—Los textos para el aprendizaje y la gestión del mundo del medicamento al inicio del sistema médico actual.—
La doctrina médica hipocrático-galénica, o galenismo, vigente en el mundo occidental desde la Antigüedad grecorromana hasta el siglo XIX, articulaba unos conocimientos teóricos y prácticos sobre lo que actualmente se denomina farmacia que, a pesar de convivir con otros saberes, fueron los que tuvieron la consideración científica y académica durante todo aquel periodo. Estos conocimientos, que recibieron los nombres de materia médica y de boticaría, eran dominados por los médicos (de física y de cirugía) y, en particular, por los boticarios, los profesionales dedicados específicamente a la preparación y venta de medicamentos. Tal y como ocurre actualmente, los boticarios vendían también otros productos como, por ejemplo, candelas, papel, confites, barquillos o turrones y, sobre todo, especias, que tenían un doble uso, medicamentoso y culinario, que explica el nombre de “especieros” con el que también fueron conocidos.
A partir de finales del siglo XIII, empezando por el área mediterránea, la sociedad urbana que acababa de renacer en el Occidente europeo se dotó de un sistema médico organizado, basado en los modelos producidos por la entonces nueva institución universitaria: el galenismo y los médicos graduados (físicos). Sin embargo, durante siglos, estos médicos fueron minoritarios y solamente estuvieron al alcance de gente acomodada, en un contexto dominado por profesionales sanitarios que se formaban mediante el sistema de aprendizaje, propio de todos los artesanos, que ha sido denominado “sistema abierto”. Estos otros sanitarios que se ocupaban de la salud humana eran, principalmente, cirujanos, barberos, médicas y, también, boticarios. Los impulsores de aquel sistema médico –una élite urbana que exigía garantías en un tema tan sensible como la salud, los municipios, la monarquía y la propia universidad– pusieron en marcha unos métodos de control social de los sanadores extrauniversitarios y de sus prácticas, sobre todo mediante la exigencia de exámenes y licencias para ejercer bajo control de las autoridades. Con este perfil, aquí trazado a grandes rasgos, nació un sistema médico que, a pesar de las transformaciones posteriores, no es otro que el actual. Los boticarios y la boticaría se integraron en este sistema, y a pesar de que no fueron sometidos a aquellos exámenes y licencias oficiales, que en su caso quedaron en manos del gremio, su principal actividad, la referente a los medicamentos, fue objeto de control social de diversos modos: los registros y las cuentas que debían llevar, la manera de actuar con las recetas o las condiciones en que debían tener los obradores y los productos se fueron regulando desde la primera mitad del siglo XIV.
Boticarios a parte, la farmacología galénica formaba parte de los conocimientos de los médicos –que escribían las recetas y a menudo también se elaboraban los medicamentos ellos mismos– y, en el otro extremo, de los que se tenían en el espacio doméstico. En una situación de precariedad asistencial crónica (no resuelta hasta muy avanzado el siglo XIX), la autoayuda doméstica, sobre todo en manos de las madres y otras mujeres de la casa, era obligada. En el espacio doméstico, los saberes del galenismo –que en aquel contexto histórico cada vez era más prestigioso– convivían, en simbiosis, con otros procedentes del acervo tradicional para asegurar como fuera la salud del individuo y de la familia, y lo mismo ocurría con el arsenal terapéutico de los médicos extrauniversitarios.
Todo este conjunto de conocimientos se transmitió tanto por el canal escrito como por el oral, pero en un contexto intelectual ya presidido por la universidad y en una sociedad urbana que valoraba cada vez más la escritura y el libro para la gestión de los quehaceres, el canal escrito fue pronto preponderante, también en los oficios extrauniversitarios y en el ámbito doméstico. Los saberes sobre los medicamentos (galénicos u otros) adoptaron la forma escrita en todo tipo de textos de géneros diversos, aunque ni las obras escritas sobre farmacología ni algunos de estos géneros eran una novedad. Siguiendo el modelo de obras de la Antigüedad (sobre todo el De materia medica de Dioscórides), estos géneros habían empezado a tomar forma en los siglos anteriores, en particular, en la denominada Escuela de Salerno (siglos IX-XIII), o en áreas geográficas y culturales diferentes (el mundo árabe o el griego), y fueron adoptados por aquel sistema médico de la Europa latina occidental. En este contexto sociocultural y sanitario, los géneros farmacológicos se diversificaron cada vez más y surgieron otros nuevos, a medida que los estudios y la sociedad se hacían más complejos y suscitaban otras necesidades. Este proceso afectó tanto a los ámbitos que se expresaban por escrito en latín como a aquellos que lo hacían en lengua vulgar, que, a grandes rasgos, correspondían al entorno universitario y al extrauniversitario, respectivamente. En uno y otro se produjeron obras originales, pero se nutrieron sobre todo de traducciones: del árabe y, en menor medida, del griego, en el primer caso; del latín y, menos, del árabe, del hebreo y de otros vulgares, en el segundo.
