—Una tipología de los saberes expertos y su papel en las deliberaciones públicas relacionadas con la ciencia, la tecnología y la medicina.—

 

¿Qué hacer en un mundo con tantas decisiones relacionadas con la ciencia, la tecnología y la medicina? ¿Se puede garantizar la legitimidad democrática mediante procesos abiertamente participativos en la toma de decisiones? ¿O, por el contrario, deben basarse las actuaciones en los consejos de la comunidad experta? Según los sociólogos Harry Collins y Robert Evans, las cuestiones relacionadas con la gestión del saber experto son parte de los “problemas más acuciantes de nuestro tiempo”. En un famoso artículo publicado en 2003, ambos autores afirmaron que el análisis de estos asuntos constituía la “tercera ola” de los estudios sobre la ciencia, una vez superadas las respuestas contrapuestas del cientificismo tecnocrático y del postmodernismo relativista.

Según la primera interpretación, predominante en las décadas centrales del siglo XX, la ciencia se caracteriza por la aplicación de un método definido que produce saberes disponibles para su aplicación social. Se asume así un movimiento unidireccional desde la ciencia pura a la aplicada, o desde los saberes biomédicos a sus usos clínicos. Basta con elegir a expertos con credenciales adecuadas y dejar que apliquen su saber al caso en cuestión. Las posturas más radicalmente cientificistas asumen que todas las respuestas deben encontrarse en la ciencia o, en otra versión, que solamente desde la ciencia se pueden plantear las preguntas correctas. Todo lo demás es literatura o política abocada al fracaso.

Portada de uno de los libros de Harry Collins. Wiley.

La aproximación relativista tiene también un largo recorrido desde las antiguas corrientes del escepticismo hasta las críticas a la modernidad del siglo XX. Fue reavivada por los estudios sobre la ciencia de los años setenta del siglo XX, en particular desde el “programa fuerte” (strong program) de la sociología de la ciencia, que introdujo una visión menos ingenua e idealizada del saber experto, al señalar sus condicionantes sociales, los sesgos de diverso tipo y los procesos de creación de hechos e interpretaciones, fuera del marco ideal del supuesto método científico. A pesar de sus indudables contribuciones a la desmitificación de la ciencia y sus llamadas a la democratización del saber experto, este tipo de aproximación condujo a callejones sin salida propios del relativismo, al no ofrecer criterios para la toma de decisiones en asuntos especializados, más allá de la incorporación del máximo número de voces. La versión extrema de esa aproximación era el asunto central de otro libro de Harry Collins con el provocativo título de ¿Somos ahora todos expertos científicos?, que repasaba situaciones relacionadas con las vacunas, el cambio climático o la epidemia de sida en Sudáfrica.

Sin pretender solucionar un problema con el que más bien se debe aprender a convivir, Collins y Evans han ofrecido una “tercera vía” para navegar por estas aguas. Según su punto de vista, los dos principales problemas del saber experto son la legitimidad y la extensión. Ambos aspectos son difíciles de delimitar con precisión y cambian según contextos, problemas y períodos históricos. Las fuentes de legitimidad son variopintas, desde títulos académicos de prestigiosas instituciones, hasta la experiencia práctica, la pertenencia a determinadas sagas familiares, el poder económico, el lenguaje empleado o la posición social. Una vez legitimadas, al menos en ciertos contextos, esas voces expertas adquieren la capacidad de tratar con autoridad determinados temas supuestamente de su incumbencia. El conjunto de protagonistas y el rango de temas son también asuntos de debate. Tanto la comunidad experta como las cuestiones abordables por la misma suelen tener fronteras borrosas y disputadas, de modo que no hay solución de continuidad con los asuntos abordables por un gran conjunto de personas mediante deliberación democrática. El problema no afecta solamente a la vieja contraposición entre saber y opinión, sino que está relacionado con el diferente papel atribuido a especialistas y personas profanas en la toma de decisiones acerca de cuestiones técnicas. En definitiva, se trata de un asunto que obliga a navegar entre las aguas estrechas que dejan los excesos de la tecnocracia, o del gobierno de los expertos, al modo de la República ideada por Platón, y del populismo tecnológico, es decir, entre la negación de todo valor diferencial al saber experto y la asunción de que profanos y expertos tienen igual capacidad para abordar cuestiones especializadas.

