—Teorías, leyes y debates en torno a la construcción del sujeto peligroso. —

 

En 1876, Cesare Lombroso (1835-1909) publicó L’uomo delinquente, donde formuló su teoría del criminal nato, que tuvo un fuerte impacto sobre las concepciones del crimen y sus relaciones con la locura. Lombroso pensaba que el criminal era un salvaje que había sobrevivido a la muerte de la sociedad a la que pertenecía. Este atavismo le permitía afirmar la existencia de un tipo antropológico específico, el del criminal nato, caracterizado por una serie de estigmas físicos, sociológicos y fisiológicos. El libro conoció numerosas ediciones y fue traducido a varias lenguas. En las sucesivas ediciones, Lombroso actualizó datos y modificó algunas de sus propuestas en función de las críticas recibidas. Tenía una notable capacidad para ensamblar piezas provenientes de diferentes escuelas, si bien las ideas degeneracionistas jugaron un papel destacado. Entre 1885 y 1887, vinculó el atavismo, la locura moral y la epilepsia, lo que le permitió explicar todos los comportamientos criminales, desde el asesinato al delito político, pasando por la violación, el vagabundeo y la prostitución. Además, junto al sociólogo Enrico Ferri (1856-1929) y el penalista Raffaele Garofalo (1851-1934), constituyó en torno a la revista L’Archivio di psichiatria, la Nuova Scuola o escuela positivista de criminología, también conocida como antropología criminal italiana. Entre las novedades que aportó destaca el cuestionamiento del libre albedrío y la propuesta de que la peligrosidad del sujeto fuera la base de una nueva penalidad.

Tipos criminales en Cesare Lombroso, L’uomo delinquente in rapporto all’antropologia, alla giurisprudenza ed alla psichiatria. 5a Edizione. Atlante. Torino: Fratelli Bocca, 1897. Internet Archive.

Desde mediados de la década de 1880, la antropología criminal italiana fue contestada por la escuela sociológica francesa, que criticó y matizó las teorías lombrosianas. La historiografía ha destacado que las diferencias entre ambas no fueron tan profundas y que la rivalidad respondió a una estrategia francesa de distinción y lucha por la hegemonía científica en el terreno de la criminología. Encabezada por el médico Alexandre Lacassagne (1843-1924) y el sociólogo Gabriel Tarde (1843-1904), esta corriente insistió en la importancia del “medio social” en la génesis de la criminalidad, si bien no se plasmó en el desarrollo de una teoría sociológica del crimen ni del criminal. Además, el “medio social” era compatible con la idea de un substrato orgánico del comportamiento criminal. El salvajismo, los defectos congénitos, la locura, la heredabilidad biológica del crimen o la predisposición al mismo constituían sus causas. Las diferencias entre las escuelas fueron más “técnicas” que de fondo. La escuela francesa contraponía la idea de degeneración a la de atavismo y rechazaba la caracterización del “criminal nato”, al considerar que los estigmas físicos no definían necesariamente al criminal. Así, Charles Feré en su obra Dégénéréscence et criminalité (1888) criticaba a Lombroso señalando que la locura, la criminalidad y el vicio tenían un origen común. La criminalidad no sería más que una forma inferior de degeneración y no una manifestación atávica. Por otra parte, la escuela francesa asumía la idea de la peligrosidad como centro de las políticas penales.

A la izquierda, retrato de Cesare Lombroso. Wellcome Collection. A la derecha, retrato de Alexandre Lacasagne. Wikipedia.

A comienzos del siglo XX, la criminología también dirigió su atención a la pequeña delincuencia y la vida maleante de las grandes ciudades dando lugar a los estudios sobre la “mala vida”. Las tesis degeneracionistas, según Michel Foucault, diluyeron la oposición entre el crimen monstruoso y la pequeña criminalidad de manera que todas las infracciones quedaban bajo la mirada científica, permitiendo relacionar “al menor de los criminales con un peligro patológico para la sociedad, para la especie humana en su conjunto”. Los trabajos sobre la “mala vida” eran una hibridación entre el degeneracionismo y la criminología positivista y trataban de analizar y catalogar una población considerada peligrosa y patológica por sus comportamientos desviados. Su objeto de estudio era una heterogénea variedad de sujetos y grupos marginales como prostitutas, homosexuales, mendigos, vagabundos, estafadores, golfos, gitanos, etc. La mala vita a Roma de Scipio Sighele y Alfredo Niceforo (1898) marcó el inicio de este tipo de trabajos que continuó en España con La mala vida en Madrid de Constancio Bernaldo de Quirós y José María Llanas de Aguilaniedo (1901) y La mala vida en Barcelona de Max-Bembo (1912). En Argentina se publicó La mala vida en Buenos Aires (1908), del jurista Eusebio Gómez.

