—Lógicas, geografías y subjetividades en la construcción y resignificación de los espacios de reclusión y tratamiento de las personas afectadas por la lepra.—
Hacia mediados del siglo XIX, los periódicos de muchas ciudades europeas comenzaron a hacerse eco de voces que alertaban del “regreso de la lepra”. Supuestamente desaparecida desde finales de la Edad Media, en las metrópolis europeas se veía volver la lepra por las mismas rutas abiertas para su expansión colonial. Esta idea del regreso moduló las percepciones y las respuestas de las sociedades contemporáneas a esta antigua y lejana enfermedad. La lepra regresaba desde una lejana Edad Media y desde un distante mundo exótico –la India, África, las islas del Pacífico o América– para despertar miedos y respuestas similares a los suscitados en la sociedad medieval, tales como la reclusión de enfermos como única barrera efectiva ante la expansión de la enfermedad. Los estudios sobre la lepra medieval y la contemporánea han puesto en duda esta imagen de continuidad, mostrando las múltiples formas de la lepra en diferentes lugares y periodos, tanto en los discursos y las prácticas médicas como en las respuestas sociales y políticas. El modo en que las leproserías medievales y contemporáneas fueron pensadas, ubicadas, diseñadas y organizadas es un reflejo de esas diferentes concepciones sobre una enfermedad poliédrica que afectó a miles de personas y al cuerpo social de muchas naciones.
La lepra fue entendida y percibida como una enfermedad contagiosa desde la Antigüedad. Las relaciones sexuales o la corrupción del aire por la presencia y el aliento de las personas enfermas fueron consideradas posibles vías de contagio en textos médicos antiguos. Las fuentes civiles y eclesiásticas medievales transmitieron la percepción popular de que también los alimentos (el cerdo, el pescado o las patatas, entre otros), el agua, las ropas y hasta las paredes de las casas podían transmitir la enfermedad. Según los intérpretes de las Sagradas Escrituras, la corrupción del cuerpo de los leprosos era la manifestación de la corrupción del alma, tal y como probaban los pasajes bíblicos acerca de la expulsión de los leprosos de sus comunidades. Tal fundamento doctrinal justificaba una práctica médica socialmente bendecida: apartar y aislar a las personas declaradas leprosas. Desde el siglo XI, se habilitaron espacios para la reclusión de pequeños grupos de estos individuos en aldeas separadas o en hospitales y monasterios. El cauce de un río, una zona arbolada o la orientación del viento sirvieron como criterio de elección del lugar para un aislamiento que fue más simbólico que físico: apenas unos centenares de metros separaron habitualmente a sanos y enfermos y, por otra parte, la mendicidad fue una de las formas previstas de garantizar su sustento. Esta sociedad de excluidos, separada pero dependiente y en contacto con el resto, se fue desarticulando a medida que la endemia, de forma desigual y por razones que todavía se discuten, comenzó a decrecer en Europa a partir del siglo XIV.
Cuando, varios siglos más tarde, la lepra volvió a ser objeto de debate y preocupación, hubo un cambio de escala geográfica y política. Los estados asumieron una parte de la responsabilidad que en siglos anteriores había recaído sobre las familias, los municipios y la Iglesia. La lepra era ahora una enfermedad global. Lo que comenzó siendo una enfermedad de quienes habitaban los territorios coloniales, a quienes se atribuyeron rasgos culturales y raciales que explicaban su especial predisposición a contraer la enfermedad, se extendía y circulaba ahora, gracias a los barcos y los trenes que transportaban personas y mercancías, también en los territorios metropolitanos. Los presupuestos médicos, políticos y religiosos desde los que se diseñaron las primeras respuestas partían de esta concepción de la lepra como un problema para la vida de los colonizados, pero sobre todo para las arcas de quienes ejercieron el control de sus cuerpos, territorios y recursos.
