestión eran sensiblemente diferentes.

Por otro lado, la prisión fue un espacio largamente debatido y corregido mediante diferentes métodos (la propia gestión del establecimiento) y técnicas (a través de un régimen de trabajo, de aislamiento, de formación…) por una burguesía interesada en modificar los valores morales de una clase social que creía antagónica a la suya. Por último, la cárcel fue un espacio donde los individuos eran objeto de estudio por el hecho de haber traspasado un umbral legal. Su reclusión era un castigo, una cosa que no pasaba en ningún otro espacio. Todo esto conforma una especificidad que confiere a la prisión un carácter especial como espacio de ciencia.

Sin embargo, no se trata de un espacio impermeable a las actividades que se pueden etiquetar como “científicas”, a pesar de que la frontera entre lo disciplinario y lo mundano es, a veces, difícil de discernir. Algunas prácticas eran claramente no académicas, otras se encontraban en los márgenes del academicismo y, finalmente, otras seguían los estándares dictados por los métodos de las ciencias. Entre estos tres mundos circulaban saberes científicos, readaptándose más o menos a los intereses de cada uno de los agentes, en formas más o menos amateurs o más o menos expertas, sin dejar de lado el objeto en cuestión, el prisionero, que resistía o se subordinaba voluntariamente a la mentalidad que lo observaba con el fin de obtener algún tipo de beneficio.

Interior de la cárcel Modelo de Barcelona, con 46 celdas por piso. S. Cerveto, Descripción y funcionamiento de la cárcel celular de Barcelona. Barcelona, 1910.

Fue, sobre todo, a partir de la primera década del siglo XX cuando se inició el periodo de más actividad correctiva respecto al preso. Fue debido principalmente a un aumento preocupante de la reincidencia que ponía en entredicho la efectividad de la nueva prisión. Es entonces cuando confluyen tres mentalidades y formas de práctica científica que tendrán su cenit durante la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930). Se pueden describir a través de tres figuras representativas, identificadas a partir de sus registros: el visitador de prisiones, el médico antropólogo y el psicólogo.

El “visitador” era un personaje laico a las órdenes de los patronatos religiosos, que intentaba educar a los presos con la lectura de folletines religiosos y de “conversaciones íntimas” a cambio del mercadeo de bienes de primera necesidad. Su misión raramente resultaba exitosa, pero los prisioneros aprovechaban para acceder a mercancías (chocolate, tabaco, mantas…) que no se podían obtener fácilmente en el economato de la misma prisión. Eran, eso sí, una potente fuente de información que servía a los patronatos religiosos para redactar perfiles e informes de cariz psicológico que después facilitaban a la policía para localizar lugares o personas con una cierta peligrosidad social, especialmente en delitos relacionados con conductas sexuales.

La segunda línea la constituía el médico antropólogo de la cárcel Modelo de Barcelona, el doctor Joan Soler i Roig. Es un personaje del que se disponen de escasos datos biográficos, pero sabemos que se encargaba de las medidas antropométricas. En este caso, la propia prisión había diseñado un laboratorio antropométrico dentro del espacio carcelario que supuso un adelanto en el registro de presos. Estas medidas corporales sirvieron a Soler para realizar toda una serie de curiosas observaciones fundamentadas en la fisiognomía y la antropometría.

Viñetas utilizadas por Joaquim Fuster en el test de Fernald-Jackobsohn (1929). A la izquierda, “Robo de alimento por necesidad”. A la derecha, “Muerte de un camarada jugando con armas de fuego”. J. Fuster, Comentarios al empleo de la prueba de Fernald‐Jakobsohn en los delincuentes, Madrid: Fundación Archivos de Neurobiología, 11, 1931, 30-42.

A finales del siglo XIX, esta era una posible vía de estudio y legitimación que el derecho preventivo exploraba de cara a la judicatura, bajo el amparo de la antropología positivista y la nuova scuola del médico y criminólogo italiano Cesare Lombroso (1835-1909). Para el caso barcelonés, se puede decir que Soler fue una figura bisagra entre los “informes psicológicos” de corte reformista realizados para las órdenes religiosas que gestionaban la prisión y esta nueva disciplina científica, la antropología criminal, que acabó fracasando en su propósito, pero que, lejos de desaparecer, se fue reconvirtiendo y adaptando a lo largo del siglo XX. Soler documentó con esmero las exploraciones realizadas durante sus tareas como perito, tanto en informes de cariz técnico como en libros de lectura que combinaban un marcado acento religioso con una precaria, por no decir nula, calidad literaria.

