—La mirada médica al cuerpo y la construcción de una cultura visual y material de la enfermedad definieron la medicina del siglo XIX y su inscripción en la modernidad.—
“Andrés recogió un pañuelo manchado con sangre y lo llevó a que lo analizasen al laboratorio […] Durante aquellos días vivió en una zozobra constante; el dictamen del laboratorio fue tranquilizador; no se había podido encontrar el bacilo de Koch en la sangre del pañuelo.”
Pío Baroja, El árbol de la ciencia (1911)
Este fragmento recoge una experiencia vivida por Baroja en sus años de estudiante de medicina en el Madrid de 1890. Como se ha señalado en el artículo “Bacterias y laboratorios”, el laboratorio microbiológico de Robert Koch en Alemania había identificado el bacilo de la tuberculosis en 1882. El relato barojiano muestra la celeridad con la que se asumió la posibilidad de un diagnóstico médico sin el concurso del paciente. De hecho, en el fragmento la situación se fuerza hasta reemplazar al paciente por un fragmento representativo: una muestra de sangre. Estas líneas del escritor vasco también ponen de manifiesto el poder de la verdad surgida del laboratorio, la capacidad de emisión de un juicio inapelable basado en la legitimidad y la autoridad de unas técnicas en manos de personas expertas para hacer visible (no otra cosa es “encontrar” el bacilo en la sangre de un pañuelo) la causa del mal. O para “desvelar” pistas que conducen al criminal, tal y como se describe en el artículo sobre culturas forenses.
La normalización de esta escena requirió una transformación radical de la teoría y de la práctica de la medicina universitaria que tuvo lugar en el transcurso de un largo siglo XIX. De hecho, la doctrina médica predominante durante casi dos milenios, el galenismo, que venía siendo socavada desde época moderna por ciertas prácticas e ideas, se vio progresivamente superada desde finales del siglo XVIII por otra manera de mirar el cuerpo humano y de ver y leer la enfermedad. En la construcción de esa nueva medicina clínica ocurrieron dos hechos transcendentales.
El paciente de la medicina galénica, cuando podía correr con los gastos, dominaba el escenario del encuentro. El médico iba a su casa y escuchaba el relato del paciente, un aspecto central en aquella medicina. La nueva medicina clínica, en cambio, se fundamentó en la búsqueda de un saber objetivo, alejado del relato sintomatológico y subjetivo del paciente. El nuevo conocimiento médico se elaboró en un ámbito singular: el hospital general que, progresivamente, sería también universitario. Allí confluyeron dos espacios de conocimiento interrelacionados: la clínica, es decir, la medicina realizada en la cabecera de la cama del enfermo, y la sala de autopsias. El paciente era un enfermo pobre, sin recursos, que libraba su cuerpo a una ciencia que construía conocimiento clínico a partir de la observación del curso de la enfermedad en la sala y conocimiento anatomopatológico mediante la observación de la lesión en la mesa de la sala de autopsias.
La vista del médico jugó un papel fundamental en la construcción de esos saberes. Su mirada se convirtió en signo de modernidad, al ser considerada como portadora de la tan deseada objetividad. La medicina universitaria producía un saber pretendidamente objetivo, comunicable, basado en la observación de signos descifrables por el médico, con un concurso mínimo del relato y del contexto social del paciente. En una sociedad dominada por el pluralismo asistencial, la medicina clínica universitaria disputó y ganó en las décadas centrales del siglo XIX la hegemonía a otras formas de practicar la medicina, recurriendo a la producción de saberes fundamentados en prácticas e ideas procedentes de ciencias básicas como la física y la química.
La ciencia del siglo XIX estuvo mediatizada por instrumentos. En las facultades de ciencias, de farmacia y de medicina, y en las escuelas de ingeniería se fundamentó el conocimiento producido en la enseñanza, la manipulación y la reproducción de técnicas mediante aparatos e instrumentos en aulas y laboratorios. Entre estos instrumentos, ocuparon un lugar destacado aquellos que permitían ver más o mejor que el ojo humano. La voluntad de saber lo que ocurría dentro del cuerpo humano antes de perecer y llegar a la mesa de disección anatómica concordó con aquella forma mediatizada de escudriñar la naturaleza. Así, desde principios del siglo XIX hasta la actualidad, se ha asistido a una producción incesante de instrumentos médicos que extienden y amplían la mirada. A través de los orificios naturales se idearon instrumentos, bautizados con el sufijo “-scopio”, que mediante juegos de espejos y de luz permitían examinar el interior del cuerpo humano: oftalmoscopio, laringoscopio, gastroscopio, etc. Los laboratorios de fisiología experimental en Francia y Alemania produjeron también instrumentos para visualizar determinadas funciones y actividades del organismo mediante inscripciones gráficas y con lenguaje matemático. Se trataba de objetos, bautizados con los sufijos “-grafo” y “-metro”, entre los que destacaban el termómetro y el quimógrafo, este último empleado para representar gráficamente variables fisiológicas relacionadas, por ejemplo, con la presión arterial o la respiración. Los resultados obtenidos, comunicables, objetivos y matemáticos, se convirtieron en gráficos, diagramas e imágenes y contribuyeron a delimitar los patrones de normalidad biológica de la nueva medicina científica y a distinguir y clasificar la desviación patológica.
