—Ascenso y caída de los métodos de alta sensibilidad en la toxicología del siglo XIX.—
En las décadas de 1820 y 1830 una sensación de alarma salpicaba las conversaciones de los salones burgueses de muchos países europeos: los crímenes de envenenamiento. Se decía que habían crecido enormemente en los últimos años y que muchos de ellos habían sido cometidos por mujeres. Más que en datos estadísticos solventes, la alarma estaba basada en un puñado de casos muy mediáticos que fueron ampliamente comentados en la prensa y en las tertulias. Fueron los años del desarrollo de una nueva toxicología basada en la identificación de los síntomas particulares del envenenamiento, la inspección cadavérica en las autopsias judiciales, los experimentos de antídotos y venenos con animales en laboratorios y los análisis químicos de los restos sospechosos para detectar los venenos. No todas estas pruebas tenían el mismo peso, ni eran aceptadas como suficientemente fiables. En función de las cantidades, la forma de administración y el estado de las víctimas, los venenos pueden producir un conjunto variable de síntomas, muchos de los cuales se pueden además confundir con los producidos por enfermedades comunes. Por ello, muchos peritos de esos años consideraban que la única prueba fiable era la identificación inequívoca del veneno en las muestras mediante análisis químico a través de métodos cada vez más selectivos, rápidos y sensibles.
La alarma social de las élites burguesas frente a las supuestas mujeres envenenadoras impulsó la búsqueda de métodos para detectar pequeñas cantidades del tóxico más popular de esos años, el “rey de los venenos”: el arsénico. El método más famoso fue desarrollado por James Marsh (1794-1846), un colaborador de Michael Faraday (1791-1867) en la Royal Institution de Londres. Tras haber intervenido infructuosamente en algunos juicios, sin obtener resultados concluyentes, Marsh desarrolló un nuevo método basado en la reducción del arsénico a su estado metálico en forma de una fina capa metálica. Presentó sus trabajos durante una sesión de octubre de 1836 de la Royal Society of Arts de Londres, con un modelo que se explica en la imagen siguiente.
El ensayo de Marsh se recibió con entusiasmo. El químico Karl Friedrich Mohr (1806-1879) calculó que podía detectar un miligramo de arsénico disuelto en medio litro de agua. Justus Liebig (1803-1873), el más famoso químico de su tiempo, afirmó que tal sensibilidad estaba “más allá de todo lo imaginable”. A principios de 1838, el nuevo método fue empleado en investigaciones toxicológicas en Inglaterra y Francia. Uno de los pioneros fue un desconocido boticario de Fontainebleau que consiguió retirar abundantes manchas metálicas de los restos del estómago de una mujer recientemente fallecida. En su informe pericial, alabó la eficacia del nuevo método por “su simplicidad, su aplicación fácil y la certidumbre completa en medicina legal”. El acusado, marido de la víctima, fue condenado a muerte.
Además de su gran sensibilidad, el nuevo método de Marsh gozaba de otra gran ventaja para transformarse en prueba pericial en los tribunales. La reducción del arsénico a su estado metálico permitía presentar en el estrado una capa fina y brillante de veneno ante los ojos aterrados de jueces, abogados, jurados y públicos. Era un efecto dramático poco habitual en crímenes invisibles como los envenenamientos, un recurso visual semejante a las dagas manchadas de sangre o telas rasgadas en casos de homicidios o violaciones. Los peritos podían vanagloriarse de haber recuperado el arma del delito desde su remoto escondite dentro del cuerpo humano. Este tipo de pruebas materiales tenía un poder de convicción mucho más fuerte que las descripciones pormenorizadas de síntomas, autopsias o experimentos con animales. Con el arsénico en estado metálico ante los ojos del jurado, los hechos parecían hablar por sí mismos, no era necesario ningún tipo de mediación.
Por desgracia, la historia y la filosofía de la ciencia advierten que los hechos rara vez hablan por sí mismos. Y menos todavía en asuntos de toxicología, una disciplina situada entre tribunales y laboratorios, con casos muy diversos y repletos de circunstancias particulares e imprevisibles. A finales de la década de 1840, pocos años después de su introducción, diversos casos de envenenamiento mostraron que la alta sensibilidad del aparato de Marsh era un arma de doble filo. Es cierto que permitía encontrar cantidades de veneno indetectables por los procedimientos anteriores, pero este mismo hecho también lo hacía más susceptible de producir falsos positivos, es decir, detecciones falsas de arsénico cuando no existía en la muestra. Como apuntaron sus críticos, los ensayos menos sensibles presentaban menores riesgos de detectar pequeñas impurezas arsenicales procedentes de recipientes y reactivos o del medio circundante al cadáver. El ensayo de Marsh, con su sensibilidad “más allá de lo imaginable”, podía producir muchos más errores de este tipo, aunque era menos susceptible de ofrecer falsos negativos, es decir, de obviar la existencia de arsénico en muestras que sí lo contenían, incluso cuando las cantidades implicadas eran muy pequeñas. Las imágenes muestran algunas de las muchas versiones diferentes del ensayo de Marsh que fueron diseñadas para vencer estos problemas que nunca llegaron a resolverse plenamente. En un laboratorio, dentro de una investigación científica, los falsos positivos y los falsos negativos son errores con consecuencias más o menos similares, que deben ser tenidos en cuenta y rectificados en su momento. Sin embargo, en los tribunales hay diferencias sustanciales entre condenar a la guillotina a un inocente (falso positivo) y liberar a un culpable (falso negativo).