Los saberes teóricos sobre los medicamentos eran transmitidos por obras pertenecientes a géneros muy diversos. En gran medida, esta diversidad estaba en función de los grupos socioculturales interesados en ellos. Por otro lado, estos géneros a menudo eran embrionarios y cambiantes, tal como correspondía a la época del nacimiento del nuevo sistema médico. Las obras más especializadas eran las que catalogaban sistemáticamente los medicamentos simples y los medicamentos compuestos. Los simplarios o repertorios de simples seguían la tradición de Dioscórides y describían los productos medicamentosos vegetales, minerales y animales tal como los proporciona la naturaleza, especificaban sus características y utilidad, y, en ocasiones, también indicaban equivalencias terminológicas en latín, en árabe y en vulgar. Entre los más difundidos se encontraba el de Ibn Wāfid de Toledo (s. XI), que fue traducido del original árabe al latín a finales del siglo XIII con una errónea atribución al autor siríaco Serapión (Ibn Sarābiyūn, s. IX), con la cual fue generalmente conocido, y el Circa instans, producido por un médico del oscuro linaje de los Plateario de Salerno (s. XII). Los dos fueron traducidos después a algunas lenguas vulgares. Por su parte, los antidotarios proporcionaban a médicos y boticarios las fórmulas más corrientes, elaboradas con la combinación de los simples, que solían presentar clasificadas por formas farmacéuticas (ungüentos, electuarios, píldoras, etc.), y, en algunos casos, se añadían complementos teórico-prácticos sobre la obtención, conservación o caducidad de los medicamentos, la metrología, las operaciones farmacéuticas, etc. Los más habituales eran los atribuidos a Mesué, el llamado “evangelista de los boticarios” (hacia el s. XIII), Nicolás de Salerno (s. XII) y Arnau de Vilanova (principios del s. XIV), una tríada que constituía la base de la formación de los boticarios y de los exámenes gremiales en el ámbito catalano-aragonés, donde los dos últimos ejercieron el papel de farmacopea estándar durante mucho tiempo, por lo que no resulta extraño que se tradujeran del latín al catalán.
La multiplicidad de estas obras, que no siempre eran unánimes, y las divergencias entre médicos y boticarios, llevaron a la elaboración de nuevas farmacopeas oficiales, en latín, a partir de finales del siglo XV (Florencia) e inicios del XVI (Barcelona), todas ellas muy difundidas gracias a la imprenta. Así, en la época moderna, los colegios de boticarios de Barcelona y de Valencia produjeron farmacopeas –llamadas “concordias” las del primero– en base a aquellas fuentes antiguas, que fueron oficiales en sus territorios hasta finales del siglo XVIII.
Aquella misma multiplicidad de contenidos ya había originado antes todo tipo de instrumentos especializados para gestionar, en el ámbito de los medicamentos, la diversidad terminológica y lingüística (synonyma), los sucedáneos (quid pro quo), la intensidad (tablas de grados), etc. Este último aspecto, la farmacodinamia, fue objeto de importantes aportaciones en el mundo árabe (al-Kindī, etc.) que, a continuación, fueron incorporadas a la producción latina derivada de la Escuela de Salerno y, después, a las universidades, proceso en el cual la cuestión generó importantes discusiones teóricas. Entre los maestros de la Facultad de Medicina de Montpellier, una de las más importantes del Occidente europeo, la cuestión fue especialmente polémica, con aportaciones destacadas como las de Arnau de Vilanova (m. 1311). Esta polémica motivó a Ramon Llull (m. 1316) a proponer una nueva manera de resolver el tema (Començaments de medicina) a partir del método alternativo de acceso al saber que había concebido (el Arte, Arte general o Ars magna), que pretendía automatizar el pensamiento y que fue especialmente bien recibido por los extrauniversitarios como él, incluidos médicos y otros sanitarios.