Los manuales de medicina práctica del siglo XIX se llenaron de páginas con largas descripciones de enfermedades. Esta suerte de narrativa médica etnográfica corrió paralela a la producción literaria del naturalismo y realismo. Sin embargo, el lenguaje era insuficiente sin imágenes. La voluntad de fijar lo que se veía, observaba y representaba se tradujo en un ejercicio intensivo de producción de una variada cultura visual en forma de piezas en dos y en tres dimensiones: dibujos, ilustraciones, fotografías, modelos y esculturas. La cultura visual y material de la medicina se archivó y coleccionó en museos, hasta el punto de que el historiador británico John Pickstone ha hablado de unas auténticas “ciencias museológicas” en el siglo XIX. Por otra parte, durante este siglo, esta cultura visual y material se fijó mediante manuales, libros de texto y atlas para producir diversas formas de objetividad que han sido estudiadas por Lorraine Daston y Peter Galison en un conocido libro. También se enseñó en las aulas, por lo que todos estos ingredientes formaron parte de un complejo disciplinario.
Las técnicas de la física y de la química también influyeron de manera decisiva en la construcción de nuevos saberes médicos en los laboratorios universitarios. Los fluidos del cuerpo humano fueron sometidos a escrutinio mediante instrumentos de análisis físico y químico. La descomposición de la sangre o de la orina, hasta entonces considerados objetos uniformes, confirmó la aproximación al cuerpo en términos de normalidad y desviación. Permitió elaborar, comunicar, disputar y reproducir conocimiento en cualquier lugar mediante, por ejemplo, recuentos globulares o patrones ópticos. El paciente perdió aún más su voz porque solamente interesaba como caso clínico, como pieza patológica. Es en ese sentido que se ha venido hablando de la “desaparición” del paciente en la nueva medicina.
El microscopio se convirtió en un instrumento central en la medicina de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX. Las escuelas médicas de Francia y Alemania se hicieron eco de la transformación ocurrida en los laboratorios de microbiología o bacteriología. Se adaptaron espacios e introdujeron esas prácticas y técnicas de la preparación microscópica en el currículum académico: cortes histológicos, tinción, cultivos biológicos, etc. La mirada microscópica abría la puerta a un conocimiento nuevo: la vida de los microorganismos patógenos, es decir, aquellos capaces de producir enfermedad. Las revistas médicas y, en algunos casos, los medios de comunicación de masas, se convirtieron en vehículos transmisores de los resultados de la observación microscópica. No se puede entender ese complejo fenómeno en términos meramente difusionistas omitiendo, por ejemplo, las resistencias que despertó. Los estudios disponibles, al igual que en otros casos, han mostrado la importancia del contexto histórico de cada situación. La escuela, por ejemplo, jugó un papel normalizador y disciplinario, para lo que fue necesario el concurso y acceso a un arsenal instrumental producido por numerosas casas fabricantes y comerciales de finales del siglo XIX. Estas empresas, con el beneplácito de los reguladores estatales, jugaron un papel decisivo en la difusión escolar de este instrumental, así como también en la mejora de su precisión técnica y en su normalización internacional.
En ese proceso de intentar hacer visible el cuerpo humano de forma ‘objetiva’, la física produjo un resultado técnico de enorme impacto a finales del siglo XIX: el descubrimiento de los rayos X por Wilhelm Roentgen (1845-1923) a finales de 1895. La invención, que tuvo una repercusión inmediata a escala global, permitía la fotografía a través de cuerpos opacos y facilitaba así el anhelado acceso de la mirada del médico al interior del organismo en vida del paciente. También permitió la producción de un resultado mecánico y objetivo: la radiografía, que sentó las bases de una nueva cultura visual medicalizada de los cuerpos.
Las prácticas y los resultados obtenidos a partir de todos estos instrumentos mediadores no sólo obligaron a reconfigurar la mirada del médico y a reformular el conocimiento disponible hasta el momento. Fue necesario que ese ejercicio tuviese lugar de manera previa o paralela al trabajo de codificación cultural de todas las imágenes y representaciones visuales producidas. Lejos de ser un producto natural, la cultura visual y material de la medicina del siglo XIX se cargó de significado para poder ser después descodificado, interpretado, enseñado y reproducido.
En definitiva, tal y como ocurre en otros casos estudiados en esta sección, el estudio detallado de los cambios en la cultura material y visual de la medicina del siglo XIX permite adentrarse en la compleja fábrica de la medicina científica de ese período mediante nuevas perspectivas, personajes y problemas.
Alfons Zarzoso
Museu d’Història de la Medicina de Catalunya
Para saber más
Puedes ampliar la información con la bibliografía y recursos disponibles.
Lecturas recomendadas
Karin Johannisson, Los signos: el médico y el arte de la lectura del cuerpo, Barcelona, Melusina, 2006.
Jacalyn Duffin, Una historia de la medicina escandalosamente breve. Santa Cruz de Tenerife, Melusina, 2018.
Estudios
Lorraine Daston, Peter Galison. Objectivity. New York: Zone Books, 2010.
John Pickstone, Museological science? The place of the analytical/comparative in 19th-Century science, technology and medicine, History of Science, 32, 1994, 111-138.
Joel D. Howell. Technology in the hospital: transforming patient care in the early twentieth century. Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1995.
Nicholas D. Jewson. The disappearance of the sick-man from medical cosmology, 1770-1870. Sociology, 10 (2), 1976, 225-244.
Páginas de internet y otros recursos
Brought to Life: Science Museum. Disponible en este enlace.
Wellcome Collection. Disponible en este enlace.
The Hunterian Museum (Glasgow, Scotland). Disponible en este enlace.