Un artículo anónimo publicado en los diarios franceses en septiembre de 1840 apuntaba ya esta cuestión. Según su autor, el método de Marsh era un “juez que merecía toda la confianza cuando declaraba al acusado ‘no culpable’, pero sus veredictos de culpabilidad podían ser apelados”. Quizá los métodos antiguos podían dejar libre a algún criminal, pero los falsos positivos del ensayo de Marsh tenían la todavía más peligrosa capacidad de conducir inocentes al cadalso. Estas cuestiones cobraron especial relevancia tras las nuevas nociones sobre los delitos y las penas, que habían introducido una visión mucho más garantista del proceso judicial, con la intención de salvaguardar los derechos de los ciudadanos frente a errores judiciales producidos por falsos veredictos acusatorios.
En esta línea de razonamiento se encontraba François-Vincent Raspail (1794-1878), un autor con una trayectoria científica fuertemente entrelazada con su activismo republicano y socialista. Sus primeros trabajos fueron investigaciones microscópicas de plantas que han hecho que sea considerado un pionero en la teoría celular. Estos trabajos también le condujeron a poner en cuestión los primeros intentos de determinar la presencia de sangre y semen en tejidos a través de observaciones microscópicas, unas técnicas que acabarían imponiéndose en la segunda mitad del siglo XIX hasta crear una fuerte controversia a finales de ese siglo, debido al alto nivel de incertidumbre para distinguir, por ejemplo, entre sangre humana y animal. Antes de que tales polémicas estallaran, las primeras aplicaciones del microscopio en los tribunales se realizaron en compañía de diversos métodos químicos durante las décadas de 1820 y 1830. En esos años, Raspail alertó a médicos y jueces de los riesgos que comportaban estas nuevas técnicas, alentando así un debate que también se produjo en otros saberes como la frenología en esa época. Por un lado, había muchas dificultades para hacer una identificación correcta debido a la gran variabilidad en los glóbulos rojos, tanto en tamaño como en su forma, incluso para un mismo individuo según el estado de las muestras. También recordó que las técnicas microscópicas requerían un entrenamiento largo y continuado para evitar muchas falacias provocadas por las “ilusiones ópticas”, debidas tanto a las lentes de los instrumentos como a las malas prácticas de observadores inexpertos. “Por lo que a mí respecta”, concluía Raspail, “estoy obligado, por el imperio de la observación, a sostener que no se debe jamás fundamentar sobre observaciones microscópicas una declaración [pericial] que tenga por resultado la culpabilidad o la inocencia de nuestros semejantes”.
Raspail desarrolló este tipo de argumentos escépticos frente a las novedades científicas en los tribunales durante la década de 1830. Su escepticismo y prudencia iba a contracorriente en medio del deslumbramiento general que produjo la alta sensibilidad del ensayo de Marsh. Cuando criticó el uso indiscriminado del aparato de Marsh durante un juicio celebrado en Francia en 1839, Raspail fue acusado de exacerbar la alarma social al destruir las herramientas científicas para perseguir el crimen de envenenamiento y transformarse así en cómplice de los potenciales crímenes que pudieran cometer envenenadores y envenenadoras que, tras quedar en libertad por falta de pruebas, podían continuar administrando sus ponzoñas y brebajes a nuevas víctimas. En su respuesta, dirigiéndose al toxicólogo que lo acusaba, Raspail dijo:
“¡Mi doctrina le parece alarmante para la sociedad! Pero… ¡si solamente pretende suspender la espada a punto de caer sobre la cabeza de inocentes!… Sepa, señor, que la sociedad se alarma más de su doctrina que de la mía. Mi doctrina dice: ¡que escapen veinte culpables antes de comprometer la libertad y la vida de un inocente! Y, ¿sabe usted dónde está escrito este principio? ¡En el espíritu y en las disposiciones formales de todas nuestras leyes penales!”
Al remarcar las tensiones entre pruebas judiciales y científicas, críticos como Raspail reabrieron la discusión sobre las garantías procesales de los acusados y las nuevas tecnologías periciales. Quizá técnicas como el ensayo de Marsh eran más precisas y sensibles que las anteriores, pero su novedad impedía conocer con precisión sus posibles falacias y errores en los tribunales. Con su discusión, Raspail también planteó el debate acerca de las consecuencias diversas de la introducción de novedades como el microscopio o el ensayo de Marsh en los tribunales y los diversos tipos de errores judiciales que propiciaban. No se trataba de excluirlas por completo, pero exigían una reflexión crítica que evitara el deslumbramiento producido por la novedad y la alta sensibilidad de las técnicas.
