—La Querelle des femmes, de Cristina de Pizán a Josefa Amar.—
Históricamente, la ciencia ha tenido, y todavía tiene, un papel fundamental en la elaboración de teorías sobre la diferencia sexual: en la conceptualización de los sexos y en la definición de las características y funciones que les son propias, en el establecimiento de pautas para su identificación y también en la instauración de normas para su atribución. En el proceso de construcción de conocimiento sobre el cuerpo sexuado, la ciencia ha reflejado y a la vez ha potenciado la asignación de valores culturales diferenciados y jerarquizados a los cuerpos masculino y femenino, contribuyendo así de modo decisivo a la legitimación de la desigualdad de mujeres y hombres. Existe, sin embargo, una larga historia de críticas de las mujeres al conocimiento hegemónico. La labor de reafirmación de las sociedades patriarcales desarrollada por la ciencia ha sido contestada por las mujeres al menos durante siete siglos, aunque fue en el XX y XXI, paralelamente a su acceso masivo a la educación universitaria, cuando las voces que reclamaban la despatriarcalización del saber alcanzaron mayor influencia en el seno de las instituciones académicas. El hecho de que sea un fenómeno poco conocido muestra la vulnerabilidad de la autoría femenina durante los procesos de transmisión de la misma.
Comúnmente se conoce como “polémica de los sexos” el debate secular en torno a la naturaleza, aptitudes y valor moral de los sexos que ha atravesado la historia de Occidente. Filósofos, teólogos y científicos de todos los tiempos han expresado sus ideas sobre estas cuestiones controvertidas, pero entre los siglos XIV y XVIII el fenómeno tomó una dimensión nueva y un nombre propio: querella de las mujeres o querelle des femmes, como más habitualmente es conocido. El debate se inició en Francia, aunque pronto se extendió por toda Europa y, más tarde, también hacia América. Durante el largo lapso de tiempo en que floreció el humanismo, se desarrolló la filosofía experimental y el proyecto ilustrado irrumpió con fuerza en la escena cultural y política, el debate en torno a la naturaleza y la capacidad de las mujeres para la excelencia impregnó todos los ámbitos de la sociedad. Las discusiones se plasmaron en multitud de tratados específicos que despreciaban a las mujeres y las acusaban de los mayores males, así como de intrínseca incompetencia, mientras que en otros escritos, por el contrario, se defendían sus capacidades físicas y morales y se ensalzaban sus valores intelectuales. La cuestión se abordaba en textos que presentaban el tema de modo monográfico, pero el debate permeó también diferentes disciplinas y multitud de géneros literarios, desde la poesía a los tratados médicos o pedagógicos, epístolas, obras religiosas y también todo tipo de paratextos, prefacios o prólogos.
Durante la segunda mitad del siglo XIII, cuando de la mano de la orden dominica las universidades europeas adoptaron la filosofía natural aristotélica, dentro y fuera de esas instituciones resurgieron antiguas tradiciones misóginas que entendían a las mujeres como seres de naturaleza defectuosa, débiles y de flaco entendimiento. A partir de la última década del siglo XIV, un número importante de estudiosas intervino con firmeza en defensa de las mujeres. Fueron eruditas, filósofas naturales, comadronas, religiosas, físicas o alquimistas que, sin establecer vínculos formales con las instituciones científicas, participaron activamente en los círculos intelectuales más dinámicos de su época. Habían sido instruidas en casa por voluntad de sus familias o aprendido de modo autodidacta, contraviniendo la decisión de marginarlas de los recursos educativos disponibles en su entorno. Ellas denunciaron a quienes maldecían de las mujeres y apoyaron las tesis que defendían sus aptitudes, mostrándose especialmente críticas con la tradición aristotélica.
Cristina de Pizán (1364-1430), una humanista que vivió de su trabajo intelectual en la corte parisina, fue la primera en participar abiertamente en un debate candente en su entorno. En La ciudad de las damas reivindicó el talento de las mujeres: “su inteligencia no solo es capaz de comprender y asimilar las ciencias sino de inventar algunas nuevas de tal provecho para la humanidad que resultaría difícil encontrar otras más útiles”. Y cuestionó, también, los discursos misóginos sobre el cuerpo femenino calificándolos de “puro disparate” y argumentando que “como las mujeres pueden saber por su propia experiencia corporal, algunas cosas de este libro [el Secreta mulierum, un tratado misógino de la tradición aristotélica] no tienen más fundamento que la estupidez.”