Además de las obras especializadas mencionadas, los saberes farmacológicos también eran transmitidos por textos de medicina práctica (compendios generales, entre los que destaca el Canon de Ibn Sīnā/Avicena, tratados de cirugía y regímenes de sanidad); por los de historia natural, que exponían las virtudes médicas de los vegetales (herbarios, como el Macer), los minerales (lapidarios, como el de Marbodio) y los animales; por los de magia natural, que explicitaban las virtudes ocultas de los simples (pseudo-Alberto Magno); por los de alquimia, que comunicaban descubrimientos sobre la destilación o la sublimación (pseudo-Ramon Llull, pseudo-Arnau de Vilanova, Juan de Rocatalhada/Rupescissa); o por los de astrología, que detallaban cómo o cuándo tomar la medicación y la elaboración de algunos tratamientos como los sellos astrológicos.
Más allá de estas obras, las necesidades sanitarias de la población urbana originaron unos géneros nuevos, concebidos y creados por estos sectores extrauniversitarios, tanto los que ejercían la medicina como los que eran profanos. Desde la universidad del siglo XIII se elaboraron, para este sector social, colecciones de recetas sencillas y asequibles (Liber de remediis, de fray Gil de Portugal, o Thesaurus pauperum, atribuido a Pedro Hispano), que muy pronto se tradujeron al vulgar. Estas obras proporcionaron el modelo para los libros de recetas o “recetarios médicos”, tanto los que eran escritos y empleados por médicos extrauniversitarios a modo de vademécum, como los que lo eran en el espacio doméstico para las necesidades sanitarias familiares o personales. En estos recetarios médicos –un producto genuino de la sociedad urbana bajomedieval que pervivió hasta el siglo XIX– se recopilaban recetas procedentes de todo aquel abanico de obras antes mencionadas, muy a menudo del Tesoro de los pobres, otras de procedencia oral, representativas de los saberes populares, y también fórmulas mágicas (“ensalmos”), que eran manifestación de tantas situaciones desesperadas, además de otros pequeños textos prácticos complementarios sobre la diagnosis, la flebotomía, etc.
Desde la primera mitad del siglo XIV, las exigencias de control social del medicamento y las necesidades de gestión de las boticas llevaron a la interacción entre una serie de documentos y libros, muchos de los cuales eran una novedad. Las recetas que expedían los médicos tenían que ser conservadas por los boticarios durante un periodo de tiempo. Los médicos las escribían en latín, pero pronto se les exigió que, para una mejor comprensión de boticarios y pacientes, y para tener más garantías, lo hicieran en vulgar. Además de esto, los boticarios las tenían que registrar, para un mayor control, con todos los detalles (nombres del médico y del paciente, y texto de la receta), en unos libros especiales que fueron llamados “recetarios”. El boticario no podía deshacerse de ellos hasta que perdieran la vigencia, pero tarde o temprano se destruían porque no tenían otro interés. Aun así, en el ámbito catalano-aragonés ha sobrevivido excepcionalmente uno de aquel primer periodo, el célebre Receptari de Manresa, que probablemente también es un testimonio singular a nivel europeo.
Además de estos recetarios, los boticarios, como todos los mercaderes y los artesanos, empezaron a mantener libros de cuentas en los que llevaban registro de los gastos realizados o pendientes de saldar de cada cliente, y consignaban en ellos los medicamentos y otros productos que les habían elaborado y vendido, los médicos autores de las recetas y también los recetarios en los que constaban anotadas las mismas. Estos libros de contabilidad, que también solían destruirse, pero de los cuales también se ha conservado algún ejemplar antiguo, generaban cuentas sueltas en papel para información de los clientes. Con el tiempo, todos estos documentos de gestión alrededor de la confección y venta del medicamento todavía tuvieron más complejidad.
En los archivos históricos, bibliotecas y colecciones particulares se conserva una gran cantidad de documentos y libros que muestran cómo se gestionó el medicamento y cómo actuaban las personas que lo manejaban. Son excepcionales los fondos de dos farmacias con importantes materiales desde el siglo XV: el de la antigua farmacia Pallarès, de Solsona, cerrada a finales del siglo XIX, ahora en el Archivo Diocesano de Solsona, y el de la farmacia Lavèrnia, de Sueca, conservado por los titulares.
En definitiva, la sociedad europea occidental de los últimos siglos medievales creó, alrededor del medicamento, todo un conjunto de textos teóricos y prácticos, universitarios y extrauniversitarios, técnicos y domésticos, de unos géneros que han pervivido mucho tiempo, en ocasiones hasta la actualidad. Estos textos demuestran la centralidad que este artefacto sanitario logró en la medicina y en las estrategias dirigidas a mantener la salud de las que se dotaron los europeos desde aquel recomenzar que se conoce como Edad Media.
Lluís Cifuentes i Comamala
Universitat de Barcelona
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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