Teniendo en cuenta estas variables, Collins y Evans han esbozado una teoría normativa para distinguir diversos tipos de personas expertas, desde aquellas poseedoras de conocimientos compartidos por toda una sociedad y cultura, hasta las que dominan temas especializados que implican, de una forma u otra, “saberes tácitos”, por lo general adquiridos a través de largos procesos de formación y experiencia práctica. En el primer grupo se incluyen los saberes compartidos por la pertenencia a una determinada cultura, tales como el lenguaje de uso común, las técnicas de la vida cotidiana y conocimientos de transmisión en el seno familiar. Todos estos saberes y prácticas son variables en el tiempo, de modo que hay sociedades tradicionales con muchos saberes compartidos relacionados con la botánica, la medicina, la agricultura o la astronomía, mientras que en otros contextos estos conocimientos quedan relegados a un número limitado de especialistas.

Michel Polanyi (1896-1976) fue un científico de origen húngaro que se interesó por el “conocimiento tácito” y su papel en la ciencia. Este tema es también crucial en la discusión de Collins y Evans en su tabla periódica de la pericia. Wikipedia.

Dentro del grupo de saberes especializados, Collins y Evans distinguen entre diferentes capacidades para hacer contribuciones sustanciales en el área correspondiente. Para Collins y Evans, este tipo de pericia (contributory expertise) consiste en la habilidad para contribuir en un área determinada con resultados prácticos y constatables. Se requiere para ello de una formación en ciertos conocimientos especializados y de unos saberes tácitos adquiridos, destrezas y habilidades que se alcanzan, por lo general, a través largos procesos de formación y experiencia de trabajo. Distinguen este tipo de pericia de la meramente lingüística, aquella (interactional expertise) que supone un manejo adecuado del lenguaje de una especialidad, de modo que se puede así interaccionar y dialogar con las comunidades especializadas. Las fronteras entre una y otra son borrosas y quizá solamente se pueden establecer en cada circunstancia concreta.

Collins y Evans también señalan la habilidad de determinados expertos para moverse a lo largo de su tipología, que han bautizado como “la tabla periódica de la pericia”. Por un lado, es habitual que los saberes de una especialidad permitan adentrarse con facilidad en otro campo (por ejemplo, entrar con voz autorizada en la física gravitacional desde la química de macromoléculas). A esta habilidad Collins y Evans la denominaron referred expertise y establecieron diversos matices y situaciones. Por otra parte, determinados personajes pueden pasar de una posición a otra, por ejemplo, a través de la conversión de sus credenciales académicas en experiencia de campo o la transformación de un conocimiento superficial en apariencias de saber pericial. Esta transformación se consigue, por ejemplo, gracias al paso por cargos de gestión, sin apenas relación con la investigación, pero que redundan en un incremento de la autoridad gracias a las redes que se consiguen tejer en estas situaciones.

Uno de los carteles más famosos de las campañas de Act-Up, uno de los colectivos más importantes de lucha contra el sida en las décadas finales del siglo XX. Los colectivos de activistas y pacientes de sida cuestionaron las formas de realizar los ensayos clínicos y los productos terapéuticos empleados. Wikipedia.

Es necesario señalar también lo que se denomina habitualmente lay expertise o “pericia profana” y que Collins y Evans prefieren llamar experience-based expertise o “pericia basada en la experiencia” para evitar la contradicción en los términos de la anterior expresión. Se refieren así a saberes especializados que poseen ciertos grupos por su particular experiencia vital, sus actividades personales o por vivencias de sufrimiento o lucha social. Estos saberes pueden ser compartidos por personas sin formación académica ni publicaciones especializadas, tales como grupos de enfermos y activistas de la salud comunitaria, comunidades de víctimas de catástrofes ambientales, sectores racialmente estigmatizados o colectivos profesionales con saberes locales adquiridos a través de su práctica. Diversos estudios han abordado el papel de estos colectivos en temas muy diversos, desde ganaderos de Cumbria (Inglaterra) con la lluvia radioactiva hasta pacientes de sida y los primeros tratamientos retrovirales, sin olvidar las “epidemiologías populares” producidas por comunidades que habitan terrenos contaminados y constatan incrementos sustanciales de determinadas enfermedades como el cáncer infantil. Estos saberes han mostrado su poder para cuestionar los informes realizados por agencias oficiales, así como para añadir nuevas perspectivas desconsideradas por las disciplinas académicas, completar las lagunas dejadas por la ciencia sin hacer o establecer puentes entre especialidades diversas y grupos de activistas.