Imagen superior, “Golfillos recogidos en el Campamento de Desinfección (Madrid)” (circa 1910). Memoria de Madrid. Imagen inferior, “Los golfillos, aseados y uniformados” (circa 1910). Memoria de Madrid.

Estos trabajos patologizaron el crimen y los comportamientos desviados, ocultando sus causas económicas y sociales o dejándolas en un plano secundario. En este sentido, la falta de trabajo y la miseria se utilizaron para establecer la frontera entre la normalidad y la anormalidad. La falta de trabajo fue patologizada y criminalizada, convirtiendo a una parte importante de la población en sospechosa de comportamientos antisociales y peligrosos. También contribuyeron a introducir reformas penales y a construir una defensa social basada en la prevención del delito.

Durante las primeras décadas del siglo XX se asentó el concepto de peligrosidad predelictual en diversos campos del saber. La psiquiatría, que siempre había mostrado interés por la peligrosidad, entró en el siglo XX engrasando un nuevo aparato conceptual construido en torno a la higiene mental y la profilaxis de la enfermedad mental, que conllevaba el desarrollo de una estrategia preventiva del delito. Durante el siglo XIX había centrado sus esfuerzos en diferenciar a los criminales con trastornos mentales de los criminales sin más. Sin embargo, la práctica se deslizará hacia el terreno más flexible de los anormales. Estos últimos eran mucho más difíciles de definir y por ello, al igual que los malvivientes, inaprensibles. Fueron estudiados y clasificados por la psiquiatría en intensos debates y se implementaron legislaciones y dispositivos asistenciales específicos. Por ejemplo, en el caso de Bélgica, a instancias de Louis Vervaeck, se creó en 1907 un servicio de antropología penitenciaria en la prisión de Minimes (Bruselas). Fue el embrión de una red de laboratorios que estudiaron científicamente a reclusos para destinarlos a establecimientos adaptados a su personalidad y peligrosidad. La experiencia culminó en 1930 con la Ley de Defensa Social que consagraba el internamiento terapéutico para los delincuentes anormales y la introducción de la pena indeterminada. Argentina también dio pasos en esta dirección. La influencia de la escuela psicopatológica liderada por José Ingenieros se dejó sentir en la Ley de Residencia de 1904 y la Ley de Defensa Social de 1910. Ambas tenían como objetivo a los inmigrantes, considerados sujetos peligrosos, en un momento en que el movimiento obrero se mostró capaz de convocar huelgas generales y poner en apuros al poder político.

También hubo mutaciones en el derecho penal, un terreno tradicionalmente refractario a los cambios provenientes de la psiquiatría y de la criminología. La creación en 1889 de la Unión Internacional de Derecho Penal fue fundamental en la extensión del debate sobre la peligrosidad. Frente a la idea del castigo equitativo y retributivo defendido por la escuela penal clásica, se abrió paso la idea de la imposición de castigos personalizados en función de la naturaleza del criminal. La noción de peligrosidad predelictual fue acompañada de la idea de las sentencias indeterminadas, constituyendo el centro del debate jurídico y criminológico. En 1910 el jurista Adolphe Prins en su obra La défense sociale et les transformations du droit pénal, defendió la existencia del estado de peligrosidad sin delito y el derecho del Estado a intervenir en esos casos de manera preventiva.

Estas ideas arraigaron bien en España. Uno de sus máximos valedores fue el penalista Luis Jiménez de Asúa (1889-1970), que en la década de 1920 propuso sustituir el concepto de libre albedrío y responsabilidad criminal por el de estado peligroso. Además, las penas debían dejar paso a la aplicación de medidas de seguridad preventivas. El interés y la confianza en la medicina marcaron su pensamiento penal, que defendía que los pilares del derecho penal en el futuro serían el estado peligroso y el pleno arbitrio para dictar sentencia de los jueces, que se transformarían en “antropólogos, psicólogos, psiquiatras; verdaderos médicos sociales”.

