—Concebir, representar y estudiar el mundo con la ciencia y la historia.—
El proceso que amenaza al Mediterráneo y que finalmente acabará con él, no es sino el desplazamiento del centro del mundo, del mar Interior al océano Atlántico.
Fernand Braudel. La Méditerranée: L’espace et l’histoire (1977)
A modo de ucronía, en The Man in the High Castle (1962), el escritor estadounidense Philip K. Dick imaginó una historia alternativa en que la victoria de las potencias del Eje en la Segunda Guerra Mundial les permitiría dominar y transformar el mundo. Como paradigma de la humillante derrota de los Aliados, los nazis habrían clausurado y drenado por completo el mar Mediterráneo, convirtiéndolo (con ayuda de la energía atómica) en un fértil terreno cultivable. La colonización agrícola de Ucrania, la expulsión de los eslavos a territorios inhóspitos de Asia, el exterminio de los africanos (siguiendo la experiencia de guerra con judíos y gitanos, pero también la de los colonos europeos con los indígenas de Norteamérica) y la conquista –planeta a planeta– del sistema solar, habrían sido otras de las iniciativas de la victoriosa Alemania. Mientras, los japoneses gobernaban los Estados Unidos de América, convirtiendo en antigüedades y souvenirs la moderna cultura material sobre la que se había sustentado la identidad simbólica de la nación norteamericana.
El relato de Dick está en las antípodas de los horizontes narrativos del historiador francés Fernand Braudel, que escribió durante la guerra su más célebre obra, La Méditerranée et le Monde méditerranéen a l’époque de Philippe II (1949). Sin embargo, ambos captaron la importancia de mares y océanos (como el Mediterráneo y el Atlántico) en las identidades nacionales y regionales, el transcendentalismo del eje geopolítico Europa-EE. UU. después de la Segunda Guerra Mundial, o la relevancia de la cultura material en la civilización capitalista. Para Braudel, el Mediterráneo lo fue todo y es fundamental para entender a lo largo del tiempo la historia de la civilización humana: “el pasado mediterráneo, a decir verdad, es una historia acumulada en capas tan espesas como la historia de la China lejana”. Pero, en el período contemporáneo fue desplazado por el océano Atlántico, por la importancia del “nuevo” mundo para las monarquías europeas, y la densidad histórica de esta relación. Si para Braudel el centro del mundo fue el Mediterráneo, para Serge Gruzinski, a inicios del siglo XVII, las cuatro partes del mundo (Asia, Europa, América y África) confluyen en la Nueva España (México), epicentro de la mundialización.
A pesar de su eurocentrismo y gringocentrismo, Braudel y Dick sugieren que hay otros lugares desde los que mirar y concebir el mundo, sean otros continentes o imperios. Junto con el interés de considerar el abanico de interacciones humanas que tienen lugar a través de los espacios marítimos (Mediterráneo, Atlántico, Caribe, Índico, Pacífico, golfo de Bengala, golfo Pérsico…), la pretensión de escribir una historia del mundo requiere mirar y conocer desde diferentes lugares (geográficos, políticos, culturales) y tiempos. Se trata pues de un asunto tanto histórico como historiográfico. Los historiadores comprometidos en escribir historias más allá de la nación y las regiones continentales decidirán con mayor o menor autonomía dónde y cómo poner el foco. En la cuestión de imaginar su historia ficción y su historia a gran escala (temporal y geográfica), Dick y Braudel confluyen en el ejercicio que todo historiador hace para pensar el mundo como lugar global en el que habita y en el que se han desarrollado los hechos históricos que estudia. Frente a las pretensiones actuales de algunos abanderados de una historia global de la ciencia, los autores de este texto consideran, con humildad reflexiva, que la escritura de este tipo de historia está todavía alejada de la experiencia vital, cultural e intelectual de la mayoría de historiadores e historiadoras.
¿Qué mundo(s) se ha construido a través de la ciencia? Se trata de una pregunta difícil de responder en tan pocas líneas, pues podría significar el mundo que se percibe y se explica con las herramientas y los conocimientos de la ciencia, lo cual nos llevaría a un recorrido inmenso de lo macro a lo micro, del Universo al mundo microscópico y subatómico. Tomar el mundo en alusión a la Tierra, remitiéndonos al estudio de su forma, su historia y sus fenómenos, nos permite dar cuenta de los mecanismos que articulan y movilizan la ciencia en múltiples escalas.