La tercera línea de prácticas científicas desarrolladas en el seno de la cárcel Modelo de Barcelona durante el primer tercio del siglo XX corrió a cargo de dos psicólogos de la Institución de Orientación Psicológica, Emili Mira (1896-1964) y Joaquim Fuster (1901-1985). Mira, un autor de reconocido prestigio internacional, alentó a su compañero y discípulo a emprender una serie de estudios en la cárcel Modelo con el propósito de establecer una base empírica bajo la cual poder investigar la moral del delincuente. El objetivo perseguido no era otro que ajustar las penas a los reos con el fin de transformarlos moralmente para después readaptarlos socialmente. Solo así, pensaban estos psicólogos, se conseguiría hacer bajar la reincidencia. Era una línea de investigación que, al mismo tiempo, permitía a los psicólogos posicionarse como expertos dentro del mundo judicial, tal y como ya reivindicaban juristas y criminólogos españoles como Quintiliano Saldaña (1878-1938) o Eugenio Cuello Calón (1879-1963).

De este modo, Fuster empezó a realizar una serie de ensayos desde una visión holística, como “el test de Fernald-Jackobson ”, “el cuestionario de Woodworth ” o “la prueba de las p”, empleando diferentes corrientes psicológicas como el conductismo, el funcionalismo o el psicoanálisis que le ayudaran a revestir un cuerpo teórico suficientemente riguroso para afianzar su tesis: que existía una moral anormal, patológica, y que, si era posible detectarla a tiempo, también sería posible prevenir la delincuencia. Incluso, Fuster puso en práctica una prueba inventada por él mismo de “valoración del delito”, donde emplazaba al reo a posicionarse como juez para ver qué tipo de sentencia aplicaría a un supuesto criminal.

Detalle de la lista de prisioneros utilitzados en la prueba de Fernald-Jackobsohn (1929) con el orden en el que los reoas habían puesto las viñetas. J. Fuster, Comentarios al empleo de la prueba de Fernald‐Jakobsohn en los delincuentes, Madrid: Fundación Archivos de Neurobiología, 11, 1931, 30-42.

Al margen de sus revestimientos teóricos, la valoración que, en definitiva, obtuvieron todos estos “agentes de moralidad” a través de sus técnicas o informes periciales conducía a reducir al reo a una simple clasificación que o bien bordeaba la anormalidad o bien lo etiquetaba directamente con diferentes trastornos patológicos. No se observa, en ninguno de ellos, una comprensión social sobre la causalidad del delito ni, mucho menos, un debate acerca del mismo delito o matización que condujera a plantear si el individuo en cuestión tenía un orden moral diferente sin ser necesariamente peligroso o patológico. Solo en algunos casos, como en las cuestiones relativas al aborto, Fuster parece resaltar en sus escritos el carácter inconstante y efímero del delito.

En resumidas cuentas, se puede decir que la cárcel Modelo de Barcelona fue un espacio complejo, condicionado por un reglamento específico enfocado a la acción punitiva sobre el reo. La práctica científica, fuera la que fuera, aprovechó estas condiciones sin la menor duda, amparándose en la supuesta “voluntad” de los reos, una voluntad de la que se podría, cuanto menos, dudar, dadas las medidas coercitivas propias de los regímenes de privación de libertad. En el fondo, estas prácticas supusieron un intento de justificar y legitimar medidas correctoras al servicio de un discurso moralizador hegemónico que pocas veces aportaba mejoras en las condiciones del prisionero o avances para la misma institución penal. El caso estudiado parece confirmar las afirmaciones del filósofo francés Michel Foucault (1926-1984), que consideraba la prisión como el único lugar donde el poder puede manifestarse de forma desnuda, con sus dimensiones más excesivas, sin dejar por ello de legitimarse como fuerza moral.

 

 

Oscar Montero-Pich
Investigador independiente

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Ansgar Allen, Roy Goddard.. The domestication of Foucault: Government, critique, war. History of the Human Sciences, 27, 2014, 26-57.

Serna, J.; Pons, A. El ojo de la aguja. ¿De qué hablamos cuando hablamos de microhistoria?. Ayer, Revista de Historia Contemporanea, 12, 1993, 93‐133.

Estudios

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Fuentes

Cerveto, S. Descripción y funcionamiento de la cárcel celular de Barcelona. Apreciación higiénica. Barcelona: Gaceta Médica Catalana, [1910].

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Páginas de internet y otros recursos

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