Los médicos, que desde finales de la Edad Media habían reivindicado su derecho a ocuparse del cuerpo de unas personas supuestamente enfermas del alma, pasaron ahora a ser los principales postuladores de su segregación, amparados en los avances de sus conocimientos biomédicos. En 1873, el médico noruego Gerhard Armauer Hansen (1841-1912) identificó el Mycobacterium leprae como el agente responsable de la lepra. Este hallazgo, además de reforzar las tesis contagionistas frente a la hipótesis de una enfermedad hereditaria, cambió el modo de explicar y concebir el contagio con la idea de un microorganismo capaz de viajar por el aire y los fluidos o anidar en las superficies, el cual podía estar ya en el cuerpo de los enfermos mucho antes de los primeros síntomas. Desde este planteamiento se convertía en invisible una enfermedad que, hasta ese momento, se manifestaba de forma ostentosa ante los ojos de cualquiera a través de alteraciones de la piel y deformaciones horripilantes. Con la mentalidad microbiológica, todo el mundo podía albergar el bacilo y transformarse así en leproso en potencia, particularmente aquellas personas a las que se atribuía especial predisposición debido a su procedencia, raza, orientación sexual o condición social. En esta línea se situó la resolución del primer congreso internacional sobre lepra, celebrado en Berlín, en 1898, que aconsejó la vigilancia epidemiológica y la reclusión obligatoria de los enfermos como principales herramientas de lucha contra la lepra.
El proceso de construcción de las nuevas leproserías, llamadas ahora “colonias”, “colonias-sanatorio” o “asilos”, se aceleró durante la segunda mitad del siglo XIX en los territorios colonizados y, desde principios del siglo XX, también en las regiones metropolitanas afectadas. Se ubicaron lejos de entornos habitados, en islas, en lugares aislados por ríos o en valles rodeados de montañas. Los expertos combinaron nuevos estilos arquitectónicos con las características geográficas para reforzar los fundamentos de la exclusión. Las murallas y alambradas funcionaron como barreras (simbólicas, más que físicas, hay que insistir en ello) para quienes habitaban dentro o fuera de esos espacios. A estas barreras se sumaron otras formas de segregación vinculadas a prácticas de clasificación impuestas en los sanatorios. La distinción entre sanos y enfermos, entre hombres y mujeres, entre adultos y niños, o incluso entre enfermos de diferente extracción social o en diferentes estados de avance de la enfermedad, determinaron el diseño de los edificios, la traza de las vías de comunicación y el establecimiento de normas de circulación interna para unos grupos de personas u otros.
Las colonias leprológicas fueron diseñadas para concentrar a cientos de personas, procedentes de lugares muy distantes que, además, ingresaban sabiendo que jamás recuperarían su libertad. Era necesario recrear espacios capaces de simular una vida activa para las personas en disposición de trabajar. La idea de reproducir un hábitat rural, similar al de procedencia de muchas de esas personas, estuvo detrás del diseño de muchas colonias que imitaron rasgos de pequeños pueblos, con campos de cultivo, granjas y talleres donde desempeñar diferentes oficios, espacios de ocio y, por supuesto, espacios de culto religioso. Como otros muchos espacios de exclusión concebidos y construidos en esas décadas, tales como las prisiones, las reservas indígenas, los reformatorios o los manicomios, las colonias leprológicas fueron creadas para cumplir funciones muy variadas, desde la prevención, el tratamiento y el cuidado de pacientes hasta su regeneración física y moral, pasando también por el adoctrinamiento de quienes debían prepararse para morir. Desde finales de la década de 1940, cuando aparecieron las primeras drogas efectivas contra la lepra, la posibilidad de una curación añadió una nueva función a las colonias: formar y reformar para facilitar la reinserción de las personas que pudieran y quisieran volver a la sociedad que las había rechazado. Los nuevos medicamentos marcaron también el principio del fin de las leproserías en muchos lugares del mundo donde las personas enfermas, un grupo cada vez más reducido, podían recurrir a tratamientos en ambulatorios comunes que hicieron innecesarios los centros de aislamiento.
