—Cristofano Ceffini y su labor como procurador de la peste en Prato en 1630.—

 

Cuando, hacia la mitad del siglo XIV, la llamada peste negra hizo acto de presencia en el Occidente europeo medieval, sorprendió y sembró el desconcierto entre los practicantes de la medicina y, en particular, entre los médicos que desde sus cátedras universitarias reflexionaban, enseñaban y escribían sobre el mantenimiento de la salud y el tratamiento de las enfermedades. El testimonio del célebre médico del papa Clemente VI, Guiu de Chaulhac, desde Aviñón, donde asistió atónito a la peste en 1348, es un buen exponente de ello, entre muchos otros. Jamás habían contemplado ningún fenómeno de un alcance semejante, y no contaban con el apoyo insustituible de las autoridades clásicas, sus referentes, para afrontar una epidemia de alcance universal y no de carácter regional, como hasta entonces se habían conocido, explicarla, prevenirla y buscarle algún remedio. No rehuyeron, sin embargo, el reto. Se zambulleron en la doctrina galenista que inspiraba su conocimiento del cuerpo, en salud y en enfermedad, y en la filosofía natural que la fundamentaba para dotarla de un carácter racional, intentar resolver las incógnitas que tenían delante y hacer el mejor servicio a la cosa pública y el bien común. Se reunieron y discutieron a partir de la observación de la enfermedad y la apertura de cuerpos de apestados y emitieron informes para las autoridades que pagaban sus salarios. De este esfuerzo surgieron regimientos de peste, algunos de ellos escritos en lenguas vernáculas, para ayudar con sabios consejos a sus conciudadanos.

Médico de la peste en Roma en 1656. Paul Fuerst, cubierta del grabado (con un poema satírico) del Dr. Schnable de Roma. Wikipedia.

Durante las últimas décadas del siglo XIII y las primeras décadas del siglo XIV, se había ido organizando un sistema de atención médica construido sobre el prestigio de la nueva medicina emergida en las universidades europeas, a raíz de que un alud de textos desconocidos hasta el momento hubieran sido traducidos e incorporados al torrente académico. En vísperas de la peste, las ciudades del Mediterráneo, en particular, y cada vez más las del centro y norte europeo, estaban ampliamente medicalizadas. Las autoridades solicitaban la opinión de los médicos para resolver determinados asuntos relacionados con temas de “salud pública”, fundamentalmente cuestiones de higiene en el entorno urbano a todos los niveles. Con sus conocimientos médicos también ayudaban a los jueces a emitir veredictos y eran contratados para atender a los vecinos de la ciudad, pero también a los pobres de los hospitales y a los presidiarios y, cómo no, a las instituciones religiosas, regulares y seculares. Así mismo, los médicos eran consultados permanentemente en tiempo de epidemia. En definitiva, la medicina estaba presente en todas partes, y su practicante era un agente indispensable. La peste no hizo más que multiplicar la relevancia de aquellos sanadores y desarrollar los mecanismos de medicalización. Ninguna ciudad quería que llegara una peste sin tener un médico asalariado, y en algunas urbes se contrataron a propósito para estas épocas “epidemiales”. Se trataba de profesionales que no podían huir, como sí lo hacían otros que no estaban obligados por contrato.

Lo cierto es que las oleadas de peste continuaron incesantemente hasta establecer en las ciudades europeas unos mecanismos de actuación y unas instituciones que se ponían en marcha en cuanto se vislumbraba su aparición, o bien se tenía la certeza de su proximidad gracias a la red de comunicaciones establecida por vía de correspondencia. Tales mecanismos de información y de actuación se fueron perfilando muy pronto, si bien se fueron perfeccionando y tuvieron sus particularidades según el punto de Europa donde nos situemos. Sin duda, uno de los más comunes fue llevar un control exhaustivo de la mortalidad día a día, a través del testimonio de los clérigos de las parroquias y de los médicos de la ciudad, aquellos que, en definitiva, tenían un contacto más estrecho con la enfermedad y la muerte.

Portada del libro Cristofano e la peste, de Carlo Cipolla. Editorial il Mulino.