Otros toxicólogos famosos, como Alphonse Devergie, llegaron a afirmar que la “sensibilidad” del aparato de Marsh “era tan grande” que debía ser considerado como “una herramienta peligrosa” en los tribunales. Las pequeñas cantidades detectadas podían proceder de casi cualquier parte, por lo que la alta sensibilidad del método de Marsh podía producir sinsentidos judiciales. Dado que el arsénico era un producto habitual de la vida cotidiana, existía una amplia gama de fuentes de contaminación: los papeles pintados con colorantes arsenicales, las tierras arsenicales de los cementerios, los medicamentos arsenicales ingeridos por las víctimas, las lociones capilares, etc. Se encontraron incluso minúsculas cantidades de arsénico en algunos contravenenos habitualmente empleados para combatir este tipo de envenenamiento. La situación quedó resumida en una pequeña nota del Dictionnaire des Idées Reçues de Gustave Flaubert: “Arsénico: se encuentra por todas partes”.
La fuente más insidiosa de contaminación, y la más sorprendente, se detectó dentro del cuerpo humano. A finales de la década de 1830, poco después de introducirse el ensayo de Marsh, se descubrió que el cuerpo humano sano contenía cierta cantidad de arsénico, lo que se denominó en lo sucesivo “arsénico normal”. Las cantidades eran tan pequeñas que se encontraban en los límites de sensibilidad del ensayo de Marsh y su detección dependía de las técnicas de disolución y, por supuesto, la pericia de los expertos. Una gran controversia acerca de la existencia del “arsénico normal” estalló en 1840 y, con diversos grados de intensidad, se prolongó hasta principios del siglo XX, cuando el arsénico fue reconocido finalmente como uno de los primeros “oligoelementos”, es decir, un componente del cuerpo humano que se encuentra en cantidades muy pequeñas.
Para Raspail, el descubrimiento de todas estas potenciales contaminaciones y fuentes insospechadas de arsénico invalidaban la toxicología basada en ensayos de alta sensibilidad. Si el arsénico se encontraba por todas partes, ¿qué valor probatorio tenían las manchas arsenicales obtenidas en el ensayo de Marsh? ¿Eran producto de las impurezas de los reactivos, de trazas de arsénico en los recipientes o quizá de las tierras arsenicales del cementerio que habían contaminado el cadáver? ¿O procedían del “arsénico normal”? ¿O quizá de una fuente de contaminación desconocida que se descubriría en el futuro? En sus contrainformes periciales, Raspail exploró las tensiones entre el carácter provisional de la investigación toxicológica y las consecuencias irremediables de los fallos judiciales. Cada nueva edición de los manuales de toxicología incorporaba nuevos métodos para evitar las falacias de los anteriores, por lo que podían considerarse, según Raspail, una enmienda a la totalidad de la toxicología basada en el análisis químico de alta sensibilidad. De poco servían las rectificaciones en la ciencia para reparar los terribles errores judiciales causados: “¿Acaso podría servir la revisión de una conclusión errónea para devolver la cabeza guillotinada a los hombros del condenado?”, se preguntó retóricamente Raspail en un juicio de esos años. ¿Cuántos inocentes habían sido guillotinados por la excesiva confianza en métodos que detectaban cantidades tan ínfimas de un veneno que se encontraba por todas partes?
El caso del ensayo de Marsh muestra los riesgos de la rápida llegada de nuevas tecnologías periciales a los tribunales. Pueden comprobarse problemas semejantes en muchos otros casos, por ejemplo, cuando en la década de 1990 se generalizó el empleo de las huellas de ADN en la identificación criminal. El deslumbramiento provocado por las novedades tecnológicas puede tener consecuencias peligrosas, y no solamente en los tribunales. Los ejemplos que se repasarán en esta sección permitirán revisar algunas de las imágenes hegemónicas acerca de la relación entre ciencia y ley a través de ejemplos muy diferentes, procedentes de la toxicología, la psiquiatría forense, la antropología criminal y la ciencia forense en crímenes de violencia sexual o el tratamiento del infanticido. Se comprobará que, al igual que con el ensayo de Marsh, las técnicas periciales están fuertemente entrelazadas con las ansiedades sociales y otros rasgos culturales de los contextos judiciales donde se emplean. Tal y como se ha visto en este caso, las nuevas técnicas a menudo producen en los tribunales más retos y problemas que los que resuelven. En cualquier caso, se trata de cuestiones que merecen ser analizadas con detalle, más allá de las imágenes procedentes de los sueños tecnocráticos y los discursos cientificistas. Este será el objetivo de los ejemplos presentados en esta sección.
José Ramón Bertomeu Sánchez
IILP-UV
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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Páginas de internet y otros recursos
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