La historiografía de la ciencia tradicional que se asentó en la primera mitad del siglo XX sostuvo que uno de los pilares de la llamada Revolución Científica consistió en el cambio radical en las ideas cosmológicas que terminaron por sacar a la Tierra del centro del universo. Los cuestionamientos al estudio histórico de la ciencia como historia de las ideas básicamente nos han hecho notar que los conocimientos científicos se producen como parte de procesos históricos más amplios. El encuentro con el Nuevo Mundo y los diversos emprendimientos de expansión imperial constituyen procesos significativos para entender las transformaciones sobre los conocimientos, las representaciones y la experiencia del mundo moderno. Simbólica y materialmente, la vuelta al mundo comenzada por Fernão de Magalhães en 1519 y culminada por Juan Sebastián Elcano en 1522 –en la búsqueda de la corona española de una ruta comercial alternativa hacia las Islas Molucas– representó la posibilidad de recorrer y conocer un mundo mucho más grande y diverso que lo concebido por los escritos antiguos. Este proceso de mundialización o englobamiento produjo una integración de sus partes en las descripciones, miradas y concepciones europeas del mundo, donde se registra la centralidad del Océano Pacífico y América, ya no como obstáculo, sino como espacio que conecta ese mundo, particularmente con Asia. Así se constata en los escritos y muy especialmente en los mapas del siglo XVII, que no solo lo plasmaron, sino que también contribuyeron a crear una consciencia del mundo ensanchado, que es posible recorrer o navegar y a través del cual se movilizan personas, mercancías y conocimientos.
Movilizar la naturaleza, los conocimientos y las cosas del mundo favoreció su estudio y la ambición de concentrarlo en lugares específicos. De este fenómeno son testimonio las crónicas, las colecciones, los monumentos y la organización social y política de las grandes capitales, así como el surgimiento de ciudades-mundo como la Ciudad de México o Roma, “porque en ellas convergen redes políticas, comerciales y culturales que cruzan el globo”. El mundo que se describe, se colecciona, se estudia, se mide, se representa y es visitable en el microcosmos representativo de las colecciones amasadas en las ciudades metropolitanas o a través de las redes y flujos comerciales, políticos y culturales desarrollados por los imperios. Actos de apropiación científica del mundo se suceden con los viajes de exploración concebidos como empresas imperiales, comerciales y científicas.
Notablemente, las expediciones geodésicas al Perú y Laponia en el siglo XVIII, organizadas por la Academia Real de Ciencias en París, terminaron de dar forma definitiva a la redondez (imperfecta) de la Tierra, cerrando el enfrentamiento entre newtonianos y cartesianos mediante la medición por triangulación de un arco de circunferencia hacia el ecuador y los polos, respectivamente. La expedición al Perú da cuenta del problema de movilizar las culturas empíricas europeas y fijarlas en espacios ajenos y lejanos, donde los actos y símbolos de posesión científica del mundo se configuran y vuelven cruciales como estrategia de legitimación. De ahí que la medición de la forma de la Tierra fue al mismo tiempo un nuevo dimensionamiento del mundo entre Europa y América.
La experiencia de ese mundo expandido se propaga en el siglo XVIII más allá de los entornos de las monarquías y las élites intelectuales y culturales, de la mano de la expansión de la literatura de viajes. La mundanización del mundo a través de la lectura produjo testigos virtuales entre un público ávido de la fórmula entretenimiento-conocimiento del mundo. El mundo ensanchado espacialmente también puso en entredicho la escala temporal de la historia de la Tierra, así como de las criaturas que la habitan. La Tierra pasó a ser objeto de indagación científica en el siglo XVII, en la búsqueda de claves sobre su historia, su estructura y su futuro. Desde entonces, su estudio ha conjuntado diversas explicaciones (cosmológicas, geológicas, paleontológicas y biológicas), materias de análisis (fósiles, rocas, volcanes, movimientos terrestres) y técnicas (estratigrafía, anatomía comparada, datación radiactiva). La determinación de la edad de la Tierra avivó una controversia científica en la que supuestamente, a decir de sus más fervientes participantes en el siglo XIX, se enfrentaban ideas científicas y religiosas, en tanto que estaba en juego lo que los textos sagrados vigentes decían sobre la Creación. Este debate extendió la escala temporal de la Tierra desde unos miles de años, como se concebía en el siglo XVII, hasta llegar a miles de millones de años en el siglo XX con las teorías de la deriva continental y la tectónica de placas. La controversia en torno a la Tierra abrió a tiempos más largos el debate acerca de la existencia y evolución de las especies en el planeta, lo que aportó una base fundamental para la concepción de la teoría de la selección natural de las especies propuesta por Charles Darwin y Alfred Wallace, después de sus respectivos viajes por Sudamérica y Malasia, e implicó una reconceptualización del lugar del hombre –y la mujer– en el mundo.
La observación coordinada y la acumulación de datos han sido cruciales para el estudio científico de fenómenos terrestres como el clima y el magnetismo terrestre. Las redes de observadores, estaciones de observación e intercambio de información se extendieron por el mundo, para mejorar el conocimiento de estos fenómenos cubriendo un espacio más amplio horizontal y verticalmente. Por poner un ejemplo, a inicios del siglo XIX, el héroe científico occidental Alexander Von Humboldt reportaba variaciones en la intensidad magnética en la superficie terrestre y consideraba que los fenómenos geológicos, climáticos y magnéticos estaban interrelacionados, promoviendo el establecimiento de una red de observatorios magnéticos en Europa, y haciendo mediciones de este tipo durante su viaje por América. Esta combinación entre la organización de expediciones globales –si bien concebidas para la gloria imperial y nacional– y el establecimiento de estaciones permanentes de monitoreo ampliamente distribuidas en el mundo continuó en el siglo XX. Por ejemplo, la Carnegie Institution of Washington emprendió a inicios de siglo un ambicioso proyecto de mapeo del magnetismo terrestre alrededor del mundo. El estudio de ciertos fenómenos astronómicos, tales como el tránsito de Venus, la carta del cielo o los eclipses, también ha implicado la observación simultánea y coordinada a escala global y el establecimiento de espacios científicos difusos en su caracterización nacional, como los observatorios astronómicos o biológicos europeos y estadounidenses en países de América Latina como Chile o Panamá.