La última oleada de peste llegó a Europa a finales del siglo XVII. En aquel tiempo los engranajes del sistema de atención a la epidemia estaban bien engrasados. El historiador Carlo Cipolla escribió un librito en 1976 dedicado a la peste que entre 1630 y 1631 padeció la ciudad de Prato. Llevaba por título Cristofano e la peste. El protagonista, Cristofano di Giulio Ceffini, era miembro de una importante familia de Prato que había ocupado un cargo en la ciudad anteriormente, y que fue escogido provveditore alla sanità (“procurador sanitario”), un cargo que muchos otros prohombres habían rechazado por miedo al contagio. Comportaba una enorme responsabilidad y no había un aliciente económico detrás. Cipolla utilizó la documentación conservada en los archivos y la memoria escrita por Cristofano para entender cómo una ciudad europea actuaba ante una epidemia, después de siglos de experiencia.

Prato era una villa de 6.000 almas, con 11.000 habitantes más dispersos extramuros. Era un centro urbano satélite de la todopoderosa Florencia, de la que apenas la separaban 20 kilómetros. La economía local vivía horas bajas y los estándares de vida eran bastante deficientes comparados con los de los actuales habitantes de esta área. El 19 de septiembre de 1630, las autoridades locales, a regañadientes, confirmaban el primer caso de muerte por peste. Las sospechas ya existían, pero hubo una cierta resistencia a asumir esta realidad. Una vez más, una epidemia se cernía sobre Europa, y en la villa de la Toscana se escuchaba el murmullo de lo que sería un terremoto de consecuencias devastadoras. Durante casi un año (hay que decir que la duración de las epidemias fue muy variable en el tiempo y en su impacto demográfico), se vieron azotados por los estragos epidémicos. Siempre en vilo.

Iniciada la epidemia, fue necesaria la contratación extraordinaria de personal diverso. En primer lugar, cuatro enterradores, que acompañaban a los enfermos al primer lazareto, habilitado en el hospital de San Silvestre, y daban sepultura a los cadáveres que se amontonaban. El lazareto se dotó de un confesor, un cirujano y tres auxiliares para tratar las necesidades de los convalecientes. En aquellas primeras semanas aumentó el número de enfermos y hubo que contratar a más personal, que a la vez reclamaba un salario más nutrido. Además, fueron necesarios más vigilantes de las puertas de la ciudad, ya que los pratenses no eran muy obedientes en guardar el bloqueo. A principios de noviembre, la situación ya era calamitosa: buena parte de los contratados habían muerto, incluido el cirujano Tiburzio Bardi, al que fue imposible sustituir. La peste continuó segando la vida de los que se iban ocupando de sustituir al personal que fallecía. En febrero, con una situación bien distinta en la gestión, como se verá, ya eran 17 las personas que directamente estaban contratadas por el común para atender las necesidades de la epidemia.

Vista general de la ciudad de Prato en tiempos modernos. Salmon, La città di Prato nel Gran Ducato di Toscana. Venecia, s. XVIII. Colección privada. Comune di Prato.

Dos meses después de iniciada la catástrofe en Prato, con una situación que las autoridades no se veían con ánimos de controlar, el 11 de septiembre de 1630, Cristofano empezó su singladura en el cargo de procurador. Su tarea podría ser considerada titánica. No era médico, ni tenía ninguna formación médica. Simplemente era un buen gestor y administrador. En aquel tiempo, la condición de prohombre y el juicio y la lucidez eran las únicas cosas que se hacían valer en estos hombres para ocupar estos puestos. Al fin y al cabo se buscaba un buen gestor que, eso sí, cuando era necesario pedía asesoramiento a los miembros del colegio de médicos. De todo ello da cuenta el minucioso y detallado registro de su actividad que nos ha quedado escrito en particular en una memoria fabulosa: Libro della Sanità. Cristofano recogió cuidadosamente los movimientos de pacientes del lazareto, admitidos, muertos y altas, y los gastos que generaban, hasta que el abastecimiento alimentario pasó a la Veneranda Confraternità del Pellegrino. Pero también habla de las casas que fueron cerradas, las personas confinadas, los gastos en su manutención y aporta cifras diarias de mortalidad. La tarea de Cristofano pasaba por tener información esmerada también de los hospitales y de cualquier lugar donde pudiera darse un contagio o una defunción.

Cristofano fue enterrado en una capilla que su familia tenía en la iglesia de San Francesco. Wikipedia.