Durante la II República, en un contexto marcado por la reforma psiquiátrica y la ideas de profilaxis de la enfermedad mental y prevención del crimen defendidas por el movimiento de higiene mental, así como por una honda preocupación por el orden público, se promulgó el 4 de agosto de 1933 la Ley de Vagos y Maleantes. Redactada por Jiménez de Asúa y Mariano Ruiz Funes, esta ley definía varias categorías de peligrosidad predelictual y proponía las medidas de seguridad que debían aplicarse a los sujetos encartados. La mayoría de los individuos catalogados como vagos y maleantes coincidían con los estudiados en las mencionadas obras sobre la “mala vida”. Se etiquetaba como peligrosos a sujetos que no vivían de su trabajo, estableciendo la relación con este como principal indicador de normalidad social. Las medidas de seguridad incluían el destierro, la reclusión en establecimientos correctivos o curativos según su estado de peligrosidad y el sometimiento a la vigilancia e indicaciones de los delegados asignados por la autoridad. Quedaba al criterio del juez la imposición de la duración de la medida de seguridad dentro de unos mínimos y máximos temporales. La Ley de Vagos y Maleantes fue contestada por sectores del movimiento obrero, especialmente por anarquistas y comunistas, que vieron en ella una herramienta susceptible de ser utilizada para la represión política. El triunfo electoral de las derechas en noviembre de 1933 conllevó su uso indiscriminado contra el movimiento obrero. La ley tomó un sesgo de defensa política cuando en 1935 se introdujo como supuesto de peligrosidad a aquellos que “en sus actividades y propagandas reiteradamente inciten a la ejecución de delitos de terrorismo o de atraco y los que públicamente hagan apología de dichos delitos”.

“El primer campo de concentración de vagos y maleantes”, La Estampa, 18 de agosto de 1934. Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España.

Durante el franquismo la deriva se consumó. La Ley de Vagos y Maleantes sufrió varias reformas que aumentaron los supuestos de peligrosidad. En 1954 se incluyó la homosexualidad y su aplicación se amplió a “los que de cualquier manera, perturben con su conducta o pusieren en peligro la paz social o la tranquilidad pública”. Su influencia fue notable en diferentes países latinoamericanos, como Colombia, Chile y Venezuela, donde se promulgaron leyes de vagos en 1936, 1954 y 1956 respectivamente. En España, la Ley de Vagos y Maleantes fue sustituida en 1970 por la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social en un intento de adaptarla a la realidad desarrollista. Compartía los mismos principios doctrinales que la anterior, aunque ampliaba su campo de acción de 9 a 17 supuestos de peligrosidad. Se incluyó entre los nuevos supuestos a los “enfermos y deficientes mentales que por abandono o por la carencia de tratamiento adecuado signifiquen un riesgo para la comunidad”, lo que redundaba en su estigmatización.

Pese a que todas las teorías, propuestas y leyes implementadas para combatir la peligrosidad pretendían ser científicas, lo cierto es que fueron instrumentos de defensa social dirigidos a reprimir a enemigos sociales, “parásitos” e inadaptados y también en bastantes ocasiones a enemigos políticos y de clase. Etiquetaban como peligrosos y criminalizaban a individuos pobres y marginales, tenían un sesgo clasista y tipificaban y penaban no tanto delitos como conductas.

Lejos de formar parte del pasado, estas cuestiones siguen estando presentes, si bien se han metamorfoseado. La peligrosidad forma parte de las legislaciones de los países democráticos y en los últimos años asistimos a la promulgación de leyes de seguridad bajo criterios de dudosa compatibilidad con las democracias. Ejemplos cercanos son la recién aprobada Ley de Seguridad Global en Francia o la española Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana de 2015, esta última en proceso de reforma en la actualidad. Pero también las viejas ideas sobre seguridad, peligrosidad y enfermedad mental tienen su espacio en las legislaciones o proyectos de ley actuales. El caso de la Ley de Defensa Social belga de 1930 es un ejemplo de larga duración. La ley fue modificada en 1964, 2007, 2014 y 2016, manteniendo las líneas básicas que la sustentaron en su primera versión. Entre 2012 y 2015 en España hubo una importante controversia en relación al proyecto de código penal propuesto por el Ministerio de Justicia. En el ámbito estricto de la enfermedad mental recogía medidas de seguridad hacia los enfermos mentales consistentes en el encierro y vigilancia de por vida, que contribuían a su estigmatización al equiparar la enfermedad mental con la peligrosidad y centrarse las medidas de seguridad en la personalidad del sujeto y no en el acto delictivo cometido.

 

 

Ricardo Campos
Instituto de Historia, CSIC

 

Para saber más

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Páginas de internet y otros recursos

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