Las leproserías fueron también espacios de debate, investigación, experimentación y diplomacia científica. Una de las controversias más intensas se producía ante las puertas de ingreso, cuando se debía diagnosticar la enfermedad en las personas sospechosas. Las dramáticas consecuencias de un diagnóstico positivo en la vida de las personas sometidas al escrutinio clínico obligaron a regular los espacios, las prácticas y las autoridades encargadas de dirimir la presencia o no de la enfermedad. Además de la perspectiva de un encierro de por vida y de la propagación del estigma a su entorno familiar o su comunidad, las personas diagnosticadas se enfrentaron durante mucho tiempo a la expropiación de sus bienes, que sirvieron para garantizar el sustento propio y ajeno. Como en el Medievo, la extensa red de colonias y sanatorios abiertos en las metrópolis occidentales y en sus territorios coloniales durante los siglos XIX y XX corrió a cargo mayoritariamente de órdenes religiosas y asociaciones caritativas. La incertidumbre médica, los intereses políticos y económicos y las graves consecuencias personales y sociales de un falso positivo convirtieron al diagnóstico en un espacio de controversia fuertemente regulado y en una de las primeras y principales vías de medicalización de la enfermedad. Las leproserías fueron así espacios de confrontación entre quienes quisieron intervenir sobre el cuerpo de los enfermos y quienes se ocuparon de la sanación de sus almas.
La imposibilidad de obtener cultivos in vitro del bacilo causante de la lepra y la resistencia al contagio de todas las especies animales conocidas, a excepción del armadillo, hizo que todos los tratamientos médicos debieran ser ensayados directamente sobre personas leprosas. Los laboratorios instalados en las leproserías desde finales del siglo XIX fueron fundamentales para estudiar la efectividad de la interminable lista de remedios terapéuticos ensayados durante décadas sobre los cuerpos enfermos. Se ensayaron así numerosos fármacos derivados de las sulfonas, un amplio grupo de productos químicos empleados en farmacia como antibióticos a partir del primer tercio del siglo XX, a pesar de que se conocieron pronto efectos secundarios adversos para muchos de ellos. También se emplearon combinaciones de otros medicamentos, aplicados en diversas dosis y por distintas vías. Fueron numerosos los tratamientos experimentales que se ensayaron en personas recluidas en leproserías de todo el mundo, bajo el auspicio de las autoridades sanitarias y con la colaboración interesada de las empresas farmacéuticas correspondientes. Hubo muchos experimentos de este tipo, con resultados no siempre positivos, hasta finales del siglo XX, cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) aprobó la multiquimioterapia con una combinación de tres antibióticos: rifampicina, dapsona y clofazimina.
Los estudios acerca de la historia de las leproserías se han centrado en cuestiones tales como los debates médicos sobre la naturaleza, el control y el tratamiento de la enfermedad, el papel de las leproserías en la gestión de una enfermedad con fuertes implicaciones sociales, políticas y económicas o las concepciones de promotores y gestores acerca de la organización de las leproserías. Este tipo de aproximaciones, junto con la identificación de las leproserías como dispositivos biopolíticos, capaces de ejercer un control absoluto sobre las personas enfermas, han contribuido a oscurecer el papel creativo de los cientos de miles de personas que habitaron esos lugares. La ausencia de las víctimas en los relatos históricos ha sido también propiciada por el fuerte desequilibrio de unas voces frente a otras que reflejan las fuentes disponibles, así como por una lectura de esos documentos desde la óptica de sus productores. La relectura de esos textos desde la perspectiva de los pacientes, así como el recurso a las técnicas de la historia oral, permiten matizar las imágenes recibidas hasta el punto invalidar algunas de ellas. A través de estas nuevas miradas y fuentes se puede, por ejemplo, constatar que los dispositivos de control no impidieron que las leproserías fueran también espacios de resistencia, contestación, transgresión y apropiación creativa de las normas establecidas. Fueron así también lugares donde los pacientes encontraron el modo de preservar una identidad individual y colectiva, tejer redes de solidaridad entre iguales y abrir espacios de autonomía personal.
Antonio García Belmar
IILP-UA
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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