El procurador tuvo que tomar una gran cantidad de decisiones, como publicar ordenanzas, establecer controles para el aislamiento de las personas y administrar el lazareto, en contra de la opinión de burócratas chapuceros, a menudo condicionados por intereses personales. Tuvo que enfrentarse a una carestía permanente de recursos económicos y a la falta de colaboración respecto a las cuarentenas: los habitantes de Prato se saltaban los controles de los portales de la ciudad o no querían permanecer en el lazareto. Precisamente encontrar lugar para cuarentenas y casa de convalecencia extramuros fue un gran problema. Si una villa resultaba ser ideal, su propietario se oponía. Finalmente, el convento de Sant’Anna y la llamada Casa del Poder Murato se convertirían en los espacios respectivos para lazareto y lugar de residencia de enfermos. Ahora bien, en medio del invierno esos lugares no disponían de camas y su ropa y tampoco de leña. Hubo que hacer lo imposible y recurrir a la caridad para poder disponer de todo lo necesario para alojar a los afectados. Gente a la que hubo que quemar ropa y bienes y volverlos a abastecer de lo necesario. Finalmente, se tuvo que punir a los incumplidores de las ordenaciones y aquí Cristofano tuvo que actuar a disgusto. Ciertamente había que recorrer al poder disuasorio de las horcas, dispuestas convenientemente a la vista de todo el mundo.

¡Tantos esfuerzos personales para conseguir bien poca cosa! Los cálculos afinados de Cipolla dan una mortalidad del 25% de los pratenses, lo que hace pensar que estos recibieron un trato benévolo de la terrible enfermedad. Ni los cordones sanitarios, ni las cuarentenas en instituciones que tanto le costaron crear y mantener al procurador sanitario sirvieron de mucho. Y, con todo, hay que decir que la mortalidad de los ingresados en el lazareto solo fue del 50%. Y, para acabar de arreglarlo, las consecuencias económicas fueron terribles, con el corte de las comunicaciones y la paralización de los intercambios comerciales.

Vista de la Piazza San Babila (Milán) durante la peste de 1630. De la serie de 14 grabados al aguafuerte, obra de Melchiore Gerardini (1633). Pinacoteca Tosio e Martinengo (Brescia). Wikipedia.

Los estudios sobre las epidemias pretéritas, y la historia de la medicina en general, ha avanzado notablemente desde los tiempos en que Cipolla compuso su Cristofano. Su aproximación a los hechos desde una perspectiva médica fue escasa. Se limitó a referirse a la medicina del momento como una “racionalización primaria”. Sin embargo, el grado de racionalización que había alcanzado la medicina galenista a principios del siglo XVII era muy remarcable. Era el producto de un largo camino iniciado en tiempos medievales, cuando las doctrinas del médico romano Galeno se habían ido incorporando a través de numerosas traducciones, comentadas y difundidas en las universidades, en una magna empresa intercultural que las hicieron penetrar dentro de las sociedades de manera inexorable. Todas las decisiones que se tomaron en tiempos de Cristofano fueron inspiradas desde este sistema de pensamiento y aplicadas bajo el consejo de los médicos. El presentismo traicionó a Cipolla. Solo una mácula en lo que es, sin duda, un relato fabuloso.

 

 

Carmel Ferragud
IILP-UV

 

Para saber más

Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.

Lecturas recomendadas

Cipolla, Claudio. Cristofano e la peste. Bolonia: Editrice il Mulino; 1976 [trad. Cristofano i la pesta. Afers: Catarroja-Barcelona-Palma; 2013]

Estudios

Arrizabalaga, J. Discurso y práctica médicos frente a la peste en la Europa bajomedieval y moderna. Revista de historia moderna. 1998 – 1999; 17: 11-20.

Arrizabalaga, J. La identidad de la Peste en la Europa del Antiguo Régimen. In: Sabaté, F., ed. L’assistència a l’Edat Mitjana. Lleida: Pagès; 2017. p. 169-182.

Betrán Moya, J. L. Historia de las epidemias en España y sus colonias (1348-1919). Madrid: La Esfera de los Libros; 2006.

Betrán Moya, J. L.  La peste en la Barcelona de los Austrias. Lleida: Milenio; 1996.

Biraben, J.-N. Les hommes et la peste en France et dans les pays européens et méditerranéens. París – l’Haia: Mouton (2 vols.); 1975 – 1976.

Cohn, S. K. Cultures of Plague: Medical Thinking at the End of the Renaissance, Oxford: Oxford University Press; 2010.

Páginas de internet y otros recursos

MedCat. Disponible en  este enlace.

Sciència.cat DB. Disponible en  este enlace.