De entre los diversos temas que se discutieron en la querella, la fisiología femenina y la capacidad de las mujeres para el gobierno, el matrimonio y el acceso a la educación centraron en buena medida los debates. En 1488, la erudita bresciana Laura Cereta (1469-1499) entendió que los ataques que recibía su actividad por parte de algunos colegas humanistas se basaban en la misoginia y mancillaban a todas las mujeres. Elaboró una defensa de la educación de las mujeres en la que sostenía que “la naturaleza ha concedido a todos por igual una misma autorización para aprender.”
Durante la querelle des femmes, también hubo un número significativo de hombres, encabezados por el médico Enrique Cornelio Agrippa (1486-1535), que contribuyeron al debate con influyentes tratados en defensa de las mujeres y sus capacidades para la excelencia. En la segunda mitad del siglo XVI, médicos defensores del galenismo discreparon de las corrientes aristotélicas sosteniendo que los sexos masculino y femenino eran igualmente perfectos en sí mismos. Nicole Liébault (c.1542-c.1588), Lucrezia Marinella (1571-1653) y Cristina de Pizán, todas ellas hijas de médicos, hicieron importantes intervenciones para la refutación de tratados sobre “los defectos” de las mujeres y llamaron la atención sobre el carácter opresivo de la institución matrimonial.
En el siglo XVII, en una Europa muy creativa que exploraba nuevos horizontes intelectuales a través del uso de la razón y la experimentación, emergió una red de mujeres eruditas comprometida con “permitir a las mujeres el acceso a todas las ciencias”, como lo formuló Marie de Gournay (1565-1645), la decana de todas ellas. Desde París, Utrecht, Londres, La Haya o Dublín, no solo contribuyeron a delinear nuevas vías de investigación en los ámbitos disciplinares en que desarrollaron su actividad, que trazaban caminos alternativos al conocimiento misógino, sino que trabajaron por establecer entre ellas relaciones de apoyo mutuo, creando una trama de alianzas para favorecer su autoridad y su prestigio. Formalizaron esas relaciones mediante comunicaciones epistolares y fortaleciendo sus reputaciones a través de la afirmación y el reconocimiento público y de sus logros.
La firmeza exhibida por las mujeres para cuestionar saberes que las menospreciaban no estuvo exenta ocasionalmente de amargura e incluso de irritación. Pero tampoco de una aguda ironía, como la que adoptó Marie de Gournay en su Agravio de damas (1626), cuando acusó a los hombres de ver “con más claridad la anatomía de su barba que la anatomía de sus razones”. O la de la religiosa mexicana y gran erudita Juana Inés de la Cruz (1648-1695), cuando en su Respuesta a Sor Filotea (1691), un escrito que es más bien una contestación a una diatriba misógina del obispo de Puebla, se atrevió a señalar con gran sentido del humor las limitaciones del método de conocimiento usado por el mismísimo Aristóteles:
“Pues ¿qué os pudiera contar, Señora, de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? Veo que un huevo se une y fríe en la manteca o aceite y, por contrario, se despedaza en el almíbar; ver que para que el azúcar se conserve fluida basta echarle una muy mínima parte de agua en que haya estado membrillo u otra fruta agria; ver que la yema y clara de un mismo huevo son tan contrarias, que en los unos, que sirven para el azúcar, sirve cada una de por sí y juntos no. Por no cansaros con tales frialdades, que sólo refiero por daros entera noticia de mi natural y creo que os causará risa; pero, señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito.”
A partir del siglo XVII, empieza a tener presencia en los debates un discurso que se alejaba de las posiciones opuestas que defendían la inferioridad o la preeminencia o superioridad de uno u otro sexo, un “feminismo racionalista” que combatía los prejuicios a favor de un concepto de razón, entendida como un principio neutro igualmente a disposición de hombres y mujeres. Durante el Siglo de las Luces, el protagonismo de la naturaleza como determinante de la capacidad y el valor atribuido a los sexos cedió el protagonismo a la educación, que pasó a situarse en el centro del debate. En España, Josefa Amar y Borbón (1749-1833) escribió sobre la necesidad de educación física y moral de las mujeres y defendió su participación plena en los nuevos espacios institucionales de producción de conocimiento.
La historia de las críticas de las mujeres a las conceptualizaciones de la diferencia sexual que las menospreciaban y las excluían es poco conocida. Este hecho revela la capacidad de la ciencia patriarcal para mostrarse como un todo homogéneo y sin fisuras, legitimando así su hegemonía como única forma posible de hacer ciencia. Y al tiempo, nos permite reflexionar sobre la riqueza oculta que subyace en la multitud de voces que han participado en la construcción de conocimiento científico.
Montserrat Cabré i Pairet
Universidad de Cantabria
Para saber más
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Lecturas recomendadas
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Páginas de internet y otros recursos
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