Los ejemplos anteriores apuntan que la ubicuidad de los expertos en las sociedades contemporáneas es causa adicional de complejidad. Se les puede encontrar fácilmente en reuniones acerca de asuntos de salud pública, investigación criminal, desarme nuclear, calidad alimentaria, control de drogas, cambio climático, litigación de patentes, infraestructuras de comunicación, regulación de la industria, gestión del riesgo o creación de estándares internacionales. Los espacios institucionales son también variados: tribunales de diverso tipo y dependencias policiales, empresas consultoras y evaluadoras, agencias gubernamentales, organismos transnacionales, consejos de dirección, departamentos de salud pública y hospitales, medios de comunicación, sindicatos, partidos políticos y organizaciones de activistas. Cada uno de estos ecosistemas tiene sus propios procedimientos, lenguajes de valoración, reglas de sociabilidad y tiempos de toma de decisiones, por lo general mucho más rápidos que los propios de la investigación científica. Además, estos contextos presentan procesos variopintos de negociación social que esbozan fronteras y fijan parcialmente las voces autorizadas en cada lugar y momento histórico. De este modo, cuando se amplían los contextos geográficos y temporales, las categorías de Collins y Evans se desdibujan en una gran multiplicidad de matices y situaciones, tal y como se verá en ejemplos concretos de otros apartados.

Páginas del semanario local Cumbria Life de 1996 con referencias a la catástrofe de Chernóbil diez años antes. El trabajo de B. Wynne sobre esta cuestión permitió pensar los saberes de personas legas para tratar un asunto tan complejo como la lluvia radioactiva. Radiation Free Lakeland.

Todos estos rasgos complican la selección de expertos y la delimitación de su papel en los debates públicos. Se requieren diferentes tipos de “metapericia”, es decir, de saberes acerca de los saberes expertos, que permitan discernir y gestionar el saber experto en la toma de decisiones. Collins y Evans han realizado una amplia discusión de los tipos de metapericias, desde los propios de las comunidades locales involucradas en el problema, hasta los títulos otorgados por centros académicos, la evaluación por pares o el análisis de la experiencia práctica. Ninguno de estos criterios permite resolver de forma completa los problemas de la legitimidad ni de la extensión, pero pueden guiar en la búsqueda de soluciones prácticas para contestar a las preguntas señaladas al principio de este apartado.

En un libro colectivo recientemente publicado, Collins y Evans defienden el papel de la ciencia y de la tecnología de los recientes ataques del negacionismo, sin que por ello se conviertan en formas de divulgación asociadas con “fuentes de entretenimiento” o “sustitutos de las religiones”. Un planteamiento tan ambicioso exige formar a la ciudadanía en una “epistemología cívica” alejada de las caricaturas cientificistas y de los sueños tecnocráticos, es decir, fundamentada en las conclusiones de más de cinco décadas de estudios sociales sobre ciencia, tecnología y medicina. Otra revisión reciente, del también sociólogo Gil Eyal, incide en la necesidad de aprender a convivir con estas cuestiones, sin esperar encontrar soluciones sencillas y aplicables a todos los casos. La necesidad de confiar en el juicio de expertos en los temas mencionados crea problemas difícilmente resolubles como los indicados. Solamente se puede aspirar a tratarlos de forma más o menos efectiva y democrática. La prudencia necesaria para abordarlos se puede adquirir, entre otras fuentes, del estudio histórico de situaciones semejantes. Este será el objetivo de los restantes apartados de esta sección dedicada a los saberes expertos, donde se revisarán algunos aspectos señalados aquí, particularmente los relacionados con la delimitación y la legitimidad, a través del estudio de temas, personajes y contextos variopintos: las culturas forenses, los viajes de ciencia, el control de la calidad de las aguas y las movilizaciones ecologistas.

 

 

José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Collins, Harry. Are we all scientific experts now? Cambridge: Polity; 2014.

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Páginas de internet y otros recursos

KES. Studies on Knowledge, Expertise and Science. University of Cardiff. Disponible en este enlace.