Ya bien entrado el siglo XX, el Año Geofísico Internacional de 1957 dio un nuevo impulso a las llamadas ciencias de la Tierra, que se beneficiaron de la perspectiva global promovida con esta celebración. En el proyecto participaron científicos en representación de más de cincuenta países, circularon instrumentos científicos y se incorporaron nuevas tecnologías desarrolladas en la Segunda Guerra Mundial. Resultaron investigaciones sobre un amplio espectro de temáticas relativas a la Tierra cuyo estudio en perspectiva global era sin duda pertinente, tales como gravimetría, glaciología, sismología, meteorología, geomagnetismo, rayos cósmicos, física ionosférica y solar. También fue arena de competencias y disputas del mundo dividido de la Guerra Fría; el ejemplo más notable fue el lanzamiento del satélite soviético Sputnik I, inaugurando así la carrera espacial, que trajo consigo nuevos conocimientos, imágenes y representaciones del planeta.
Más allá de la visión geofísica del mundo, la historia de la ciencia, la técnica y la medicina se tiene que preocupar por cómo los agentes históricos imaginan y significan el mundo. Esa misión fundamental requiere también de una profunda reflexividad sobre las acciones, procedimientos y discursos que los propios historiadores desarrollan en su labor de actualidad.
El internacionalismo científico promovido tras las guerras mundiales reconoció la importancia de la ciencia y de la cooperación internacional para resolver problemas de alcance global. El establecimiento de comités y agencias internacionales, como la Organización Mundial de la Salud, se justificó sobre la base de este discurso. No obstante, a pesar de las buenas intenciones, su actuación e impacto ha estado limitado por disputas geopolíticas y económicas que a fin de cuentas muestran el estado de fragmentación y desigualdad del mundo. Por mucho que se anuncie el fin de los Estados nación dada la hiperconectividad y la globalización del mundo, la situación extrema de una pandemia global demuestra que como actores históricos no se pueden obviar tan fácilmente. Los efectos de la guerra, que vivieron como muchos Fernand Braudel y Philip K. Dick, contribuyeron a impulsar –bajo el paraguas de la UNESCO para la reconciliación y la paz– iniciativas fundacionales para la historia global como disciplina, como la revista Cahiers d’histoire mondiale o una obra colectiva (en 6 volúmenes) dedicada a escribir la Historia de la Humanidad (desarrollo cultural y científico). Intervienen en ellas reputados historiadores como Charles Morazé y Lucien Febvre, que incluyen la ciencia en sus aproximaciones e intereses; historiadores de la ciencia y la tecnología como Joseph Needham, Eduard J. Dijksterhuis, Paul Tannery, René Taton, Melvyn Kranzberg o Anatolij A. Zvorikine y filósofos de la ciencia como Georges Canguilhem y Jacob Bronowski. Una gran parte de estos proyectos, sin embargo, acaban menguados por una cultura eurocéntrica y colonial todavía demasiado común en la distribución internacional de la política epistémica.En la historia de la ciencia actual, como en otros ámbitos de la historia, ha habido un cuestionamiento, por lo menos teórico, a la supremacía de la escala nacional –alimentada tanto por el universalismo científico como por los localismos–. La voluntad de escapar del nacionalismo metodológico ha favorecido perspectivas como las historias transnacional, conectada y global, desde donde dar cuenta de los mecanismos que han posibilitado la movilización del conocimiento científico a diferentes escalas y a través de fronteras. No obstante, estas perspectivas pueden resultar en una reconstitución de la visión universalista de la ciencia, basada en las asimetrías en disponibilidad de recursos y archivos, el uso indiscriminado de fuentes digitales disponibles en el (epistémicamente sesgado) World Wide Web, el sedentarismo cultural del historiador occidental y la hegemonía monolingüe de determinadas culturas académicas. La historia global de la ciencia requiere también de honestidad y paciencia, virtudes poco frecuentes en el comercio académico actual. Sin haber llegado todavía a la cima de la primera colina en el abordaje de fenómenos altamente complejos como lo transnacional o lo global, el historiador oficial de la ciencia –siempre en la vanguardia, aunque siempre con ligero retraso– sigue expandiendo el mundo de la imaginación y su afiliación a la actualidad, comenzando a proponer ahora la escritura de una historia planetaria o incluso extra-planetaria.
Adriana Minor
Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México
Josep Simon
IILP-UV
Cómo citar este artículo:
Minor, Adriana, y Simon, Josep. Mundo. Sabers en acció, 2024-07-10. https://sabersenaccio.iec.cat/es/mundo/.
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